Epílogo

sábado, 24 de octubre de 2009


Al menos, en esta ocasión, el camino se hizo algo más ameno. Por doquier nos cruzábamos con gentes a las que saludábamos o, incluso con algunos, los monjes se detenían a charlar un rato, compartiendo alimentos y lecho donde descansar, según la hora demandase. Mi desconcierto y enojo, a riesgo de parecer pesado, se produjo cuando comprobé que la carne que transportábamos iba más bien destinada a aquellas personas que nos encontrábamos y que aparentaban mayor precariedad que la nuestra. Que, por cierto, no eran pocas.
Fue entonces cuando vislumbré, levemente, una de las diversas misiones que mis acompañantes desempeñaban por aquellos parajes donde parecían pertenecer. Además de guías espirituales de la comunidad, estas personas servían de lazo de unión entre las distintas clases sociales del lugar; recibían de los que más tenían y ofrecían a los menos favorecidos.
Una labor encomiable y totalmente desconocida por mí hasta aquel momento, ya que ni tan siquiera la había visto ejercer a las personas que por vocación se les suponía, como debieran ser los hombres de ley, sacerdotes y demás dirigentes de cualquier nación....

... Pero... no.... no, perdónenme un momento.
Volviendo atrás en la lectura de mis escritos, compruebo que nada de lo dicho hasta ahora tiene fin alguno. Muchos son los textos sagrados y profanos que han pasado por delante de estos ojos ya cansados, y, en todos ellos, con independencia de la lengua utilizada en sus fonemas, cultura proveniente o lugar de procedencia, se dejaba entrever un mismo mensaje, una misma intención. De mil maneras distintas han sido dichas todas las verdades y mentiras del mundo, todas las opiniones, pensamientos, ideas o conjeturas, sin que haya nacido aún, que se sepa, persona alguna capaz de discernir entre lo verdadero y lo falso, lo exagerado o lo moderado, lo sensato y lo descabellado.
Y me doy cuenta de que nada nuevo puedo aportar yo a este maremagno sin sentido, orden ni control, de cavilaciones y demás reflexiones hechas por el ser humano durante su corta existencia por este mundo, desde que aprendió a dejar impreso todo lo que pasaba por su mente, por irracional o incoherente que fuese.
Demasiados han sido los que hasta ahora han tratado de embaucarnos con sagaces conclusiones; los que han pretendido convencernos de que sus existencias fueron las más emocionantes, increíbles o peligrosas; demasiados han querido instalar en cabezas ajenas creencias injustificadas, ideologías absurdas, ciencias controvertidas o, sencillamente, pensamientos procedentes de otras vidas que nada tienen que ver con la nuestra.
Cierto es que también se han escrito infinidad de bellas palabras, poemas inspiradísimos, textos sublimes a los sentidos. Pero, para mi pesar, no veo yo que estas modestas memorias puedan encuadrarse en tan excelsa literatura, ni tampoco era esa mi intención cuando comencé con las primeras letras.
Así que, en este punto, decido no hacerles perder más el preciado tiempo que les concede la vida, en su devenir efímero e imprevisible, aconsejándoles, si me lo permiten, que lo aprovechen en vivir sus propias experiencias, elaborar sus particulares hipótesis, errar y rectificar las veces que sean necesarias y, en definitiva, gozar del poco tiempo que les quede para presenciar, en toda su magnificencia, la grandiosidad de un mundo que no nos merecemos y que ha sido puesto a nuestra disposición en toda su plenitud.


Salgan ahí fuera y disfrútenlo.


Y, sobretodo, olvídense de este pobre guerrero que pasó por esta tierra como tantos otros lo hicieron y seguirán haciéndolo, sin pena ni gloria, ni mayor proeza que la de sobrevivir sin perder la sonrisa ni la capacidad de sorprenderse por cuanto le rodea.

Hasta siempre.


FIN

Nota del autor: Ni que decir tiene que todo el contenido de este blog está a disposición libre de todo aquel que lo desee. No será gran cosa, pero es todo lo que tengo y lo que soy.
Gracias por la fidelidad y las amables palabras.


Capítulo Catorce

lunes, 22 de junio de 2009


El viaje se prolongó durante varios días de incesante e imperturbable caminar. Afortunadamente, mis amigos poseían un arcaico conocimiento sobre las plantas y frutos silvestres que pueden servir de alimento en caso de necesidad, así como los sorprendentes lugares donde la naturaleza oculta su bien más preciado: el agua fresca; un saber necesario, cuando se viaja de forma tan precaria a como ellos lo hacían. Aunque es de entender que así debe ser, si no, otra manera de actuar diferente conduciría sus pasos por este mundo. Esta sabiduría culinaria nos fue de gran utilidad para poder mantenernos fuertes y erguidos durante la marcha, pero debo confesar que eché de menos encarecidamente las chacinas y la carne tierna del cordero joven, las legumbres con elaborados condimentos de las tierras bajas y el buen vino que solían acompañarme en mis días de peregrinaje con la caravana de mercaderes. Estas hierbas, a las que ellos llamaban comida, apenas conseguían aplacar mi voraz apetito y, mucho menos, darme el placer de la buena mesa al que me había amoldado con facilidad durante mis últimos años. Pero es lo que había, y tuve que habituarme a ello, como tantas otras veces a lo largo de mi vida hube de hacer en diferentes situaciones.

Es algo que agradezco profundamente a los hacedores: mi condición fácilmente mudable conforme la situación lo requiera. Tiempo atrás, muchos fueron a los que vi lamentarse sufridamente por no poseer esta disposición de flexibilidad en el ánimo. Y dado que la vida no es más que un ir y venir de circunstancias imprevistas, algunas incluso poco probables y sorprendentes, afortunado es aquel individuo capaz de amoldarse a los diversos devenires que su existencia le ofrece, por dolorosos e inesperados que sean.

Aún así, me alegró enormemente la llegada a un pequeño grupo de tiendas construidas con grandes lonas, medio ocultas tras la ladera de un escarpado monte que se levantaba con gran poderío ante ellas. Pertenecían a gente humilde, dedicadas casi exclusivamente al pastoreo de una especie de reses totalmente desconocida por mí hasta aquel momento, de buen tamaño para la matanza y dóciles al manejo. Más tarde pude comprobar con asombro como obtenían de ellas prácticamente todo lo necesario para llevar una vida cómoda y desahogada; pieles para cubrir cuerpos y hogares, leche en abundancia y alimentos también de sobra para mantener a toda la comunidad. Que junto con la pericia en la recolección de diversas hierbas y frutas salvajes, al igual que hacían los monjes, parecían no necesitar nada más para una pacífica existencia.

Y a pesar de no ostentar lujo alguno, a todos se les veía felices y agradecidos por cuanto poseían, ocupados en sus quehaceres ordinarios sin más pretensiones que el cumplir diariamente con la función que cada uno tenía encomendada, bien por su edad, sexo o habilidades varias. Nada que ver con el resto de pueblos y ciudades que quedaron atrás, por donde crucé con mis mulas cargadas de cuanto un ser humano podía codiciar de forma inexplicable, y que me voy a ahorrar el volver a describir, creyendo innecesario el ser tan repetitivo en asuntos desagradables. E incluso se permitían, sin ningún remilgo, celebrar festejos en días determinados, donde no faltaba la música y el baile, así como echar sus buenos ratos de ocio a cada atardecer.

Francamente, aquel lugar me dejó perplejo y maravillado. Y yo que pensaba que en mi vida de mercader errante ya lo había conocido todo... Nuevamente hube de humillarme ante lo incognoscible del universo.

La familiaridad con que los monjes fueron recibidos, me hizo comprender que no era la primera vez que pasaban por allí. Cada vecino se mostraba contento y halagado por acoger en su hogar al grupo que formábamos, algo que tuve que intuir por sus expresiones animosas, dado que el dialecto que usaban para comunicarse entre ellos aún me era del todo incomprensible. Me sorprendió gratamente el ser agasajado tan efusivamente con toda suerte de ofrendas, sobretodo por aquellas destinadas a llenar el estómago, que, dicho sea de paso, eran las más numerosas y diversas, para mi deleite; pensé que por fin se acabaron los hierbajos cocidos.

No podía entender tal comportamiento desprendido, y no dejaba de preguntarme qué recibía esta gente a cambio, teniendo en cuenta que nosotros apenas teníamos nada que ofrecer, aparte de nuestras propias personas en cuerpo y alma y, dado nuestro agotamiento tras el largo caminar, tampoco es que les hubiese sido de gran ayuda. Pero lo cierto es que me quedó suficientemente claro que aquellos monjes eran considerados gente de bien por donde quiera que pasaban, así que intuí que no me arrepentiría de haberme unido a ellos. Comprobé que pasaban largos ratos de charla con todas las familias, que se reunían a nuestro alrededor con entusiasmo, no faltando ni los más pequeños, aunque éstos sólo se limitasen a escuchar boquiabiertos todo lo que los monjes decían con lentitud y paciencia, mientras que yo me limitaba a observarlo todo con gran confusión y sin enterarme de nada, pero feliz por hallarme en un lugar tan confortable e intentando no irritarme demasiado con las miradas inquisitivas y sonoras carcajadas que se producían cuando hacían referencia a mi persona.

Pero mi contento tampoco duró gran cosa. Con gran consternación por mi parte, abandonamos aquel poblado tan sólo dos días después de la llegada, cuando apenas había repuesto de nuevo mis fuerzas y me había aclimatado al espacio. Me alentaba el hecho de haber partido bien pertrechados de buenos alimentos cárnicos y exquisitas hogazas de pan recién hecho; ya se sabe que el que no se consuela es porque no quiere.

