domingo, 30 de noviembre de 2008
Hemos hablado anteriormente de cómo la sabiduría puede ayudarnos a educar a nuestros hijos, pero, y qué hay de nuestra educación personal y de nuestro comportamiento ante los demás. Este punto es muy importante si queremos tener unas relaciones sociales satisfactorias, imprescindibles para lograr con éxito algunos de los aspectos tratados en otros capítulos, como por ejemplo, unas buenas amistades o para triunfar en la vida.
Actuar con sabiduría es el mejor comportamiento que se puede esperar de una persona. Una persona sabia nunca se encontrará sola, siempre y cuando ésta no quiera estarlo. Siempre tendrá gente a su alrededor que la admire y que busque sus buenos consejos, es decir, atraerá a los demás hacia su persona, y lo hará de forma humilde, desinteresada, con prudencia y, prácticamente, sin quererlo.
A una persona sabia se la reconoce enseguida por su carácter apacible, sosegado, sereno; inspira confianza en todo lo que dice y hace; nunca se la oirá criticar a nadie sin necesidad, sin que con ello se logre nada positivo; nunca la veremos excesivamente preocupada, ni irritada o molesta. Suele ser una persona que sabe cómo se debe actuar en cada momento y en cada situación. En definitiva, la persona sabia contempla en su vida las cuatro grandes virtudes de las que ya hablaba el rey Salomón en sus escritos: la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza.
Pero nadie nace siendo sabio, ¿cómo podemos obtener semejante comportamiento? Básicamente con la práctica y la experiencia. El aprendizaje a través del estudio también es algo que puede ayudarnos bastante y de ahí mi interés en proporcionarles materia suficiente para dicho estudio, obtenida de la recopilación de algunos escritos publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Yo, personalmente, considero el conocimiento muy importante para la obtención de un comportamiento basado en la sabiduría. Recuerden cuando estudiábamos en el instituto y teníamos que hacer las prácticas de física o química. En primer lugar, el profesor nos explicaba la teoría a todos los alumnos por igual y, una vez aprendida ésta, pasábamos a realizar la práctica. A pesar de que la teoría había sido igual para todos, no a todos los alumnos nos salía la práctica igual; el resultado de ésta dependía de las habilidades de cada uno y de la atención prestada en la clase teórica. Pero sin la teoría, era prácticamente imposible realizar la práctica medianamente bien. Con la sabiduría puede ocurrir exactamente lo mismo. Estudiando previamente la teoría, nos resultará más sencillo llevar a la práctica los conocimientos adquiridos, ahorrándonos seguramente mucho tiempo que hubiéramos necesitado de tener que aprenderlo a base únicamente de la experiencia.
Otro aspecto fundamental a la hora de lograr un comportamiento sabio es la práctica. Tenemos que conseguir a través del hábito que todos nuestros actos estén basados en el saludable ejercicio de la sabiduría. Les pondré un ejemplo usando algo que me ocurrió hace muy poco tiempo y me sirvió para reflexionar sobre este tema.
Iba yo caminando por una calle céntrica de mi localidad; delante de mí, a unos diez o quince metros, caminaba una señora mayor con unas bolsas de plástico cargadas con algunas cosas que había comprado en el mercado. De repente una de las bolsas se le resbaló de la mano y cayó al suelo junto con todo su contenido: algunas naranjas, un bote de leche, latas de conserva, etc. Justo en ese momento, pasaban por su lado dos personas más, un hombre y una mujer de mediana edad; para mi asombro, los dos miraron lo que había ocurrido y siguieron caminando sin prestar mayor atención. Cuando yo llegué a la altura de la señora la ayudé a recoger su compra, cosa que ella me agradeció francamente diciéndome: “Que Dios se lo pague”. No es que yo crea mucho en Dios, pero tengo que reconocer que esas palabras me llenaron de satisfacción e incluso me emocionaron enormemente al ver el rostro sincero de la mujer.
En un principio me sentí muy bien porque sabía que había actuado correctamente y me indignaba el recordar a las otras dos personas que pasaron por su lado sin hacer nada. Pero reflexionando sobre lo que había ocurrido llegué a pensar que no tenía tanto mérito lo que había hecho, ya que, al encontrarme yo a unos metros de la señora, tuve tiempo suficiente de pensar en la situación y de decidir cual era la mejor forma de actuar, cosa que las otras dos personas no tuvieron. Es decir, que es más que probable que cualquiera de ellos hubiera actuado igual que yo de encontrarse en mí lugar, y viceversa. De hecho, estoy seguro, que ambos pensaron más adelante que tenían que haberse parado a ayudar a esa señora, pero claro, ya era tarde.
¿Por qué ocurre esto? Porque no tenemos el hábito de la solidaridad. Ante una situación así, no debería ser necesario pensar en qué debemos hacer, hay que actuar y punto. No hay que pararse a mirar quién está alrededor, de qué raza es esa señora, qué edad tiene, cuál es su aspecto, ni nada por el estilo; simplemente hay que hacer lo correcto y nada más. Pero para que nuestro cerebro actúe de esa manera, inconscientemente, hay que ejercitarlo previamente y, cuanto antes empecemos, antes adquiriremos el hábito. Es como cuando aprendemos a conducir; al principio tenemos que pensar donde está el acelerador, el embrague, qué hacer primero al cambiar de marcha, etc. Una vez que somos veteranos, se hace todo esto instintivamente, incluso al mismo tiempo que realizamos otras actividades como hablar por teléfono, poner la radio o conversar con nuestro acompañante.
El ejemplo descrito está referido a la virtud de la solidaridad, pero lo mismo puede ocurrir con el resto de virtudes. La persona que actúa correctamente de esta manera, sin pensarlo, de forma inconsciente, tiene un gran trecho ganado a la hora de lograr el aprecio de sus semejantes. Tal y como escribió en una ocasión el filósofo griego Aristóteles: “Las cualidades sólo provienen de la repetición frecuente de los mismos actos. No es, pues, de poca importancia contraer desde la infancia y lo más pronto posible tales o cuales hábitos; por lo contrario, es éste un punto de muchísimo interés o, por mejor decir, es el todo.”
O como también escribió el biógrafo y ensayista griego Plutarco: “Toda alma puede y debe hacer su propia educación, formar su virtud trabajando en ello de noche y de día. La pasión no es una enfermedad, sino una potencia del alma: a la voluntad, dirigida por la razón, incumbe gobernarla, ir convirtiéndola mediante una gradación de esfuerzos, en un resorte indispensable: crear, en suma, un hábito del bien.”
Dicho de otra forma, no hay que actuar sabiamente porque pensemos que es lo mejor, hay que hacerlo simplemente porque somos así. Yo sólo les puedo proporcionar la teoría, la práctica es cosa de cada uno.Para concluir este tema les dejaré con un pensamiento del filósofo alemán Immanuel Kant: “Los actos de cualquier clase han de ser emprendidos desde un sentido del deber que dicte la razón, y que ningún acto realizado por conveniencia o sólo por obediencia a la ley o costumbre puede considerarse como moral.”
Actuar con sabiduría es el mejor comportamiento que se puede esperar de una persona. Una persona sabia nunca se encontrará sola, siempre y cuando ésta no quiera estarlo. Siempre tendrá gente a su alrededor que la admire y que busque sus buenos consejos, es decir, atraerá a los demás hacia su persona, y lo hará de forma humilde, desinteresada, con prudencia y, prácticamente, sin quererlo.
A una persona sabia se la reconoce enseguida por su carácter apacible, sosegado, sereno; inspira confianza en todo lo que dice y hace; nunca se la oirá criticar a nadie sin necesidad, sin que con ello se logre nada positivo; nunca la veremos excesivamente preocupada, ni irritada o molesta. Suele ser una persona que sabe cómo se debe actuar en cada momento y en cada situación. En definitiva, la persona sabia contempla en su vida las cuatro grandes virtudes de las que ya hablaba el rey Salomón en sus escritos: la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza.
Pero nadie nace siendo sabio, ¿cómo podemos obtener semejante comportamiento? Básicamente con la práctica y la experiencia. El aprendizaje a través del estudio también es algo que puede ayudarnos bastante y de ahí mi interés en proporcionarles materia suficiente para dicho estudio, obtenida de la recopilación de algunos escritos publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Yo, personalmente, considero el conocimiento muy importante para la obtención de un comportamiento basado en la sabiduría. Recuerden cuando estudiábamos en el instituto y teníamos que hacer las prácticas de física o química. En primer lugar, el profesor nos explicaba la teoría a todos los alumnos por igual y, una vez aprendida ésta, pasábamos a realizar la práctica. A pesar de que la teoría había sido igual para todos, no a todos los alumnos nos salía la práctica igual; el resultado de ésta dependía de las habilidades de cada uno y de la atención prestada en la clase teórica. Pero sin la teoría, era prácticamente imposible realizar la práctica medianamente bien. Con la sabiduría puede ocurrir exactamente lo mismo. Estudiando previamente la teoría, nos resultará más sencillo llevar a la práctica los conocimientos adquiridos, ahorrándonos seguramente mucho tiempo que hubiéramos necesitado de tener que aprenderlo a base únicamente de la experiencia.
