Existe algo más que lo puramente visible, lo razonable, algo más que lo justamente establecido tras pasar por el filtro de los sentidos y de la lógica. Algo que desde el resurgir de la humanidad el hombre ha sabido que existía, que estaba ahí, que tenía implicaciones reales en sus vidas y en el mundo en general. Pero para que algo exista realmente hay que ponerle nombre, definirlo, dotarlo de naturaleza. Y es ahí donde no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo.
En tiempos remotos, cuando las diferentes civilizaciones se encontraban separadas por extensos océanos, inhóspitos desiertos o escarpadas cordilleras, todo resultaba más sencillo. De generación en generación iban pasando estos místicos conocimientos sobre lo inmaterial, divino, milagroso o celestial, importando poco el nombre recibido, dando por bueno lo aprendido. Eran altas enseñanzas surgidas en la antigüedad (siempre en la antigüedad), que llegaron a nuestros ancestros después de arduas reflexiones y duras experiencias sufridas. ¿Por qué cuestionar tales conclusiones que les llevaron a solucionar sus problemas con la naturaleza y a resolver sus dudas, conduciéndoles a una vida más serena, segura y en armonía con el entorno? Todo provenía de la misma raíz, no había controversia; de vez en cuando surgía algún iluminado en la misma comunidad que se atrevía a realizar modificaciones en la doctrina, generalmente pequeños cambios, que la completaban o la hacían algo más coherente con los cambios culturales sufridos. Si estos cambios eran bien admitidos por la comunidad, pasaban a convertirse poco a poco en parte de la Enseñanza. Y de esa manera, la “Verdad” continuaba transmitiéndose de padre a hijo eternamente.
Pero inevitablemente los pueblos comenzaron a crecer, a hacerse poderosos, empezaron a necesitar recursos que no poseían o, simplemente, se volvieron avariciosos. Y así fue como llegaron las conquistas, así fue como comenzaron a formarse los imperios y como las distintas civilizaciones acabaron mezclándose forzosamente. Los pueblos más fuertes dominaban a los más débiles, imponiéndoles su cultura, sus conocimientos y enseñanzas, aunque siempre recibiendo también de éstos algo a cambio que pudiese aportarles algún beneficio.
Fue entonces cuando comenzaron los problemas. Distintas “Verdades” se enfrentaban entre sí, teniendo que vencer una por fuerza, ya que la “Verdad” tiene que ser única e irrefutable, no admite el compartir espacio y tiempo con otra contraria y de diferente naturaleza y nombre. Pero la “Verdad” es algo muy elástico y moldeable y frecuentemente terminaban ambas “Verdades” fundiéndose en una sola, grande e incuestionable. Por supuesto, siempre con la necesaria ayuda del sanador tiempo. Fue así como, a pesar del auge y caída de los diferentes imperios, las enseñanzas sagradas continuaron su impertérrito camino hacia delante, creciendo, haciéndose poderosas por sí mismas, cambiando de nombres, de naturalezas, adoptando diferentes formas e imágenes... pero en el fondo, si perder su esencia primigenia y absoluta, su poder metafísico y sobrenatural sobre el espíritu de los hombres que creían en ella y la adoraban.
Pero el tiempo que todo lo puede y todo lo abarca continuó su viaje hacia el infinito y llegaron otras edades en que las fronteras se hicieron más difusas, edades en que los grandes océanos, desiertos y montañas dejaron de ejercer su influencia tenebrosa y amedrentadora. Los pueblos poderosos ya no se limitaban a guerrear entre ellos, no se imponían el uno sobre el otro, sino que pactaban alianzas, comerciaban entre ellos, obtenían beneficios con mutuos acuerdos. El mundo se hizo un pañuelo, y fueron tantas las distintas “Verdades”, todas grandiosas, incuestionables y hambrientas de adeptos, que se encontraron cara a cara de forma amistosa, que resultó del todo imposible unificarlas en una sola; tuvieron que aprender a convivir. Taoístas, budistas, hindúes, musulmanes, judíos, cristianos católicos, protestantes, ortodoxos, indígenas americanos... Monjes, curas, chamanes, brujos, rabinos, imanes, santones, curanderos, ascetas, maestros, científicos... Dios, dioses, Alá, Jehová, Tao, Verdad, Misterio, Todo, Universo, Cristo, Fuerza, Zeus, Naturaleza... Infinidad de nombres y definiciones para nombrar lo innombrable, para definir lo indefinible, cada uno de ellos con sus rituales, personajes, tradiciones y dogmas de fe, pero con una misma fuente insondable fruto de esa arcana curiosidad por conocer todo lo que se oculta tras lo indescifrable de la vida y lo oscuro de la muerte.