El camino emprendido se presentaba algo mejor que el pasado; bien delimitado por el paso continuo de pesadas carretas y salpicado aquí y allá de tiendas como las que habían quedado atrás. Tan sólo un inconveniente, y no menor: nuestros pasos se dirigían directamente hacia lo más alto de la montaña. El aliento se me cortó nada más ver la subida tan escarpada que se me mostraba a la vista. No me atreví a preguntar, simplemente comencé a dar un paso tras otro, siguiendo el ritmo impetuoso que de nuevo mis guías habían tomado.

Y enfilando la mirada hacia la cumbre de aquella colosal prominencia, no dejó de embargarme una peregrina inquietud: qué extraño destino me tendría aguardado aquel lugar tan insólito y apartado.


Capítulo Trece

lunes, 15 de junio de 2009


Llegados a este punto de la narración, creo conveniente hacer una aclaración, destinada, sobretodo, al lector curioso y ávido de respuestas. Desde la obligada huída de mi país natal, poco he hablado hasta el momento de mi relación con los todopoderosos dioses creadores. Y debo decir que me parece algo de primordial importancia dejar bien claro este tema antes de continuar, ya que es de sobra conocida la relevancia que inmerecidamente tienen en el devenir de acontecimientos, el temor que todo mortal concede a dichas divinidades. El hecho de que este temor sea causado por la ignorancia o por la fe, poco debe interesarnos, lo realmente importante son las consecuencias, tanto buenas como malas, que dichas creencias reportan a este mundo y a los que en él habitamos, de las cuales, tampoco yo pude verme libre.

La larga peregrinación efectuada años atrás en pos de lucrativos negocios, me llevó a cruzar una cantidad de países y regiones de los más diversos. Ningún ser humano ocupado habitualmente en menesteres rutinarios que le obliguen a permanecer por siempre habitando un mismo lugar, podría imaginar nunca la cantidad tan inmensa de diferentes pensamientos, creencias y formas de actuar que se dan en esta tierra infinita, donde todos convivimos por igual. Debido a la limitación de mi memoria, me resultaría imposible detallar con pulcra precisión, toda la variedad de cultos y rituales destinados a las más dispares deidades que estos ojos envejecidos han podido contemplar con asombro y algo de admiración. Y aun pudiendo hacerlo, veo innecesario aburrirles con relatos que nada de interés aportarán a sus ya sobre alimentados cerebros, y que sólo conseguiría saturarlos aún más de inútiles conocimientos, algo de lo que imagino andarán sobrados.

Confieso que en un principio, durante mis primeros años como incansable viajero, mis plegarias, ofrendas y sacrificios iban siempre destinadas a aquellos viejos dioses que dejé atrás, morando en el interior de las murallas que me dieron protección durante largos años, en mi más tierna infancia y en mi periodo de soldado aguerrido y fiel. También recuerdo que, en este tiempo, trataba inútilmente de hacer ver a mis compañeros de viaje la trascendencia que este culto sagrado tendría en mi vida y en mi posterior ida hacia el misterioso Más Allá. Pude comprobar con sorpresa como la mayoría de ellos se limitaba a escuchar y asentir simplemente, pero sin hacer el menor caso a mis advertencias, o incluso muchos se burlaban de mis palabras y de mis actos, diciéndome una y otra vez que ya me cansaría de perder el tiempo.

Conforme íbamos pasando por los distintos pueblos en los que comerciábamos, pude observar el proceder habitual de mis compañeros de profesión más veteranos. Y así fue como me di cuenta de que, a pesar de que durante las marchas entre un lugar y otro, éstos no profesaban culto ni ritual alguno, al llegar a cada ciudad, se convertían en los devotos más pertinaces de la deidad de turno, adoptando la fe que en aquel lugar concreto acostumbrasen y dando a entender a los confiados ciudadanos y clientes que tenían las mismas tradiciones y creencias que ellos.

Es de comprender que, al principio, todo esto me pareció extraño e incomprensible. Me resultaba algo de lo más absurdo, además de inútil; pensaba que ningún dios podría tomarlos en serio obrando de tal manera, mudando una y otra vez en sus credos y afirmaciones. De esa forma, jamás podrían obtener salvación alguna para sus espíritus errantes, ni favor alguno que les compensara semejante gasto.

No hubieron de pasar muchos años cruzando diferentes regiones para comprender aquella conducta tan arbitraria. Como ya habrán podido adivinar los avispados lectores, tal manera de actuar tan sólo iba destinada a agasajar a los crédulos habitantes del lugar concreto en el que nos encontrásemos, propiciando de esta forma mejores ventas y, en consecuencia, mayores beneficios. Así de simple, aunque muchos se engañasen a sí mismos justificando este comportamiento con la necesidad no escrita de alinear costumbres propias con las de los anfitriones extranjeros que te ofrecen gentilmente hospedaje, en pos de una convivencia pacífica y cordial. Algo que es de sentido común, a pesar de que no todos parecen querer entenderlo. Pero como decía, en lo que respecta a creencias y cultos, nada debe desviarnos de nuestra sincera opinión, ya que nada hay que pueda interferir en ellos cuando son firmes y honestos, porque de ser así, ningún daño pueden afligir al resto de seres vivientes, aun sin ser compartidos.

Al menos es lo que pienso a día de hoy, porque tengo que confesar que, con el tiempo, también yo me dejé arrastrar tan vilmente, actuando como lo veía hacer al resto de compañeros, engañando y persuadiendo a los posibles compradores sobre mi parecer en lo referente a la fe cultivada y ejercitada, con el firme propósito de obtener su confianza y su oro. Y debo decir, sin ánimo de buscar admiración ajena, que se me llegó a dar bastante bien el artificio en esos menesteres mencionados.

Tanto fue así, que mis viejos protectores no tardaron en caer en el más remoto de los olvidos, para engrandecimiento de mi bolsa y empobrecimiento de mi alma. Y no crean que pretendo insinuar que aquellas antiguas deidades fuesen mejor o peor que aquellas otras veneradas por diferentes culturas; no es eso. Como ya he dejado ver en anteriores ocasiones, lo que realmente considero de importancia no es la creencia en particular que se profese, sino la honestidad con que se haga, y el daño o beneficio que su práctica reporte al espíritu propio y ajeno. Este es mi pensamiento mientras grabo estos caracteres, dado que me veo incapaz de afirmar cual es la verdad o el engaño que se oculta tras tanta oración y tras tal variedad de credos distintos.

Pero no adelantemos acontecimientos y prosigamos con la narración de mis devenires.

Al haberse habituado mi subconsciente a este mudar de opinión en lo referente a los todopoderosos, nada me hizo sospechar que, con mis nuevos compañeros de viaje, algo fuese a cambiar en mi proceder. Y de esta manera, ni tan siquiera llegué a cuestionarme sobre los hábitos litúrgicos que esta gente mostrasen, y que me eran desconocidos al momento de salir de aquella cueva que nos protegió de la tormenta. Tal era mi confianza en mi larga experiencia engañando al prójimo y a mí mismo en lo que respecta al sentir más profundo de nuestra mente.

En aquel momento no llegué a caer en la cuenta de que nunca había visto a estos personajes, ni a otros parecidos, ofreciendo sacrificios ni ofrendas a deidad alguna, como era lo habitual en el resto de seres humanos. Como ya he dicho anteriormente, no solía fijar mi atención en personas que no me fuesen a reportar beneficio económico, así que nunca les dediqué ni un solo instante de mi preciado tiempo. Sí es cierto que recordaba haberlos vistos durante tiempo indefinido sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, formando círculo o en solitario, sin hacer absolutamente nada en apariencia; pero esto sólo me llevó a pensar que descansaban tras una larga caminata o, a lo sumo, que era una extraña forma de dormir, sin dar más ni menos importancia que al resto de costumbres insólitas que sólo ellos exhibían.

Hasta entonces.

Durante la pesada marcha que emprendimos tras abandonar la caravana, subiendo y bajando escarpadas laderas, atravesando ríos pedregosos y bosques sombríos, también pude comprobar como, en las horas de mayor oscuridad, cuando morábamos bajo la penumbra de cualquier saliente montañoso o entre la más lúgubre de las arboledas, continuaban con tan extraño proceder, concediendo más horas a esta práctica de sentarse en quietud que al reparador sueño tendidos sobre la hojarasca, como hacía yo.

Con el mayor respeto que siempre mostré hacia pareceres diversos, no quise ser imprudente interrogándoles sobre tales hábitos tan prontamente; en los escasos momentos que disponíamos para el descanso, bastante tenía yo con dormir cuanto pudiese como para andar entrometiéndome en asuntos ajenos a mi incumbencia. También agradecía el hecho de que ellos no me obligasen a hacer nada que yo no comprendiese ni desease, lo que me dio confianza desde un primer instante, ya que la mutua tolerancia es algo que considero de vital importancia para la pacífica convivencia entre seres de distinto provenir.

Pero era de esperar que mi imperturbabilidad alcanzase tarde o temprano ese punto donde la prudencia, o la dejadez, es aventajada por la curiosidad. Tras varios días de imparable marcha, y aprovechando un alto en el camino para comer, me atreví a interrogar a uno de ellos, al que llamaban Shirtam, por el ritual descrito con anterioridad, en el que todos permanecían en el más absoluto de los silencios e imperturbables como piedras en el remanso del río; quise saber qué sentido tenía para ellos tal proceder. En aquel instante en el que mi mente era pura confusión, su respuesta no hizo más que ofuscar aún más mi precario intelecto, para mayor desolación mía:

No quieras saber lo que no se puede expresar con palabras.”

Y cuando traté de insistirle sobre mi sincero y sano propósito por obtener conocimiento, tan sólo logré sacarle otra exigua réplica:

Únicamente la práctica logrará abrir tu conciencia.”

El escaso tiempo que dedicábamos al necesario alimento no me permitió continuar con el interrogatorio, aunque ya algo me decía que tampoco podría esclarecer mucho mis dudas por ese camino, y que sólo la pura observación, una paciencia infinita y una inquebrantable perseverancia terminarían por descubrirme esos oscuros secretos que albergaban bajo los sesos rapados de estas criaturas tan curiosas.