Otro aspecto fundamental a la hora de lograr un comportamiento sabio es la práctica. Tenemos que conseguir a través del hábito que todos nuestros actos estén basados en el saludable ejercicio de la sabiduría. Les pondré un ejemplo usando algo que me ocurrió hace muy poco tiempo y me sirvió para reflexionar sobre este tema.
Iba yo caminando por una calle céntrica de mi localidad; delante de mí, a unos diez o quince metros, caminaba una señora mayor con unas bolsas de plástico cargadas con algunas cosas que había comprado en el mercado. De repente una de las bolsas se le resbaló de la mano y cayó al suelo junto con todo su contenido: algunas naranjas, un bote de leche, latas de conserva, etc. Justo en ese momento, pasaban por su lado dos personas más, un hombre y una mujer de mediana edad; para mi asombro, los dos miraron lo que había ocurrido y siguieron caminando sin prestar mayor atención. Cuando yo llegué a la altura de la señora la ayudé a recoger su compra, cosa que ella me agradeció francamente diciéndome: “Que Dios se lo pague”. No es que yo crea mucho en Dios, pero tengo que reconocer que esas palabras me llenaron de satisfacción e incluso me emocionaron enormemente al ver el rostro sincero de la mujer.
En un principio me sentí muy bien porque sabía que había actuado correctamente y me indignaba el recordar a las otras dos personas que pasaron por su lado sin hacer nada. Pero reflexionando sobre lo que había ocurrido llegué a pensar que no tenía tanto mérito lo que había hecho, ya que, al encontrarme yo a unos metros de la señora, tuve tiempo suficiente de pensar en la situación y de decidir cual era la mejor forma de actuar, cosa que las otras dos personas no tuvieron. Es decir, que es más que probable que cualquiera de ellos hubiera actuado igual que yo de encontrarse en mí lugar, y viceversa. De hecho, estoy seguro, que ambos pensaron más adelante que tenían que haberse parado a ayudar a esa señora, pero claro, ya era tarde.
¿Por qué ocurre esto? Porque no tenemos el hábito de la solidaridad. Ante una situación así, no debería ser necesario pensar en qué debemos hacer, hay que actuar y punto. No hay que pararse a mirar quién está alrededor, de qué raza es esa señora, qué edad tiene, cuál es su aspecto, ni nada por el estilo; simplemente hay que hacer lo correcto y nada más. Pero para que nuestro cerebro actúe de esa manera, inconscientemente, hay que ejercitarlo previamente y, cuanto antes empecemos, antes adquiriremos el hábito. Es como cuando aprendemos a conducir; al principio tenemos que pensar donde está el acelerador, el embrague, qué hacer primero al cambiar de marcha, etc. Una vez que somos veteranos, se hace todo esto instintivamente, incluso al mismo tiempo que realizamos otras actividades como hablar por teléfono, poner la radio o conversar con nuestro acompañante.
El ejemplo descrito está referido a la virtud de la solidaridad, pero lo mismo puede ocurrir con el resto de virtudes. La persona que actúa correctamente de esta manera, sin pensarlo, de forma inconsciente, tiene un gran trecho ganado a la hora de lograr el aprecio de sus semejantes. Tal y como escribió en una ocasión el filósofo griego Aristóteles: “Las cualidades sólo provienen de la repetición frecuente de los mismos actos. No es, pues, de poca importancia contraer desde la infancia y lo más pronto posible tales o cuales hábitos; por lo contrario, es éste un punto de muchísimo interés o, por mejor decir, es el todo.”
O como también escribió el biógrafo y ensayista griego Plutarco: “Toda alma puede y debe hacer su propia educación, formar su virtud trabajando en ello de noche y de día. La pasión no es una enfermedad, sino una potencia del alma: a la voluntad, dirigida por la razón, incumbe gobernarla, ir convirtiéndola mediante una gradación de esfuerzos, en un resorte indispensable: crear, en suma, un hábito del bien.”
Dicho de otra forma, no hay que actuar sabiamente porque pensemos que es lo mejor, hay que hacerlo simplemente porque somos así. Yo sólo les puedo proporcionar la teoría, la práctica es cosa de cada uno.Para concluir este tema les dejaré con un pensamiento del filósofo alemán Immanuel Kant: “Los actos de cualquier clase han de ser emprendidos desde un sentido del deber que dicte la razón, y que ningún acto realizado por conveniencia o sólo por obediencia a la ley o costumbre puede considerarse como moral.”