La convivencia no siempre es fácil. A la raza humana siempre le ha atemorizado lo diferente, lo desconocido, lo nuevo. Y es por ello que cuando nos enfrentamos a otras “Verdades” distintas a las establecidas y aceptadas por nuestra cultura y tradición, no siempre somos capaces de admitirlas como tal. Por el contrario, nos sentimos recelosos, las negamos con una autoridad que está muy por encima de nuestra capacidad de discernimiento y nos reafirmamos más aún si cabe en la “Verdad” que consideramos como propia, como nuestra, sin apenas reflexionar que “nuestra Verdad” es “nuestra” tan sólo porque nos fue impuesta en un pasado remoto y transmitida generacionalmente, sin más juicio que el propio de la educación recibida desde la inocente niñez.
Claro que esta convivencia no siempre es negativa. Gracias a la mezcla tan diversa de “Verdades”, fue posible la aparición de la duda. Muchos espíritus inquietos empezaron a albergar en sus corazones un sentimiento de conflicto entre aquello que siempre le habían enseñado como la “Verdad” y aquello otro en lo que otros creían ciegamente también como en su “Verdad”. Y este conflicto generó la esperanzadora semilla de la búsqueda en la que muchos se encuentran inmersos. La búsqueda, a pesar de saludable, no siempre tiene resultados ventajosos; a menudo puede resultar infructuosa o desesperanzadora, acabando por sendas más tortuosas e inseguras que de la que partió, de ahí que deba ser siempre la prudencia y el sentido común los que guíen los pasos a través de lo desconocido.
Los buscadores de otras “Verdades” pueden parecer a veces locos e insensatos, por salirse del camino establecido, pero no suelen ser peligrosos. Los realmente peligrosos son aquellos otros que se han acomodado a una de estas “Verdades”, a veces por intereses estrictamente materiales, otras por auténtica fe ciega y desmedida, y creen estar en posesión de la única e incuestionable “Verdad Absoluta” de todos los tiempos. Cuando estos personajes consiguen auténtico poder, se convierten en los seres más peligrosos del planeta, ya que su fanatismo los conducirá a intentar establecer sus creencias allá hacia donde puedan extender sus brazos, sin importarles las consecuencias ni los medios utilizados; para estas personas, tendrá siempre más valor un creyente muerto que un infiel vivo, con lo que no dudarán un instante en emplear toda la fuerza necesaria para establecer sus criterios, creyéndolos más verdaderos y positivos que el resto.
Y aún más peligroso es si cabe, cuando estas ancestrales enseñanzas son relegadas a un segundo plano y sustituidas por nuevas y más peligrosas doctrinas, como son la economía de mercado, el capitalismo, la fama o el poder político, por poner algunas. Modernas doctrinas nacidas a raíz de la globalización producida en todo el planeta y que tienden a olvidar por completo el poder arcano del espíritu, la valía del ser humano como individuo único e íntegro por sí mismo, amparándose en valores efímeros y pueriles, como son el éxito y la admiración de coetáneos, u otros aún más miserables, como la búsqueda de la riqueza económica y la ostentación de poder ilimitado.
En este mundo tan globalizado donde nos ha tocado vivir, donde predomina tanto el poder de la palabra y del capital, hay que huir de aquellos que se proclaman guardianes de la libertad y de la democracia y protectores de la auténtica doctrina, porque, de adquirir la confianza del pueblo, acabarán transformándose en temibles impostores dispuestos a repartir arbitrariamente libertades a golpe de metralla incluso fuera de sus fronteras y culturas. Ya ha ocurrido, está ocurriendo y nada hay que impida el que vuelva a ocurrir.
A parte de todo esto, quiero expresar mi más sincero respeto y admiración por todas aquellas personas que rigen sus actos guiados por una fe inquebrantable y verdadera hacia cualquiera de estas “Verdades”, manteniendo presente en todo momento su auténtica fuente mística e interior, siendo coherentes con su significado profundo y con sus valores éticos y morales y aceptando y comprendiendo también la existencia de otras muchas “Verdades” igual de sanadoras y revitalizantes.