Capítulo Doce

lunes, 8 de junio de 2009

Aquel encuentro fortuito en la humedad de las cavernas mientras arreciaba la tormenta y aquellas palabras concisas, sólo fueron la llave que abrieron en mi alma la esperanza de un mundo diferente y mejor, la consigna que hizo brotar en mi aletargada mente todo un aluvión de preguntas sin respuestas que hasta entonces ni me había planteado, al menos conscientemente. Con el tiempo transcurrido a mis espaldas, he dejado de ver aquel acontecimiento como un comienzo para empezar a entenderlo como algo que tenía que llegar, un paso más en mi arduo caminar por este mundo incomprensible. Pero sea como fuere, lo que sí es seguro es que supuso un cambio radical en el modo de vida que hasta entonces había llevado. Un cambio más de tantos, aunque uno muy importante.

Le pregunté a aquel hombre si me permitirían acompañarlos a donde quiera que fuesen. Su respuesta no podía ser otra: “¿Y por qué no?”. Fue el preciso momento en el que dejé de ser un desahogado comerciante ávido de riquezas y expectativas futuras, para convertirme en un sumiso discípulo, pobre como la ratas y sin mayores perspectivas en la vida que las de la siguiente comida. Una locura.

Como sospecharán, el despachar todas mis pertenencias no me resultó nada difícil. En un primer término lo vendí todo a buen precio, como correspondía al hábil comerciante en el que me había convertido. Debo reconocer que incluso en aquellos momentos de incertidumbre no pude evitar el seguir comportándome como el mercader sagaz y prudente que llevaba siendo durante tantos largos años, siendo incapaz de desprenderme de ninguna de mis posesiones sin antes regatear un precio justo; justo para mí, se entiende.

El resto de compañeros acudieron a mí como las moscas al altar de sacrificios en cuanto les llegó la noticia de mi retirada del oficio. No comprendían mis motivos, claro que tampoco daban mucha opción a explicarlos debidamente, sus preocupaciones se centraban básicamente en hacerse con las mejores piezas que cargaban mis mulas al precio más ventajoso para ellos. Tampoco les importaba mucho el impulso que me conducía a cometer semejante locura, a pesar de las falsas palabras con las que se dirigían hacia mí en un fugaz y vano intento por convencerme de que todo aquello no eran más que tonterías mías de las que me arrepentiría más adelante. Al mismo tiempo me quitaban de las manos, prácticamente y con rapidez felina, lo que ellos codiciaban, supongo que temerosos de que mi arrepentimiento se produjese antes de lo esperado por ellos.

Todo fue para nada. Mis esfuerzos por obtener el máximo beneficio posible fueron inútiles. “Todo ese oro conseguido será una pesada carga que tan sólo servirá para retener tu marcha, viajero”, me espetó cruelmente mi nuevo amigo, después de haber estado prudentemente observándome desde la distancia. Supongo que le resultaría divertido el ver mis trajines innecesarios con mis antiguos colegas de profesión. Ni tan siquiera permitió que me quedase con algunas de las mulas que me facilitase el camino, algo que no pude olvidar durante demasiadas jornadas de dura marcha entre las rocas afiladas y que hubieron de pasar muchos años para que comprendiese.

Por supuesto, él no llegó nunca a prohibirme nada de forma tajante, lo hacía tácitamente, sin apenas palabras, casi con miradas y gestos, pero de una forma clara y contundente: o seguía sus reglas, o volvía mis pasos por donde había venido. No había otra opción. Fue lo primero que aprendí en su compañía, pero no lo último.

Despojarme del dinero conseguido resultó aún más sencillo, como supongo imaginarán, aunque a mí me costó la misma vida deshacerme con tanta facilidad y premura de cuanto había conseguido durante años de duro trabajo y largo caminar. Aquello fue el colofón que necesitaban mis antiguos compañeros de viaje para convertirme en el blanco despiadado de sus burlas y comentarios. Siempre después de haberse hecho con su parte del botín, claro está. Comprenderán que no sentí ninguna lástima de perderlos de vista después de aquel episodio tan humillante.

Afortunadamente no hube de aguatar por mucho tiempo sus divertidas miradas inquisidoras y atrevidas, con las que apenas disimulaban sus pensamientos arrogantes, como los de aquellos que se creen poseedores de la única e incuestionable verdad sobre la que se sustentan los pilares de esta realidad en la que estamos todos inmersos. Ahora comprendo la ignorancia que los movía a actuar así, pero por entonces, cuando la suprema duda aún albergaba en mi espíritu, no dejaba de atormentarme la idea de estar conduciendo mis pasos por terrenos demasiado resbaladizos para mi débil carácter.

Fue una suerte que el cielo aclarase prontamente, permitiéndonos a todos continuar el camino, cada cual por su senda, y alejándome para siempre de la tentación rebelde de dar marcha atrás a todo lo decidido y ejecutado en los últimos días. De nuevo la fortuna volvió a aliarse en mi favor.

No tardamos mucho en alejarnos de la caravana; nuestros pasos seguían senderos demasiado sinuosos y estrechos como para ser tomados por las rudas bestias de carga que acompañaban a los mercaderes. A mis nuevos amigos parecía no importarles en absoluto las dificultades que podía acarrear el transitar por caminos poco habituales para el ser humano y apenas perceptibles para ojos ufanos, como por entonces eran los míos. También advertí, para mi desconcierto, que a ellos tampoco les incomodaba nada la extrema dureza del empedrado, a pesar de sus precarios calzados de lona, ni el atajar a través de colinas demasiado escarpadas incluso para las mulas, aunque los escuálidos cuerpos que ocultaban bajo sus ropas escarlatas pareciesen decir lo contrario. En definitiva, y para mi pesar, se limitaban a tomar las rutas más directas que le condujesen a su destino, fuese éste cual fuese, y que en un principio era todo un misterio para mí.

Durante las primeras horas de marcha, los obstáculos y contratiempos que parecían entorpecer únicamente mi camino, me impidieron observar algo que más adelante, cuando me percaté de ello, me resultó sorprendente: llevábamos casi media jornada de marcha sin parar ni para tomar agua y no se habían dirigido ni un solo comentario entre ellos, simplemente caminaban uno tras otro con la cabeza gacha y siguiendo un mismo ritmo frenético, como si de un solo ser se tratase. En mi vida había visto nada igual. Y por más que yo intentaba no romper la perfecta armonía de la formación, menos lo lograba, dado que mis pies estaban demasiado habituados al cómodo caminar de los animales que formaban la caravana por terrenos allanados y bien señalizados.

Aún no sé qué es lo que más me exasperaba en aquellos primeros días de mi nueva vida, si la fatiga y el cansancio físico que parecían afligirme tan sólo a mí, o el desesperante silencio que embargaba nuestra caminata. En todo mi largo transcurrir por este mundo, hasta entonces no había conocido un silencio parecido hallándome entre semejantes, tan absoluto, difícil de describir. Pero para que intenten hacerse una frágil idea, les diré que ni tan siquiera el contacto de sus pies por el suelo emitía el más leve murmullo.

Y de esa manera fueron pasando los días: caminando hasta la extenuación, comiendo lo preciso y descansando lo inevitable. Aún no sé como pude soportarlo.


Capítulo Once

lunes, 1 de junio de 2009

Pudiera parecer, por todo lo expuesto, que la vida errante del comerciante no sea proclive a la rutina y al aburrimiento, de hecho, fue capaz de mantenerme durante largos años con la mente despierta y libre del pesaroso tedio. Pero bien conocida es la tendencia de la raza humana a adquirir hábitos estables y monótonos, convirtiendo la existencia en un simple transcurrir del inefable tiempo, viendo crecer y encoger lunas, florecer y marchitar semillas y, en definitiva, acomodándose al paso sereno, pero tenaz, de las estaciones.

También yo, como simple ejemplar de mi especie, al cabo de los años, llegué a caer en semejante suerte, viendo correr los días uno tras otro sin más inquietud en el alma que la de hallar nuevas formas de engañar al ingenuo comprador, con el honroso fin de obtener más ventajas por las transacciones entre ambos, haciéndole creer que siempre es él el beneficiado en el intercambio.

Pero, al parecer, el germen de la audacia y el espíritu intrépido que albergó en mi corazón durante mi juventud, aún permanecía latente y a la espera de nuevas oportunidades donde dejarse sentir. La ocasión que le indujo a emerger de su paciente letargo llegó en uno de los innumerables viajes de la caravana a través de los escarpados montes que dividían países y culturas.

Las nieves de la estación invernal estaban castigando nuestro paso por los elevados riscos algo más de lo habitual, obligándonos a detener la marcha una y otra vez. En una de estas paradas obligadas, quiso la fortuna, o el indeciso destino, que se cruzase en nuestro paso un pequeño grupo de extraños monjes peregrinos y decidiesen pernoctar en nuestra compañía.

No era la primera vez que veía gente de semejante índole; solíamos tener frecuentes encuentros con personas de este tipo, tanto por los diferentes caminos que transitábamos, como en las distintas ciudades y pueblos por los que comerciábamos. Pero siempre se trataban de encuentros fugaces, no era gente que le gustase alternar con mercaderes, solían vivir de manera precaria y no eran amantes de alardes ni extravagancias, como lo son el común de los mortales. Así que tampoco nosotros les prestábamos la menor atención; simplemente nos parecían criaturas extravagantes, e incluso grotescas, dado el comportamiento tan inaudito que solían mostrar, viviendo con lo justo y necesario para mantener erguido el cuerpo dispuesto para la marcha, humillándose constantemente ante sus iguales o mostrando una incomprensible compasión por los desconocidos que sufrían aún una mayor pesadumbre.

Por aquel entonces, mi ánimo ya se encontraba presto al cambio. Como hice ver anteriormente, el tedio había hecho mella en mi espíritu de tal manera, que incluso mis carnes comenzaban ya a abultarse por rincones de mi cuerpo que hasta ese momento me eran desconocidos. Habían sido varias las veces en las que me sorprendí imaginando escenas del más que posible futuro que me aguardaba de seguir aquella vida nómada y entregada por completo a la obtención de riquezas. Algo nada difícil, ya que muchos de mis acompañantes eran personas bien entradas en años y con muchos caminos polvorientos en sus sandalias; gentes que habían visto morir a muchos de sus camellos de puro cansancio y capaces de vender al mejor postor la más hermosa de sus hijas a cambio de un puñado de oro sangriento. Sinceramente, no me apetecía en absoluto acabar mis días envuelto en paños de fina seda y rodeado de esclavos sumisos y deseosos de ver mi final.

Reconozco que el lujo y la holganza que mi modesta fortuna podría haberme aportado, me tentó en ocasiones a instalarme en alguna de las muchas ciudades por las que comercié. Por supuesto tendría que ser una donde la paz y la concordia entre vecinos imperase sobre todas las cosas; ¿de qué podría servir la comodidad de un hogar confortable sin disponer de un mínimo de seguridad? Pero he ahí donde radicaba el problema precisamente. Mi hasta entonces largo transcurrir por el basto mundo me había mostrado en demasiadas ocasiones que ese lugar deseado por mis pretenciosos anhelos, simplemente no existía. Una certeza que el tiempo aún no me ha hecho mudar, por cierto. Todos aquellos lugares por los que cruzaba con mis posesiones, me presentaban siempre la misma escena de pesadumbre: familias enteras viviendo en la más formidable de las opulencias coexistiendo con otras muchas que apenas disponían de un mendrugo de pan que llevarse a la boca. No era necesario llegar a ser ningún sabio erudito para caer en la cuenta de que aquella situación tenía la misma fragilidad que un solitario junco azotado por el terrible viento del este. De hecho, en más de una ocasión me vi obligado a recordar mis antiguas artes de soldado para poder salir airoso de algún violento trance provocado por la irrevocable necesidad de sobrevivir que tenemos todos los seres vivos, incluidos aquellos que, por su mala fortuna o ineptitud, se encuentran hundidos en la más pesarosa de las miserias. Y por si fuera poco el peligro constante que suponía para un rico comerciante jubilado el vivir rodeado de pobreza y gente mendigante, también había que contar con todos aquellos que acostumbraban a buscarse el sustento a costa del trabajo ajeno o, mejor dicho, aquella gente cuyo trabajo consistía en burlar las sagradas leyes del justo comercio, que no eran otras que las que invariablemente aseguraban al mercader su beneficio en cualquier circunstancia, para su provecho propio. Algo intolerable.

En fin, creo que he dejado bien claro al sufrido lector de estas mis memorias, las diversas razones que me condujeron a actuar como a continuación paso a relatar.

Aquellos monjes llegados de tierras extrañas y con destino incierto, tuvieron a bien acomodarse entre nosotros en el interior de las húmedas cavernas que nos servían de refugio provisional. Arreciaba un temporal de frío y nieve que hubiese tumbado a la más terca de las mulas que nos acompañaban, así que la espera se antojaba larga, aunque no pesarosa; a todos nos venía bien un merecido descanso, sobretodo a las bestias de carga, y ya habíamos dejado atrás suficientes situaciones similares como para afligirnos por una más, que no prometía ser mucho más grave que cualquier otra pasada. E incluso me atrevería a decir que para muchos, estas eventualidades, suponían motivo sobrado de euforia, ya que eran bien aprovechadas, no sólo para el justo descanso, sino además para entablar amenos debates alrededor de la lumbre, contar antiguas historias siempre novedosas para los más jóvenes, cambiar de manos algunas monedas por medio de ancestrales juegos de azar o, simplemente, para reflexionar profusamente acerca de lo humano y lo divino, aprovechando la soledad de algún rincón oscuro, como era mi caso en aquellos momentos.

Creo haber relatado ya con suficiente detalle el estado de ánimo en el que se encontraba mi conciencia como para que el lector pueda comprender qué tipo de fuerza invisible e inexplicable hizo que mis pasos condujesen a mi cuerpo obnubilado hacia donde se encontraba descansando el grupo de monjes mencionados. Así, sin percatarme de ello, con la mente inundada por pesarosos pensamientos desafortunados, vine a recostar mis carnes plomizas a escasos metros del lugar donde uno de aquellos extraños personajes se encontraba, y desde donde me observaba con su penetrante mirada.

Las primeras palabras que salieron por su boca dirigidas hacia mí, sonaron como el aliento de un tierno bebé sumido en un sueño profundo, apenas imperceptibles, pero aún así, se clavaron en mi mente cual daga en el gaznate de la bestia destinada al sacrificio, quedando impresas hasta el día de hoy en la parte más lúcida de mi avejentado cerebro. “Que el espejismo de tus días venideros no enturbien la única realidad que existe, viajero”, fueron sus enigmáticas palabras. No sabría decir con exactitud si fueron estas extrañas palabras, el tono de voz con el que fueron pronunciadas o la serena mirada y la quietud de su sonrisa lo que me hicieron abandonar mi estado de ausencia para concentrar mi atención plena en aquel personaje; lentamente volví la cabeza hacia él y decidí ceder a su encanto.

La pregunta era evidente: “¿Y cuál es esa realidad única existente?”.

Se la formulé casi sin pensarlo, hipnotizado por su presencia, conmovido por la calidez que emanaba, prácticamente sin ser consciente de lo que hacía. La sencillez de su respuesta podría parecer una banalidad, algo incoherente, incluso, pensará el avispado lector: “el momento”, fue su lacónica contestación. Pero esta dos breves palabras supusieron para mí el comienzo de una nueva y deslumbrante vida por este mundo inconmensurable. Al menos eso pudiera parecer, a la vista de los acontecimientos que desembocaron a partir de aquel mágico instante, pero a mí me gusta pensar que todos y cada uno de mis días pasados me condujeron sin remedio justo a ese momento, el cual, a su vez, me trajo derecho al cómodo sillón desde donde hoy día escribo estas líneas con el fin de perpetuar en una memoria efímera las experiencias, pensamientos, reflexiones, sinsabores, inquietudes y amarguras de un humilde ser humano que pasó por este mundo sin más pretensiones que las de vivir dignamente y morir de la misma manera.


Capítulo Diez

lunes, 25 de mayo de 2009


Pasé algunos años dedicándome a esta necesaria actividad de vender y comprar mercancías. Durante este tiempo, conocí muchas y diferentes ciudades, atravesé desiertos inhóspitos, ascendí altísimos montes intransitables, crucé espesos bosques y selvas plagadas de extrañísimas criaturas salvajes y navegué por mares repletos de peligros y maravillas. Infinidad de lugares que me eran totalmente desconocidos y que me hicieron comprender la inmensidad tan absoluta e inabarcable de esta tierra que nos da la vida, así como la insignificancia del ser humano en todo este misterio de la creación, accesible sólo para las también misteriosas deidades y sus caprichos temporales e incuestionables.

Al mismo tiempo, también conocí una diversidad de personas como nunca antes ni después me había ocurrido. Pude comprobar como, dependiendo del lugar, las distintas poblaciones poseían también distintas costumbres; adoraban divinidades de toda índole, ofreciéndoles cultos, ofrendas y sacrificios que antes jamás pude haber imaginado; vestían con ropajes de lo más diversos, se alimentaban con productos diferentes, se entretenían con juegos y otras distracciones variadas... En definitiva, cada pueblo había desarrollado su propia cultura, y, cuanto más se alejaban los unos de los otros, más insólita y diferente iba resultando.

Aunque había algo que a todos los unía, y era el deseo y la necesidad de adquirir productos nuevos y de otros lugares. De ahí la altísima importancia que alcanzó la actividad del comercio, llegando incluso a influir firmemente en la actuación de determinados gobiernos, reinados y templos sagrados.

Recuerdo que al principio era incapaz de comprender como tantas personas intercambiaban las monedas, que tanto sudor les habría costado conseguir, por objetos aparentemente inútiles o repetidos. Veía a cientos de mujeres ansiosas por adquirir más y más vestidos y artículos sin otra utilidad que la de decorar casas y cuerpos, hombres sudorosos dispuestos para la lucha si no encontraban una determinada herramienta para su labor, a pesar de existir muchas otras que realizaban la misma función, o algún elixir desconocido que consiguiese embriagarlos más aún que los ya conocidos. Niños, jóvenes, adultos o ancianos, de distintas razas, credos y culturas corrían por igual a la llegada de las caravanas que venían cargadas de mercancías de lo más dispares. Un frenesí caótico que se apoderaba sin remedio de cada alma, de cada cuerpo y de cada mente, en cualquier lugar de este mundo conocido.

El tiempo me ha ayudado a discernir sobre la necesidad de esa vorágine consumidora en el desarrollo y prosperidad de las distintas civilizaciones, aunque sea a costa de la pérdida de identidad y de libertad del individuo. En teoría podría parecer que el bien común prevalece sobre el individual, pero la práctica es bien diferente, ya que sí que existen siempre individuos particulares que salen muy bien beneficiados de este sistema a costa del resto. Pero como yo mismo fui uno de aquellos que supieron aprovecharse de la situación, debo decir que este aspecto de la naturaleza humana, que la hace mostrarse en todo momento ávida de emociones nuevas y curiosa hasta la saciedad por todo aquello que desconoce, es sumamente ventajoso para el devenir futuro de pueblos y ciudades.

