Máscaras

martes, 28 de agosto de 2007

Lo primero que suelo hacer al despertar por la mañana es preparar las diferentes máscaras que voy a necesitar a lo largo del día. Es un trabajo rutinario, por lo que no me supone mucho esfuerzo normalmente. De lunes a viernes tengo bien claro de cuales tengo que echar mano; de usadas que las tengo, pasan por mi rostro una tras otra sin percatarme apenas del cambio, y sin que éste represente una costosa tarea.
Por encontrarse mi lugar de trabajo a demasiados kilómetros de mi residencia, la primera máscara que debo colocarme sobre mi cara recién lavada y aseada es la de conductor agresivo e intolerante. Ésta es una máscara muy práctica y socorrida, ya que me permite poder insultar y soltar palabrotas e improperios a diestro y siniestro sobre cualquier ser humano que se me ponga en el camino, sea éste de la condición social que sea. De hecho, el blanco preferido de mis más sucios e insultantes agravios suelen ser aquellos individuos que montan lujosos y flamantes automóviles a los que yo, seguramente, jamás podré aspirar. De ahí lo bien que me sienta esta máscara: por unos minutos me hace sentir superior al resto de los mortales que comparten conmigo la penosa fatiga de madrugar para ganarse el sustento diario. Además del necesario desahogo tras el insufrible madrugón, esta práctica careta también me ayuda a no llegar demasiado tarde al curro, y es por esta doble finalidad que le tengo tanto aprecio, hasta el punto de utilizarla incluso cuando no la necesito, es decir, automáticamente me la coloco siempre que me subo al coche, vaya a donde vaya.
Al llegar al trabajo la cosa se complica un poco, ya que debo tener preparadas varias máscaras a utilizar, en función de con quién me vaya encontrando. La práctica y la experiencia hacen que esta complicada labor se convierta también en rutinaria, y las diferentes máscaras cruzan por mi cara con tal ligereza y sutileza que apenas es advertido el cambio por los diversos interlocutores con los que me voy tropezando. De todas ellas, la que debo tener presente en todo momento es la que debo colocarme en presencia del jefe, o de cualquier otro superior en la jerarquía de la empresa. Es una de las más difíciles de llevar, me obliga a hacer cosas que normalmente no hago, como reírme cuando no me apetece o de cosas que no tienen ninguna gracia, mentir sobre la eficacia de mi trabajo, exagerar enormemente mis motivaciones, sacar temas de conversación que parezcan serios y profundos, alagar la labor de la empresa sin parecer demasiado adulador o, simplemente, tratar de parecer responsable, sumiso y competente cuando no me apetece siquiera hablar de trabajo. Por supuesto, todo este esfuerzo es convenientemente recompensado posteriormente, de ahí la necesidad de cuidar no olvidarme en ningún momento de esta valiosa máscara mientras permanezco en las instalaciones de la empresa.
Con los compañeros de faena puedo permitirme ciertas libertades y ligerezas, aunque sin olvidar nunca a quién tengo delante. Con aquellos que son más populares e influyentes suelo utilizar la de compañero simpático, afable y febril forofo del deporte de moda, con el fin de que cuenten conmigo en sus bromas y correrías; con éstos suele ir muy bien también la de pasota incondicional, ya que, normalmente, no suelen ser muy devotos con el trabajo, a pesar de aparentar todo lo contrario en ocasiones puntuales (también ellos son todo unos expertos en el ágil y eficaz ejercicio del cambio de máscara). Mientras que con aquellos otros que pasan más desapercibidos entre sus compañeros la que uso es la de persona superior y engreída, para que no se les ocurra nunca que pueden pasar sobre mí con facilidad y tengan siempre presente mi predominio sobre ellos, y dicho sea de paso, sigan trabajando como mulas, que alguien tendrá que hacerlo para que esto no se vaya a pique.
Otras también muy utilizadas en este lugar son las de técnico sabelotodo, la de trabajador incansable o la de inconformista total; como ya he dicho, todo depende de la calidad intelectual o espíritu trabajador del compañero con el que me encuentre en cada momento.
Para cuando salgo de copas con estos mismos compañeros, tengo algunas otras máscaras preparadas que me vienen muy bien para la ocasión. Es entonces cuando me saco las de tipo gracioso y juerguista, la de marchoso infatigable y bebedor empedernido. Con éstas debo ser inteligente y precavido para no necesitarlas durante mucho tiempo (pero sin que lo parezca), ya que mi cuerpo y mi mente no lo soportarían y acabarían delatándome.
Afortunadamente, cuando llego a casa, puedo relajarme un poco, ya que tan sólo necesito usar una o dos, como mucho: la de esposo fiel y futuro padre responsable. Con éstas suelo hacer el avío para el resto de día, aunque en contadas ocasiones necesito echar mano también de otras menos utilizadas, como son las de adulto maduro e intransigente o la de vecino pacífico y servicial.
Para los fines de semana y demás días festivos también tengo mi repertorio de máscaras bien preparado y listas para usar en cuanto sea necesario. En estos días, las más utilizadas suelen ser las de hijo o hermano cariñoso y atento, pariente o amigo cumplido y educado o la de ciudadano honrado y perfecto consumidor.
Lo cierto es que es tan extensa la colección de máscaras que resulta imposible enumerarlas todas, ya que, con el uso y la costumbre, ni yo mismo soy consciente en numerosas ocasiones de aquellas que, automáticamente, van transformando mi carácter, mi personalidad y mi naturaleza, conforme las situaciones lo van requiriendo. Tanto es así, que muchas veces me sorprendo preguntándome quién soy yo en realidad, si de verdad poseo una identidad propia o son todas fingidas. Es en estos escasos momentos de duda existencial cuando echo mano de la máscara más socorrida de todas: la de individuo conformista, que me dice: “Y qué más da, pues cómo todo el mundo”.

La verdad es que este artículo lo tenía que haber escrito hace algunos años, pues, afortunadamente, en este periodo de mi vida he podido arrojar a la basura (espero que para siempre) la gran mayoría de las máscaras mencionadas. Reconozco con tristeza no haber sido capaz aún de deshacerme de todas ellas, pero prometo seguir intentándolo con ahínco y no parar de hacerlo hasta que lo consiga. Las personas a las que más admiro son aquellas que en todo momento muestran el mismo rostro y actúan con la misma coherencia, ante cualquier situación y ante cualquier persona, y son capaces de mantenerlo contra viento y marea. Por supuesto, actuar con coherencia no significa no poder cambiar nunca de opinión o hacer siempre lo correcto; la persona coherente es la que actúa y habla conforme lo que realmente piensa, asume sus errores y los corrige. Desgraciadamente, estas personas no son fáciles de encontrar, son bastante escasas, lo habitual es encontrarnos inmersos entre rostros fingidos y palabras ensayadas que sólo nos muestran una realidad imaginaria y ficticia.
Por ello, desde aquí invito a todo el que lea este artículo a que intente por todos los medios arrojar a lo más profundo del abismo todas aquellas máscaras que utilizan a diario y tras las que se oculta una persona con sentimientos, con ideas y con pensamientos propios deseosos de salir a la luz y mostrarse tal cual son, libres de equivocarse y de admitir los errores, dispuestos para corregirlos, para aprender y para enseñar lo aprendido, sin miedo, sin vergüenza y sin cobardía.

1 Consejos, saludos, propuestas...:

Ariadna dijo...

Que cierto es todo lo que dices! (Máscara de lectora pelotera) Y que díficl acabar con este habito agotador y autodestructivo (esto ya sin máscaras)

Se acordaron de mí: