Buda (I)

lunes, 22 de octubre de 2007

Extraído del libro Buda, la novela que cambiará tu vida, de Deepak Chopra (2007)
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Los cinco monjes estaban fascinados con las palabras de Buda, pero era más que eso, esas palabras los llevaban hacia lo más profundo de su ser. Era como entrar en samadhi con los ojos abiertos. Sabían exactamente lo que Buda había descrito. Pero Assaji seguía preocupado.
–Desperdiciaría mi vida si tratara de desentrañar diez mil vidas anteriores –dijo–. Y si quieres que renuncie a esta vida como si fuera un fantasma, ¿acaso no he renunciado ya a ella convirtiéndome en monje?
–Sólo renunciaste al envoltorio exterior –dijo Buda–. Una túnica de color azafrán no te exime del deseo, y el deseo es lo que te ha mantenido prisionero.
–Ya nos dijiste eso en la montaña –dijo Kondana–. Pero en seis años jamás nos liberamos del deseo. Nuestro karma aún nos sigue y hace que obedezcamos sus órdenes.
–Y por eso he venido a buscaros a vosotros en lugar de ir primero con mi familia –respondió Buda–. Lo que os insté a hacer en la montaña fue un error. Quiero repararlo.
–No nos debes nada –se apuró a decir Assaji.
–No hablo de una deuda –aclaró Buda–. Las deudas terminan cuando termina el karma. Mi error os llevó a una trampa. Yo creí que estaba en guerra con el deseo. Despreciaba el mundo y mi propio cuerpo, que deseaba todos los placeres terrenales.
–Pero eso no puede ser un error –dijo Assaji–. De lo contrario, sería inútil hacer votos. La vida santa tiene que ser diferente de la vida terrenal.
–¿Y si no hay vida santa? –preguntó Buda. Los cinco monjes se sintieron extremadamente incómodos y ninguno contestó–. Veréis, incluso la santidad se ha convertido en alimento para vuestro ego. Queréis ser diferentes. Queréis estar a salvo. Queréis tener esperanza.
–¿Y por qué han de ser malas esas cosas? –preguntó Assaji.
–Porque esas cosas son sueños que os adormecen –dijo Buda.
–¿Qué veríamos si no estuviéramos soñando?
–La muerte.
Los cinco monjes sintieron que los recorría un escalofrío. Parecía inútil negar lo que les decía su hermano, pero era desesperanzador aceptarlo. Buda dijo:
–Vosotros tenéis miedo a la muerte, como lo tuve yo, y por eso inventáis cualquier historia que alivie vuestros temores y, después de un tiempo, os creéis esa historia, por más que haya venido de vuestra propia mente. –Sin esperar respuesta, estiró el brazo y levantó un puñado de polvo–. La respuesta a la vida y la muerte es simple. Reside en la palma de mi mano. Mirad.
Arrojó el polvo al aire; el polvo quedó suspendido como una nube turbia durante un segundo, antes de que se lo llevara la brisa.
–Pensad en lo que acabáis de ver –dijo Buda–. El polvo conserva su forma durante un instante efímero cuando lo arrojo al aire, así como el cuerpo conserva su forma durante su breve vida. Cuando el viento lo hace desaparecer, ¿adónde va el polvo? Regresa a su origen, la tierra. En el futuro, ese mismo polvo hará que crezca el pasto y se meta en un ciervo que come el pasto. El animal muere y se convierte en polvo. Ahora imaginaos que el polvo llega a vosotros y os pregunta: «¿Quién soy?». ¿Qué le responderíais? El polvo vive en una planta pero está muerto en el camino que pisan vuestros pies. Se mueve en un animal pero está quieto cuando se encuentra enterrado en las profundidades de la tierra. El polvo comprende la vida y la muerte al mismo tiempo. Así que si respondéis a la pregunta «¿Quién soy?» con algo que no sea una respuesta completa, habéis cometido un error. He vuelto para deciros que podéis ser un todo, pero sólo si os veis así. No existe la vida santa. No existe una guerra entre el bien y el mal. No existen el pecado ni la redención. Al verdadero ser que sois no le importa ninguna de esas cosas. Pero sí le importa al falso ser que sois, el que cree en el yo aparte. Habéis tratado de llevar al yo aparte, con toda su soledad y ansiedad y orgullo, a las puertas de la iluminación. Pero jamás las atravesará, porque es un fantasma.