Soy consciente de que si mi situación fuese la contraria, viéndome postergado al lugar del pobre productor de bienes y utensilios, obligado de por vida, por su condición avariciosa, envidiosa e ignorante, a tener que consumir y adquirir toda clase de objetos a costa de su salud y esfuerzo, malgastando la que podría ser una vida de dicha infinita, digo que, si esa otra hubiese sido mi condición, con toda probabilidad ahora, en mi edad postrera, opinaría algo completamente diferente y opuesto a lo ya expresado. Espero sinceramente que nadie se escandalice ni me juzgue severamente por tal afirmación, porque sabido es por todos que la opinión es mudable como las estaciones del año, y que son las circunstancias particulares de cada uno las que conforman tal o cual idea en su mente.

Y no vayan a pensar tampoco que yo pude librarme de semejante locura materialista, porque tengo que confesar que también mi ego, prácticamente virgen de placeres mundanos hasta aquel entonces, fue víctima de aquella fiebre derrochadora y devoradora del espíritu verdadero y trascendental del ser humano.

Al contemplarlo desde la distancia que conceden los años, y con los cambios sufridos por mi naturaleza durante este tiempo reparador, me resulta difícil explicar qué especie de ser extraño, a modo de parásito exterminador, se apoderó de mi mente inexperta hasta convertirla en lo que fue: una máquina insaciable de bienes materiales y efímeros. Aún me avergüenza el recordar los extremos a los que fui capaz de conducir mi joven cuerpo, abandonándolo sin escrúpulos a toda clase de placeres profanos por el simple hecho de que podía permitírmelo, sin pensar ni por un momento en las consecuencias futuras que tales acciones frenéticas podían deparar en mi cuerpo y en mi ser.

Sí, ya sé que podría excusarme en la insensatez de la juventud y el desconocimiento por la falta de experiencia, pero.... esos pensamientos no terminan de reconfortar del todo mi atormentado espíritu. Por aquel tiempo, mi cuerpo ya había padecido toda suerte de penalidades y mi mente conocía sobradamente el auténtico dolor, muy al contrario de la mayoría de personas de mi edad con las que me crucé en mi camino. Y sin embargo, me vi incapaz de vencer aquel monstruo de la avaricia que tanto daño infringe en las almas ufanas y sedientas de novedad.

Mi único consuelo podría ser la ignorancia, al tratarse de algo novedoso, ciertamente, pero mi conciencia me impide no tener en cuenta el hecho de que yo veía a mi alrededor, desde el primer día, a toda clase de individuos mayores y más experimentados que yo, y con las carnes flácidas, los cuerpos enfermizos y las mentes afligidas en todo momento a causa de los excesos cometidos durante años de placeres ilimitados. Aún no entiendo cómo no pude darme cuenta antes, cayendo también en la misma trampa, cometiendo los mismos errores. En verdad el ser humano es una especie extraña e incomprensible, capaz de aprender de las más diversas criaturas que crecen sobre la tierra, pero incapaz de hacerlo de los semejantes que les son más cercanos.

Ahora que lo pienso, creo que será mejor dejar dicho en este mismo instante a qué tipo de placeres vengo a referirme al hablar de ese modo tan despectivo, no vaya a pensarse nadie que el tiempo me haya convertido en un huraño asceta, alejado de todo aquello que huela a civilización o humanidad; nada más lejos de la realidad.

Paso a enumerarlos, por si estos pergaminos llegasen a caer en manos de algún extraño ser capaz de aplicarse en las lecciones de la vida por experiencias ajenas. En primer lugar habría que mencionar los placeres del buen comer, tan difíciles de renunciar cuando la bolsa se encuentra bien repleta de oro y plata. Durante todo ese tiempo de pujanza, quise compensar a mi estómago por la carne que no pudo engullir en sus años mozos, cuando los animales sacrificados iban destinados, en su mayoría, a buscar el favor de las siempre insatisfechas deidades o, en su defecto, a seguir abultando aún más las panzas de sus más fieles seguidores, los sacerdotes. Pero la naturaleza no entiende de semejantes equilibrios, así que acabé yo también luciendo una enorme y pesada barriga, no demasiado práctica para las largas caminatas atravesando desiertos y subiendo montañas.

También los excesos con el vino y la cerveza me traen a la memoria un sinfín de noches interminables y amaneceres amargos, envueltos en la mayor pesadez imaginable y los más molestos dolores de cabeza que un ser humano pudiera soportar. Tampoco en este menester fui capaz de aprender la lección de tiempos pasados, en aquellos años de juventud, cuando reyes depravados utilizaban el poder embriagador del alcohol para sembrar el olvido en las mentes de sus ignorantes súbditos. Nunca sospeché que acabaría terminando igual voluntariamente, con todo mi sentido puesto en la tarea, en busca de un supuesto placer y pagando por ello; lo que no deja de colocarme en una posición de ignorancia aún más baja de la que tenía por aquel entonces.

Pero quizás el más imperdonable de todos los errores cometidos en aquella etapa de mi vida, en la que me vi rodeado de toda clase de lujos y delicias a mi alcance, fue el goce inmoderado al que sometí mi virilidad masculina. Y conste que no pretendo insinuar que semejante disfrute pueda ser perjudicial para la salud, no, a pesar de lo que muchos seguidores de determinados dioses quieren hacernos creer. Cuando el cuerpo es joven y la salud vigorosa, nada mejor que ejercitarlo convenientemente en las artes de alcoba. Si me lamento tan angustiosamente de algún error cometido, no es más que porque esta incontinencia sexual mía me condujo sin remedio a la más completa soledad en días venideros, cuando bien me hubiese gustado disfrutar de la compañía de una buena esposa, fiel y trabajadora; e incluso no descarto el haber sido feliz también viendo crecer algunos retoños, fruto de mi estirpe, y con los que hubiese podido contar en el futuro para la continuidad y prosperidad del negocio, como veía hacer a tantos otros compañeros de viaje. Pero como digo, cuando me llegó ese tiempo, no tuve la conciencia despierta ni el suficiente entendimiento para comprender la importancia de una compañía femenina permanente, a pesar de las muchas que se cruzaron por mi camino, y que me consta que más de una pretendió calentar mi lecho por tiempo indefinido. Mi labor peregrina en busca de nuevos productos que agradasen a los ingenuos ciudadanos, también dificultó el encuentro de un amor duradero, y facilitó por el contrario la abundancia de escarceos efímeros que, a la larga, sólo consiguieron engañar a mi incontenible ego, resultando en el aislamiento al que me he visto abocado de por vida.

Es cierto que, con el correr de los años, no es algo que me aflija en demasía, ya que mis días se han ido adaptando a esta vida en soledad, y en la actualidad me siento satisfecho por todo lo obtenido y vivido; pero no dejo de pensar cuan diferente podía haber sido mi destino de haber hallado en su momento una mujer buena con la que compartir mi solitaria existencia. Aunque no es menos cierto que, de haber sido así, la incertidumbre de ese otro nuevo designio diferente al acontecido, me hace imposible prever la dicha o el infortunio al que me hubiese conducido tal ventura, con lo que concluyo en la inutilidad y pérdida de tiempo que supone el alumbrar diversos devenires en la vida de cualquier ser humano.

Pero ni tan siquiera esta última reflexión puede impedir que mi espíritu se sienta algo abatido al especular sobre posibles vidas pasadas, tal es la incomprensión que poseemos sobre la siempre sorprendente mente humana y su impenetrable funcionamiento.

En este estado actual de zozobra al que me han conducido mis ulteriores palabras, inesperado a estas alturas de mi vida, me veo incapaz de continuar sermoneando al insufrible lector sobre tales o cuales perjuicios y desdichas, así que resumo todo lo dicho con anterioridad aconsejando a todo aquel que quiera ser aconsejado sobre la justa medida en que deben ser tomados todos y cada unos de los goces y placeres que ante nuestra vista se nos presenten en nuestro arduo camino por esta tierra inmisericorde. Justa medida que deberá ser deducida por cada cual según sus circunstancias, líbrenme los dioses de tener que decir a nadie lo que hacer con su vida, sobretodo tras expresar las dudas que albergo sobre mis actos pasados y presentes. Lo que sí me atrevería a decir, sin ánimo de parecer pretencioso, es la valía que puede llegar a alcanzar el alma humana cuando sus sentidos se encuentran completamente abiertos al paraíso que la naturaleza nos ofrece continuamente, en cualquier lugar en el que nos encontremos. Tal conocimiento, por sí solo, puede hacernos sentir las personas más dichosas de la creación, reemplazando por completo a cualquier otro placer mundano obtenido con sudor y lágrimas, o con engaños y artificios.


Capítulo Nueve

lunes, 18 de mayo de 2009


Desde entonces todo resultó mucho más sencillo. A partir de aquella pequeña aldea, se abrían caminos pedregosos y polvorientos, hechos por la mano del hombre, que comunicaban unos lugares con otros; sólo tenía que seguirlos. Ante mí se anunció todo un mundo diferente y maravilloso.

Decidí guiarme por el imprevisible instinto, como siempre había hecho, y dirigí mis pasos hacia el Este, siguiendo la ruta por donde llegaban y hacia donde se dirigían las pequeñas caravanas de mercaderes que frecuentaban aquellos parajes.

Precisamente a una de ellas me uní, ofreciendo mis anchas espaldas a un humilde comerciante que portaba más carga de la que sus vetustas mulas podían llevar. El camino era placentero y entretenido, al menos para mí, que todo lo contemplaba con ojos fascinados. Me parecía increíble; el que otrora fuera un poderoso guerrero temido y odiado por todos sus rivales, convertido en un insignificante muchacho ignorante y torpe en todas las cuestiones que realmente importaban en este otro mundo para sobrevivir.

