El engaño de la Democracia II

lunes, 6 de agosto de 2007

Otro de los grandes problemas que tienen las democracias actuales es el siguiente: necesitan contentar a todo el mundo, incluso a las minorías.
¿Por qué pienso que esto supone un problema? Como ya comenté en el artículo anterior, es algo obvio el hecho de que todos no somos iguales ni pensamos de la misma forma. Vivimos en una sociedad excesivamente poblada y diversificada; esta situación conlleva dos problemas: el primero es que cualquier corriente de pensamiento que se nos ocurra, por estrafalaria que sea, será seguro que encontrará cientos de adeptos y personas que darían cualquier cosa, incluso la vida en algunos casos, por defenderla, teniendo en cuenta el nivel tan alto de exigencia que estamos alcanzando los ciudadanos de a pie (en muchos casos injustificada), tal y como predijo Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas.
Si este primer problema deriva de la diversidad a la que hacía referencia, el segundo es consecuencia del exceso de población tan brutal a que está sometido el planeta, que hace que cualquier minoría esté compuesta por miles de individuos. Y, como todos sabemos, tal cantidad de personas hacen mucho ruido e, incluso, pueden hacer mucho daño si se lo proponen. De ahí que cualquier gobierno que se precie se vea en la necesidad de contentar a cualquier minoría que pueda causarles problemas.
¿Pero qué ocurre cuando aparecen grupos con ideas contrarias? Sería lógico pensar que se tratará de complacer a aquél que pueda ser más problemático, es decir, al que haga más ruido. Si no existen grandes diferencias al respecto, lo normal sería satisfacer las necesidades de aquellos que presenten una ideología más cercana a la de los líderes de turno, o algún otro tipo de acercamiento con estos, ya sea de amistad, familiar o por intereses económicos. Lo cual provocará el enojo de los partidos en la oposición que, inmediatamente, tomarán partido por la minoría más desfavorecida, ocasionando las consiguientes divisiones en la población y la alteración de la vida pública por problemas que a priori sólo eran competencia de unos pocos.
Se me ocurre un ejemplo ficticio (un poco tonto, pero sólo es eso, un ejemplo). Pongamos que a alguien le da por constituir una asociación en defensa del escarabajo de la patata, alegando que éste se encuentra en peligro de extinción debido al uso de pesticidas. Por lo ya expuesto, pronto, dicha asociación crecerá en integrantes, consiguiendo formar un numeroso grupo de personas preocupadas por el futuro de dicho coleóptero, aunque sin dejar de ser una minoría poco importante en el conjunto de la sociedad.
Pues bien, no tardará en aparecer otra sociedad de individuos equivalente que se declaren detractores del escarabajo de la patata, por el mucho daño que éste hace a los cultivos, por ejemplo. De la misma manera, también esta última asociación se verá pronto aumentada en número de asociados, convirtiéndose así en otro importante grupo, aunque, al igual que el anterior, también de escasa relevancia para el interés general de la población.
Hasta aquí todo transcurriría de un modo normal, pero es de suponer que llegará un momento en el que la administración general deba tomar partido por uno de estos grupos, por ejemplo, cuando llegue la hora de conceder alguna subvención. Llegado el caso, se decantará por uno o por otro a consecuencia de alguno de los motivos ya expuestos (personales, familiares o económicos). Pongamos que se inclina a favor de la asociación que defiende al bicho. Inmediatamente, la oposición lo hará a favor del grupo contrario, aunque hasta ahora no hayan oído hablar de ellos ni le importe en nada el futuro de semejante criatura.
Y ya tendríamos el lío formado; debates públicos, improperios de todo tipo por ambas partes, exaltación general de la clase política,... En poco tiempo, un problema que sólo afectaba a una minoría de la población, habrá llegado, a través de todos los medios de comunicación, a la vida de todos los ciudadanos, obligándolos a tomar partido de alguna forma en dicho debate, y ocasionándose como resultado la consiguiente división entre una población que, hasta este momento, se encontraba totalmente ajena a semejante disyuntiva.