Mientras hablaba, Buda sabía que ese sermón sería el primero de cientos. Le sorprendió que las palabras fuesen tan necesarias. Había esperado sanar el mundo con un toque o simplemente existiendo en él. El universo tenía otros planes.
–¿Cómo puedo verme como un todo cuando lo que llamo «yo» está aparte? –preguntó Kondana–. No tengo más que un cuerpo y una mente, aquellos con los que nací.
–Mira el bosque –respondió Buda–. Lo atravesamos todos lo días y creemos que es el mismo. Pero no hay ni una hoja que sea la misma que ayer. Cada partícula de tierra, cada planta y cada animal cambian constantemente. No puedes alcanzar la iluminación como la persona aparte que crees que eres, porque esa persona ya ha desaparecido, junto con todo lo de ayer.
Los cinco monjes estaban asombrados al oír esas palabras. Admiraban a Gautama, pero ahora sus creencias instaban a una revolución. Si lo que decía era cierto, entonces nada de lo que les habían enseñado podía ser verdad al mismo tiempo. ¿Que no existía la vida santa? ¿Que no existe una guerra entre el bien y el mal? Ninguno habló durante un largo rato. ¿Qué se le podía decir a un hombre que afirmaba que ni siquiera ellos existían?
–He traído conmigo la conmoción –dijo Buda–. No tenía intención de hacerlo. –Lo dijo con sinceridad, después de meditarlo profundamente, como era debido. No se había dado cuenta de que estando despierto perturbaba tanto a otra gente.
En un abrir y cerrar de ojos, con la misma velocidad con que había visto diez mil vidas anteriores, vio el problema del hombre. Todos estaban dormidos, completamente inconscientes de su verdadera naturaleza. Algunos dormían de manera irregular y alcanzaban a ver a ratos la verdad. Pero volvían a dormirse enseguida. Eran los afortunados. La gran masa de seres humanos no veía la realidad. ¿Cómo podía decirles él lo que en realidad quería decir? «Todos vosotros sois Buda».
–Me doy cuenta de que si me quedo aquí, no haré más que perturbaros más –dijo–. Así que ayudadme. Debemos idear juntos un Dharma que no atemorice a la gente. Empezando por vosotros, mis temerosos hermanos. –Los cinco monjes sonrieron y empezaron a relajarse un poco. Buda señaló los árboles en plena afloración que los rodeaban–. El Dharma debería ser así de hermoso, e igual de natural –dijo–. Si la naturaleza está despierta dondequiera que miremos, entonces los seres humanos merecen lo mismo. Despertarse no debería ser una lucha.
–Tú luchaste –dijo Assaji.
–Sí, y cuanto más luchaba, más difícil era despertar. Hice de mi cuerpo y mi mente mis enemigos. Por ese camino sólo se llega a la muerte y a más muerte. Mientras vuestro cuerpo sea vuestro enemigo, estaréis atados a él, y el cuerpo no tiene más opción que morir. La muerte jamás será vencida a menos que se vuelva irreal.
Años después, Assaji recordaría que empezó a pasar una tormenta sobre el bosque mientras Buda hablaba. Los rayos puntuaban sus palabras y le iluminaban la cara, que no era el rostro ferozmente entusiasta de Gautama, sino algo sobrenatural y sereno. Oyeron el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el techo del bosque, que creció hasta convertirse en un sonido constante, pero sobre los cinco monjes no cayó lluvia, ni siquiera una gota perdida se evaporó en la fogata. De esa manera, la naturaleza les decía que Buda era más que un hombre que había sido iluminado. Después de esa noche, los monjes lo siguieron.

...
–¿Entonces por qué tengo tantos pensamientos impuros? –preguntó Vappa, que era irritable y propenso a los arrebatos de ira, tanto que los otros monjes se sentían intimidados por él.
–No confíes en tus pensamientos –dijo Buda–. No puedes despertarte con el pensamiento.
–He robado comida cuando estuve hambriento, y hubo veces en que me aparté de mis hermanos y me di a las mujeres –dijo Vappa.
–No confíes en tus acciones. Las acciones pertenecen al cuerpo –dijo Buda–. Tu cuerpo no te puede despertar.
Vappa seguía sintiéndose miserable, y su expresión se endurecía cuanto más hablaba Buda.
–Debería irme de aquí. Dices que no existe la guerra entre el bien y el mal, pero yo la siento dentro de mí. Percibo cuán bueno eres, y eso me hace sentir peor.
La angustia de Vappa era tan genuina que Buda se sintió tentado a ayudarle. Sabía lo muy retorcida y sutil que es la mente. Podía convencer al santo más puro de que era el peor pecador, así como se puede convencer a una mujer hermosa que ve una peca en su cara de que ha perdido toda su belleza. Buda podía estirar el brazo y quitarle el peso de la culpa a Vappa con un roce de su mano. Pero hacer feliz a Vappa no era lo mismo que liberarlo, y Buda sabía que no podía tocar a cada persona viviente sobre la faz de la tierra.
–Puedo ver que te debates por dentro, Vappa. Debes creerme cuando digo que jamás ganarás –dijo Buda.
Vappa agachó aún más la cabeza.
–Lo sé. ¿Debo irme entonces?
–No, me malinterpretas –dijo Buda con tono amable–. Nunca nadie ganó la guerra. El bien se opone al mal como el sol de verano se opone al frío del invierno, como la luz se opone a la oscuridad. Están incorporados en el esquema eterno de la Naturaleza. Son la misma cosa.
–Pero tú ganaste. Tú eres bueno; yo siento que eres bueno –dijo Vappa.
–Lo que siente es el ser que llevo dentro, al igual que tú –dijo Buda–. No vencí al mal ni abracé el bien. Me aparté de ambos.
–¿Cómo?
–No fue difícil. Una vez que reconocí que jamás sería completamente bueno ni estaría libre de pecado, algo cambió dentro de mí. Ya no me distraía la guerra; mi atención podía centrarse en otra cosa. Se centró más allá de mi cuerpo, y vi quién soy de verdad. No soy un guerrero. No soy un prisionero del deseo. Esas cosas van y vienen. Me pregunté a mí mismo: «¿Quién está mirando la guerra? ¿A quién recurro cuando pasa el dolor o cuando se termina el placer? ¿A quién le contenta ser y nada más?». Tú también has sentido la paz de ser y nada más. Despierta a eso, y te unirás a mí en la libertad.
Esa lección tuvo un efecto enorme en Vappa, que decidió que su misión, durante el resto de su vida, sería buscar a las personas más miserables y desesperanzadas de la sociedad. Estaba convencido de que Buda había revelado una verdad que todas las personas podrían reconocer: el sufrimiento es una parte fija de la vida. Huir del dolor y correr hacia el placer jamás cambiaría eso. Pero la mayoría de las personas se pasaban toda la vida evitando el dolor y persiguiendo el placer. Para ellas eso era normal, y en realidad se estaban involucrando demasiado en una guerra que jamás ganarían.
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1 Consejos, saludos, propuestas...:

Morgana dijo...

Me ha encantado leer esta bonita historia. Se está convirtiendo en una costumbre que últimamente sólo lea aquello que más me conviene en cada momento.
En mi opinión, esa lucha entre el bien y el mal que se realiza en el interior de nuestro ser es inevitable; mas, a veces, cuando me relajo y me permito ser, sumergiéndome en el silencio de lo que Soy, dejan de tener sentido esas luchas; dejo de preocuparme si cada palabra que he dicho está bien o mal, o de si mis actos han sido los más correctos.
Durante toda mi vida me he preocupado por ser perfecta: las mejores notas, el cuerpo lo más en forma posible, y cuando "fracasaba" en esto, me sentía mal. Claro que a todos nos fastidia hacerle daño a otras personas, pero a veces esto es inevitable. Descubrir que a veces soy un poco mala y me apetece serlo, provocó en mí al principio una reacción adversa pero luego hizo que se produjese una fusión entre ambas partes: la "buena" y la "mala".
Estos instantes de conciencia vienen y van, por supuesto, pero intento que se queden el mayor tiempo posible para conservar la paz.
Un abrazo, seguiré viniendo por aquí.

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