Todo aquello me resultaba nuevo y desconocido, así que no dejaba de sorprenderme hasta de las más intrascendentes incidencias que se presentaban durante nuestra marcha. La novedad siempre coloca a nuestro espíritu en ese estado de zozobra y agitación más propio de un crío durante sus juegos. Y realmente así era, ya que advertí que al resto de mis acompañantes tan sólo les divertía mi infantil comportamiento ante las diversas circunstancias que para ellos sólo suponían mera rutina, como el hecho de que alguna de las bestias de carga se cansase de ejercer su penoso trabajo y decidiese tumbarse al sol, o las precauciones que algunos mercaderes tomaban para evitar el ataque de las fieras durante la oscuridad de la noche. Debo decir, sin temor a errar, que durante aquel tiempo de peregrinaje no dejé un solo día sin aprender infinidad de cosas desconocidas por mí hasta entonces, a cada cual más interesante y útil para esta nueva vida que me esperaba.

Para mí resultaba algo completamente novedoso el intercambio de enseres, bienes y alimentos entre personas con el sano objetivo de la satisfacción mutua. En mi extinta tierra, todo lo necesario nos era suministrado por nuestros mandatarios, y cuando alguien necesitaba o se le antojaba algo extraordinario, simplemente lo tomaba por la fuerza, siempre que el poseedor fuese más débil, claro está. O más sorprendente me pareció incluso cuando ese intercambio se producía por lo que llamaban dinero, algo de lo que yo nunca antes había oído hablar y que no era otra cosa más que pequeñas piezas cilíndricas de metales preciosos, como el oro o la plata, a las que llamaban monedas. El uso correcto del dinero ha sido de las cosas más complejas que jamás he tenido que aprender, debido a la gran diversidad de monedas diferentes que existían, cada una de ellas con su propio valor. Además, los buenos mercaderes debían conocer bien las monedas de todos los países y regiones cercanas, ya que cada uno de ellos tenía la costumbre de fabricar su propio dinero, dificultando aún más su aprendizaje y manejo. Pero debo reconocer que el dominio de este arte supuso para mí una gran ventaja en adelante, y que gracias a ello he podido desenvolverme con mayor facilidad por las innumerables tierras que mis pies han pisado hasta el día de hoy.

Shafar era el extraño nombre de aquel mercader humilde que tuvo a bien acogerme como aprendiz; por más lustros que enturbien mi avejentada memoria, nunca lo olvidaré. Él me enseñó todo lo que debía saberse sobre el intrincado oficio de las transacciones de mercancías con otros semejantes, algo que siempre le agradeceré. Yo a cambio, como ya he dicho, le ayudaba durante las largas travesías con el transporte de sus mercancías. Durante estas marchas por caminos polvorientos entre poblaciones, manteníamos entretenidas conversaciones, en las que siempre se mostraba divertido y se burlaba de mí cuando le contaba sucesos sobre mi antigua vida como soldado; algo me dice que no me creía del todo, de manera que yo tampoco solía extenderme mucho con mis relatos, optando mejor por escuchar con atención todo lo que salía por su boca.

Así fue como me enteré de los escasos conocimientos que yo poseía sobre las complejas relaciones con otros seres humanos y, al mismo tiempo, su incredulidad también me mostró la dificultad que tenemos los seres humanos para comprender otras realidades distintas a las vividas y experimentadas por uno mismo. Cada cual siempre tiende a pensar que su modo de vivir y de ver el mundo es el único que existe, e incluso, en algunos casos, la mejor forma por la que se puede pasar por esta oscura vida que todos atravesamos. Mi larga experiencia me ha enseñado que éste es un error habitual que se enquista en el entendimiento de todo aquel ser humano que lleva una existencia monótona , y que nada dista más de la realidad, ya que el mundo posee una complejidad enorme; tanto es así que ni en cien veces cien generaciones podrían llegar a conocerse todas y cada una de las diversas maneras que existen de traspasar el umbral de la muerte, que, a la postre, es el destino de toda vida.

Shafar, en cambio, nunca fue reticente a la hora de exponerme con claridad todos los entresijos que su mundo podía ocultar para un muchacho novato y recién llegado como yo, y deseoso por aprender todo lo necesario para sobrevivir sin ayuda. También fue él el artífice de mi primer acercamiento al prodigioso e inabarcable arte de los símbolos escritos, que, junto con el conocimiento de las monedas, fueron las habilidades que mayor rentabilidad me han aportado hasta el día de hoy. De hecho, gracias a ello, actualmente puedo permitirme el lujo de relatar mis penosas memorias a todo aquel al que pueda interesar y ayudar, aunque sin ánimo de crear doctrina. Si algo se deduce de todo lo escrito, es que el tiempo sólo me ha bendecido con el conocimiento de una sola de sus realidades, y es aquella que reafirma mi inseguridad ante todo lo visto, oído, leído, recordado y soñado. De ahí que, si en algún momento venidero estas letras son descifradas por alguna mente curiosa e inquieta por saber, debería antes convencerse de que para aprender no basta con conocer experiencias ajenas o distintas realidades de las vividas, ni siquiera basta con sufrir las consecuencias de los errores cometidos, como tantos otros nos tratan de hacer comprender. Sino que para aprender es además necesario dejar transcurrir el tiempo debido, y al no conocer nunca cual debe ser éste con exactitud, siempre tendremos la incertidumbre sobre la certeza o falsedad de lo aprendido.

Pero como digo, mi pobre patrón sólo pudo tener a bien acercarme débilmente a esta novedosa y sorprendente ciencia sobre los signos escritos, a pesar de que fueron ellos, los comerciantes de este mundo, los precursores de tan admirable técnica para la comunicación entre humanos. Tan grande y poderoso hacía su dominio, que pronto las clases soberanas de sacerdotes y reyes se hicieron con la exclusividad de su estudio y transmisión, dejando para el resto lo justo y necesario para el desempeño de sus funciones, como era el caso de los mercaderes, que utilizaban sólo algunos de estos símbolos para señalar el contenido de los recipientes donde guardaban sus productos, o para firmar las transacciones que hacían, a fin de poder reclamar lo que les pertenecía ante la autoridad.

Claro que esta exigua instrucción fue más que suficiente para despertar en mi espíritu una profunda curiosidad sobre lo que entonces yo creía que sería una de las herramientas más poderosas jamás usadas por la humanidad. De inmediato creí comprender el alcance que podría tener en generaciones venideras el poder disponer de todo el conocimiento y la información acumulados por generaciones y generaciones de antepasados; cuántos errores se podrían evitar... Pero como ya he dejado entrever anteriormente, estas pretensiones mías no fueron más que otra de mis ilusiones de juventud, ya que el temido tiempo me ha vuelto a demostrar lo engañoso que resulta enseñar nada de lo que no se está seguro, o lo difícil que viene a ser que nadie aprenda por experiencias pasadas y ajenas, aún creyendo en sus ventajas. Tanto es así, que a fecha de hoy, no estoy nada convencido de que nada de lo escrito hasta el momento, por mí o por otros más versados y eruditos que yo, pudiera resultar de ninguna utilidad en el devenir de acontecimientos por llegar, ya que nada hace suponer que el futuro diste en algo de lo ya pasado y acontecido.

E incluso yo iría aún más lejos y me atrevería a insinuar sobre la posibilidad de que esta ciencia inconmensurable sea capaz de hacer retroceder a la humanidad en su progreso y desarrollo, dado la facilidad con que el lenguaje es manipulado y tergiversado en beneficio de unos cuantos, como largamente se ha venido demostrando en el transcurrir de los años, algo que tampoco tiene apariencia de cambiar en tiempos venideros.

De nuevo vuelvo a divagar sobre cuestiones que bien poco importarán al resuelto o aburrido lector de estas mis memorias; otra prueba más de cuán absurdas y vacías pueden llegar a ser las palabras escritas. Casi tanto como las pronunciadas, pero con el peligro de que estas rúbricas no volarán al viento, sino que podrán perdurar en el tiempo escapando con sigilo de las redes del olvido. Aunque me parece que estoy siendo demasiado presuntuoso, conociendo como conozco la facilidad con que el imparable transcurrir entre la luz y la oscuridad puede dañar a la efímera obra del hombre, hasta convertirla en polvo y ceniza, con lo que a la postre, absolutamente todo terminará siendo arrastrado sin remedio por el viento insondable.

Así que continuemos antes de que esto ocurra.


Capítulo Ocho

lunes, 11 de mayo de 2009


La desaparición de mi estimado compañero de infortunios, me permitió continuar mi camino con mayor celeridad y prestancia. En pocas jornadas pude alcanzar un pequeño poblado de campesinos y granjeros que se alzaba a escasa distancia del gran río. El largo trecho recorrido desde el día de la derrota y el apacible estado de la población que ante mí se abría, me hizo albergar cierta seguridad en mi ánimo, así que me aventuré a abandonar el amparo de los cañaverales y me dirigí con presteza hacia aquel lugar. Aquellos pobladores eran los primeros seres humanos, a excepción del fallecido príncipe, que veía en mi nueva vida de expatriado.

Mi desaliñado aspecto de prófugo, me convirtió en víctima de extrañas miradas desconfiadas y recelosas. En principio, también yo temí por mi suerte; es habitual en el alma humana temer aquello que se desconoce, y esta regla universal no dejó de cumplirse tanto en ellos como en mí. Pero no es menos cierto que nuestra desconfiada condición muda con rapidez ante determinadas señales, también universales, y que en este lugar que nos ocupa tampoco dejaron de observarse. Tales señales fueron en mi caso la evidencia de encontrarme entre gente pacífica y trabajadora de la tierra, sin más ánimo que el de alimentar a su familia y el de obedecer los designios de los dioses frente a las adversidades.

En lo que a ellos respecta, supongo que comprendieron pronto que un solo hombre, con aspecto cansado y hambriento, poco podía hacer peligrar sus tediosas vidas; aunque quiero pensar que también contribuyó a este fin mi semblante sereno y jovial, ya que, si algo importante aprendí durante mis años de convivencia, fue que una tez sonriente mostrando un buen entusiasmo, a veces logra abrir más puertas enconadas que la más acerada de las espadas. De esta manera, aquellas personas no tardaban en proseguir con sus atareadas labores de labranza y pastoreo tras mi paso.