Como ya he dicho, el ejemplo es un poco tonto, y puede parecer exagerado; pero si lo extrapolamos a otros asuntos más relevantes de la vida pública, comprobaremos que así es como funciona la política, al menos en este país, donde, gobierno y oposición (y con ellos el resto de la población) se encuentran continuamente enfrentados por supuestos problemas en los que, en la mayoría de los casos, es un simple cambio de punto de vista el que origina la división, en vez del grave problema que nuestros líderes pretenden hacernos ver, justificando así su “importante” e “imprescindible” labor en esta nación.
Como dije al principio, este es otro de los grandes problemas con los que se enfrenta la democracia que todos conocemos y que, por supuesto, a todos nos afecta. Y es así porque, al tener tanto peso una oposición, si ésta se lo propone, puede dar al traste fácilmente con cualquier proyecto político que pretenda implantar el gobierno de turno, elegido libre y democráticamente por la mayoría de los ciudadanos, sea éste mejor o peor, atrasando de esta manera el desarrollo social de todo el país. Esto es algo inevitable, ya que, como todos sabemos, el principal interés de todo partido político siempre será llegar al poder (o mantenerse en él), a costa de lo que sea, incluso, del bienestar de la población. Quizás su segunda preferencia pueda ser la felicidad de los ciudadanos, pero mientras siga siendo sólo la segunda, nada tendremos que hacer, porque la lucha por el poder es algo que siempre estará presente en una democracia, donde cada cuatro años se deben de enfrentar los diferentes partidos en las urnas.
Con esta forma de proceder es muy difícil, por no decir imposible, que una persona justa, imparcial y cuya única intención sea mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos, pueda optar siquiera a llegar a lo más alto del poder gubernamental, tal y como auguró en su día el filósofo ateniense Sócrates cuando dijo: “Es de todo punto necesario que aquel que combate francamente por la justicia, si ha de salvarse por algún tiempo, viva como un simple particular, y no como hombre público.” Si tengo razón (y ojalá no sea así), nos encontramos en la terrible situación de que nuestro destino siempre se encontrará en manos de personas sin escrúpulos y sin visión de futuro, más allá de los cuatro años pertinentes que les toque gobernar. Para probar dicho argumento basta con escuchar los discursos de los diferentes líderes políticos cuando se encuentran en campaña electoral y durante cualquier otra época del año; apenas difieren. Para ellos, los cuatro años de legislatura suponen una continua campaña electoral, es decir, están constantemente preocupados por ostentar el poder, mantenerlo, o desprestigiar al contrario. Como todos sabemos, durante una compaña electoral, nadie gobierna, así que, si ésta dura cuatro años, saquen sus propias conclusiones.
Por si todo esto fuera poco, nos encontramos aún con otra dificultad añadida. Hay dos formas de ganarse un electorado: una de ellas sería convenciéndolo de que somos mejores que los demás, demostrándolo con hechos. Pero esta es una forma cara, complicada y que sólo da resultados a largo plazo. La otra sería convencer a los ciudadanos de que los demás son peores que nosotros. Esta forma resulta más sencilla, rápida y barata, ya que nuestro lenguaje y nuestra justicia permiten, con facilidad y total impunidad, el engaño, la exageración y la tergiversación de los hechos y de las palabras. Ni que decir tiene cual es la forma que eligen nuestros líderes, porque, si en algo son unos expertos, es en el uso y la práctica de la dialéctica y la retórica, que, dicho sea de paso, es prácticamente el único requisito que se le exige a una persona para aspirar a un alto cargo político (aparte de la falta de escrúpulos).
Por todo lo expuesto, y teniendo en cuenta la tendencia educativa del momento, que Dios nos coja confesados cuando lleguen las futuras generaciones de gobernantes al poder, máxime, considerando el ejemplo que están dando los actuales.
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"Había llegado en ellos (los doctrinarios) a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras “corrientes” y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no “se dejen llevar”."
Guizot


"Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien, como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar."
John Stuart Mill

"La misión del llamado “intelectual” es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban."
Ortega y Gasset

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