Tampoco me fue costoso el hallar gente dispuesta a ofrecerme un buen trozo de pan de centeno y una refrescante jarra de vino. Después de mi dieta casi exclusiva de pescado y pequeños roedores, aquellos alimentos me supieron como manjares de dioses, con lo que debo decir que aquel día fue uno de las más felices de mi vida, porque ni tan siquiera en mi antiguo hogar había gozado jamás de tanta hospitalidad desinteresada. El devenir de mi existencia me ha hecho comprender otra de las grandes verdades de este mundo, y es que siempre serán los más humildes y trabajadores los que mayor afecto muestren hacia sus semejantes, y se me antoja que este estado de servilismo no necesariamente tiene por qué deberse al temor del poder divino, sino que más bien es condición del talante tranquilo y libre de asuntos belicosos que alberga en el espíritu de los que sólo buscan el sustento merecido de los suyos, sin codiciar otros bienes ni intereses que no les corresponda por justicia o posición.

Durante estos días de paz, también aprendí otra importante lección, y es que el gran imperio al que yo creía haber pertenecido en un pasado, y que iba camino de perderse en la memoria, no era más que una ilusión de mi estrecha mente de efebo. La plena contemplación a las rutinarias labores de aquella gente a la que me entregué en este breve tiempo, me hizo comprender la precariedad de un estado volcado casi exclusivamente en las ocupaciones de la guerra, como tal era aquel que me había visto nacer. No supuso una ardua tarea el llegar a comprender que es la correcta manufactura de la tierra y de los enseres cotidianos, lo que posibilita que un pueblo tenga una coexistencia estable y armoniosa, y que es en estos menesteres donde un gobernante inteligente debería poner verdadero empeño para hacer de su país una tierra próspera e imperecedera, si es que tal cosa pudiera existir.

Para mayor humillación de mi persona, en mis conversaciones con esta gente sencilla, pude comprobar como apenas tenían conocimiento de ningún estado vecino grande y poderoso, con temibles guerreros fuertes y valerosos como leones prestos a invadirles en cualquier momento; si acaso, algunos habían oído hablar vagamente de un pueblo de bárbaros que se afincaban al norte y que tenían fama de rudos y sanguinarios, pero con escasa pericia en las artes de labranza y una nula comprensión de las letras. Y así fue como, con el transcurrir ocioso de los días, fui dándome cuenta de que la gloriosa nación, hogar de mis antepasados y de la que tanto me enorgullecí defendiendo y construyendo, no era sino un insignificante trozo de tierra habitado por un puñado de hombres ignorantes al servicio de unos líderes no menos lerdos, con una ambición desmedida e implacable, la cual tenía los días contados desde el mismo comienzo de su aparición en este mundo. Aunque también sería de justicia decir que mis pobres antepasados no hicieron más que recoger la herencia dejada por las antiguas tribus que habitaron aquellos páramos desde el albor de los tiempos, y que nuestra condición bélica no fue más que una tradición impuesta por el acaecer de las circunstancias, que a la postre, junto con los caprichos divinos, son los que forjan el destino de cualquier nación.

Pero la vida ociosa no está concebida para el hombre. Los lugareños son gente amable, pero no tontos, y no tardaron en mostrar excesiva curiosidad por mi procedencia y anteriores ocupaciones; supongo que a ello contribuyó la espada que llevaba sujeta al cinto y de la que nunca me separaba. Este tipo de armas no era nada frecuente por estos lugares. Entonces se me presentaron dos opciones: integrarme a ellos por completo buscándome un trabajo honrado en el que ocupar mi tiempo y que me proporcionase sustento, o continuar mi camino sin dar más explicaciones.

La duda sobre mi proceder apenas albergó unos segundos en mi despejada mente. Todo lo que había hecho en mi vida era combatir y sobrevivir, y por tentadora que fuese esta otra existencia dedicada a la producción de bienes, no me reconfortaba lo más mínimo el verme labrando la áspera tierra o pastoreando bestias por los montes hasta el fin de mis días. Mi condición bélica me pedía algo más de acción de la que me podían ofrecer aquellas ocupaciones rutinarias. Por suerte o por desgracia para mí, el espíritu guerrero impregnaba todos y cada uno de mis huesos, así que la decisión de proseguir la ruta en busca de nuevas aventuras no me supuso un gran esfuerzo. Por aquel tiempo, aún no había aprendido el valor tan grato que proporciona a nuestras vidas las cosas más sencillas, así como la serenidad y paz interior que se obtiene con la rutina diaria del trabajo bien hecho y necesario. Aunque a veces pienso que, cuando nuestro cuerpo es fuerte y vigoroso y el ánimo inquieto propio de la juventud, quizás también resulte necesario un poco de aventura y el riesgo que nos ofrece la incertidumbre de nuestro destino aún por llegar.


Capítulo Siete

lunes, 4 de mayo de 2009


De esta manera fueron pasando los días sin que nada destacable alterase nuestra rutinaria labor, dedicada exclusivamente a la supervivencia. En ningún momento relajábamos la vigilancia; desconocíamos por completo los designios que moverían a nuestros enemigos, y éramos conscientes de que podrían en algún momento cruzar sus caminos con los nuestros, a pesar de que la ruta que habíamos tomado era contraria a la que conducía a su nación. Pero bien sabíamos que cuando un pueblo se hace fuerte, rara vez se conforma con una victoria, dado el afán de conquista y expansión que los dioses nos insuflaron en nuestras almas cuando nos crearon. De ahí que siempre tuviésemos en cuenta la posibilidad de que algún destacamento enemigo anduviese tras nuestros pasos.

Para mayor seguridad, intentábamos en todo momento movernos bajo la protección de los cañizos y la abundante vegetación que se levantaba en los márgenes del río. A su vez, éste nos proporcionaba alimento, agua, higiene y la certeza de no errar nuestro rumbo hacia las tierras bajas del sur, donde pensamos podríamos estar a salvo de los pueblos bárbaros a los cuales, en otros tiempos, habíamos hecho morder el polvo bajo el yugo de nuestro incontenible ejército.

Aunque en verdad, estos asuntos concernientes a nuestra seguridad, parecían preocuparme sólo a mí; el joven caudillo al que me unía ahora la amistad, aún se mantenía demasiado ocupado en arrancarse de la piel el apestoso olor de las incontables ciénagas que cruzábamos, o en protegerse, sin mucho éxito, de las temibles picaduras de los insectos que habitaban en aquellas charcas. Por más que yo trataba de convencerle de que el lodo, a pesar del olor, era el mejor remedio contra tales eventualidades, él no hacía caso, resistiéndose una y otra vez a dejar su piel cubierta del barro maloliente. Aún era pronto para hacer desaparecer de su inconsciencia los hábitos adquiridos durante largos años en la casa real, viviendo rodeado de altos muros protectores y con todo tipo de aceites aromáticos a su alcance que le habían permitido vivir alejado de los hedores que emanaba el mundo real. Su anterior vida de lujos y placeres desmedidos aún pesaba demasiado sobre su aturdida mente y, por qué no decirlo, también sobre la mía, ya que me veía obligado a aguantar durante gran parte del día y de la noche sus constantes quejas: le molestaba el tórrido calor proveniente del sol en su cenit, la nocturna brisa refrescante, el persistente roce de la espinosa vegetación sobre sus miembros entumecidos e incluso el tenaz ulular del viento largo a través de las cañas que anunciaba el cambio de estación. Su falta de costumbre en largas caminatas a pie, también me obligaba a detenerme con frecuencia, algo que tampoco me preocupaba mucho, ya que desconocía si nuestro incierto destino sería mejor que el que dejábamos atrás o, por el contrario, encontraríamos en nuestro camino un final más amargo del que huíamos.

Pero como digo, esta incertidumbre no parecía hacer mucha mella en el ánimo de mi acompañante, el cual había dejado toda la responsabilidad de las decisiones importantes del viaje sobre mí. Se ve que tampoco estaba muy habituado a tener que decidir sobre cuestiones relevantes, y pronto comprendió que le sería de mayor provecho el dejarse llevar por mis disposiciones, dada mi más extensa experiencia sobre territorios inhóspitos y salvajes desconocidos para él.

No me atrevería a augurar si fue la falta de experiencia o el infortunio, lo que deparó el angustioso final que las deidades tenían escrito para el que nunca llegó a reinar. Lo cierto es que una mala mañana abrió los ojos tras un amargo sueño lleno de delirios, con la piel ardiente y sudorosa. El temblor hipnótico que le recorría todo su ser, me hizo comprender con prontitud el mal que le aquejaba, y sobre el cual poco se podía hacer; eran muchos los que yo había visto arder con anterioridad en la pira funeraria después de largas jornadas de lucha contra aquellas convulsiones intermitentes, capaces de tumbar y dar fin al más fornido y osado de los guerreros.

Ante mi impotencia, opté por procurarle los mejores cuidados que podía ofrecerle en semejante situación. Su débil constitución, tan sólo fue capaz de aguantar aquel ardor incontenible durante tres noches. Mientras tanto, en sus alucinaciones de enfermo, parecía adivinar el inminente final que le aguardaba, y una y otra vez, cuando su conciencia se lo permitía, me agarraba con la poca fuerza que le quedaba del brazo, obligándome a prometerle, por los siete mayores dioses, que no abandonase al olvido, entre aquellas impuras aguas, su memoria de glorioso príncipe de un fausto imperio, el cual una vez fue grande entre los grandes.

No tengo muy claro si los fugaces trazos aquí expuestos sobre su persona, serían de su agrado o si tal vez él hubiese preferido que yo me hubiese dejado vencer por la imprudencia faltando a la verdad, relatando memorables conquistas en su nombre, para la veneración y gloria de éste en épocas venideras. Me consta que esto es algo que ya se ha hecho con anterioridad, y no en pocas ocasiones. Espero que me pueda perdonar mi imberbe príncipe, desde allá donde se encuentre, pero me propuse, al iniciar este relato, dejar constancia sólo de aquello que mi memoria diera por cierto, lo cual comprendo que no se ajustará a la realidad, pero no es menos cierto que ésta es la única realidad que yo poseo. Si hay algo que me ha hecho comprender la edad, es precisamente que no hay más verdad en este mundo que la que cada cual alberga en su memoria, y, sea sueño o sea experiencia vivida, lo que aquí cuento es todo lo que fui y lo que ahora me queda. No creo que nadie se espante de tanta sinceridad, porque es bien sabido que poco diferencia a lo pasado de lo soñado, así como a lo esperado de lo imaginado, ya que todo ello, una misma huella deja en nuestro destino.

Como iba diciendo, espero que, desde las alturas, sea aquel muchacho condescendiente con su fiel servidor, que lo fue hasta la muerte, ya que, tras su fallecimiento, ni tan siquiera una digna sepultura, conforme su alta estirpe requería, pude ofrecerle, tal era la situación tan precaria en la que me encontraba. Eso sí, juro por la diosa que me concedió la vida, que oré por sus huesos y rogué a las más altas divinidades que acogieran con clemencia a su leal súbdito, y que, por favor, supiesen perdonarle el estado tan calamitoso y exiguo en el que acudía a ellos desde su existencia terrenal. Poco después, adivino que sería despedazado y consumido hasta la extinción por las más diversas y extrañas criaturas que merodeaban por aquellas aguas pantanosas. Reconozco que lo abandoné lleno de remordimientos e ideas confusas, aunque ahora comprendo que fue un final acorde a una existencia banal.

De nuevo la soledad albergó en mi espíritu.

El tiempo es un fiel servidor al que tengo que agradecer que haya estado de mi parte en mi azarosa vida. Pudiera parecer que la soledad fuese de los más terribles castigos impuestos por los dioses, pero cuando se ha convivido con ella durante largos años y se ha aprendido a extraer de sus entrañas su oscuro valor, éste se convierte en un útil aliado al que se puede recurrir en los más pesarosos momentos. Tengo que reconocer que, en estas cuestiones, juego con ventaja, porque incluso en mis días pasados, cuando vivía rodeado de aguerridos combatientes y compartía mi lecho y mi mesa con toda suerte de semejantes, también entonces mi alma vagaba en soledad por terrenos insondables de ensoñaciones, tratando de desentrañar arcanos misterios incuestionables para el común de los humanos. Es por ello que agradezco al tiempo el que puliese mi espíritu tan denodadamente, como el paciente guerrero bruñe su espada en espera del más feroz de los combates. Fue así como mis incontables días en el más completo aislamiento no se me antojaron una cruel condena a la que sobrevivir.


Capítulo Seis

lunes, 27 de abril de 2009


Pero estas tribulaciones no pudieron atormentar durante largo tiempo mi cansado espíritu, ya que sólo me vi obligado a pasar tres jornada sin compañía. A la mañana del cuarto día como prófugo solitario, algo más relajado por la distancia recorrida y mientras me disponía a intentar capturar alguno de los escurridizos peces que poblaban el río para aplacar el hambre, mi aguzado oído me puso en guardia de nuevo.

El trotar lento de un caballo a través de la maleza era un sonido inconfundible. Oculto y con el acero afilado aferrado fuertemente a mi mano, pude ver como se acercaba serenamente el animal en busca, sin duda, de un trago de agua fresca; su respiración agitada y el pesar que le embargaba, me hicieron sospechar que había cabalgado durante largas horas de manera precipitada. En un principio, al verle asomar la cabeza del color del barro mojado por la crecida hierba, me alivié, bajando la guardia al pensar que nadie lo montaba, pero cuando lo tuve a tan sólo unos pasos, mi corazón volvió a acelerarse torpemente. Un error así podría costarme la vida.

Sobre su grupa llevaba un jinete, sólo que éste no iba erguido, como era la costumbre, sino que se encontraba echado pesadamente sobre la crin del animal y con los brazos rodeando su formidable cuello. Parecía no existir amenaza alguna, aunque permanecí oculto y en alerta hasta estar completamente seguro de que se trataba de un jinete solitario. Cuando lo tuve por entero a la vista, me sorprendió gratamente el hecho de que el caballo llevase el faldón propio de la caballería de nuestra insigne nación y el jinete vistiese ropajes bien conocidos por mí. La persona que se encontraba desvanecida sobre el cobrizo animal, no podía ser cualquier conciudadano, supe que se trataba de algún personaje honorable, porque su rica vestimenta correspondía a la usada por los ilustres habitantes del palacio real. La fortuna parecía que me volvía a sonreír, o al menos eso creía yo.

Siempre con extrema cautela, me hice con el real cuerpo dejándolo reposar en la hierba húmeda mientras su montura calmaba la sed visiblemente aliviada. Y fue entonces cuando le reconocí. Se trataba, ni más ni menos, que del príncipe Jartum, el primogénito del rey, el sucesor de la corona de tres puntas. No daba crédito a lo que veía, hasta hacía sólo unos días, para mí, aquel hombre que yacía moribundo a mis pies, había sido casi como un dios, alguien inalcanzable. Nunca antes había estado tan cerca de un personaje tan célebre y notorio; recuerdo que incluso me sentí torpe e indigno de su presencia, habituado como estaba a contemplarlo gallardamente en la distancia, ataviado con ricas ropas de fino lino tejida con hilos de oro y siempre rodeado por los más fieros y aguerridos soldados que componían su guardia personal.

Pero eso fue antes de caer en la cuenta de que ya no tenía reino que gobernar ni súbditos a los que fustigar... exceptuándome a mí, claro. Como el fiel servidor que había sido siempre, me precipité al agua para darle de beber de mis propias manos, con la humilde intención de reanimarle. Al segundo sorbo reaccionó. Tosiendo convulsamente, entreabrió los ojos y pude comprobar que aún estaba más asustado que yo. Sin apenas verme, se incorporó de rodillas aceleradamente, profiriendo alaridos incomprensibles para mí y protegiéndose la cara con los brazos como un niño acobardado por el aullido de las alimañas nocturnas. Tan sólo pareció tranquilizarse al verme ante él, humillado y con la frente tocando el suelo en posición de sumisión, como mandaban nuestras leyes; ni siquiera me atreví a pronunciar una palabra que pudiera incomodarlo, por temor a ofender su sagrada persona. No podía olvidar que injuriar o profanar a un personaje de la realeza era castigado con la muerte. Aún era pronto para que comprendiese que ya no existían verdugos que me ajusticiasen ni absurdas leyes que me esclavizasen.

Creo recordar que, después de unos instantes eternos de vacilación e intentando inútilmente recuperar la compostura, llegó a preguntarme por mi identidad y por el lugar en el que se encontraba. Le contesté lo mejor que supe, dirigiéndome siempre con respeto y clara sumisión, aunque era la primera vez que trataba directamente con todo un príncipe heredero. Por supuesto fui incapaz de preguntarle qué le había ocurrido y cómo había logrado huir del asedio, a pesar de que me moría de ganas por saberlo; sentía curiosidad por conocer los detalles del ataque final y si existía la posibilidad de que hubiesen más supervivientes como nosotros. Más adelante me contó lo sucedido, como, vaticinando el trágico final que estaba por venir, escapó con su caballo hacia el bosque mientras el escuadrón que comandaba se enfrentaba valientemente a las hordas salvajes que terminarían arrasando la ciudad. Él lo adornó con algunos toques personales de arrojo que no le hacían quedar como un miserable cobarde pero, después de haberlo conocido tan íntimamente, creo que se ajusta más a la verdad el decir que simplemente huyó aterrado sin derramar una sola gota de sangre ante la inminente derrota.

Pero eso no lo pude averiguar hasta muchos días después. Los primeros días en compañía del aprendiz de monarca resultaron bastante extraños. Yo continuaba comportándome como un sumiso súbdito de la corona desaparecida, mientras él se mostraba un tanto receloso y meditabundo; por entonces, yo no podía entender que su pérdida había sido mucho más importante que la mía, y que el cambio que había experimentado su vida en nada podía compararse con el sufrido por mí, que, a la larga, me consta que supuso una liberación más que un sufrimiento. Las grandes pérdidas tan sólo se producen cuando existen grandes bienes que perder, lo cual no era mi caso. Sin embargo, para él, aquel aciago día supuso el fin de un glorioso destino como rey todopoderoso, que nunca llegaría a ser, convirtiéndolo en el ser más patético y menos apto para la supervivencia que yo jamás habría conocido.

Como iba diciendo, durante los primeros días tras nuestro encuentro, los papeles de ambos apenas sufrieron cambio alguno con respecto a nuestra condición anterior. Es decir, yo me encargaba de todo: le proporcionaba el alimento, el cobijo y la seguridad; igual que antes, sólo que ahora lo hacía en solitario y en exclusiva. Para mi desgracia, lo único que conseguí fue que cogiese confianza, empezando a mostrarse como lo que era, un cobarde engreído que sólo sabía dar órdenes y exigir de los demás todo aquello de lo que él era incapaz. Al ser yo su único sirviente, terminé convirtiéndome en el felpudo sobre el que descargaba a diario toda su ira y el dolor por el futuro perdido, y al que no se resignaba a dejar huir.

Nunca olvidaré lo costoso que me resultó el convencerle de que su caballo nos resultaría bastante más útil en esos momentos de necesidad como alimento que como montura, dado que el terreno por el que nos movíamos no era demasiado apto para cabalgar. Traté de explicarle lo mejor que supe que, en nuestra situación, aquel animal sería más bien un estorbo que podría delatarnos fácilmente, antes que servirnos de ayuda para la huida; pero él se empecinaba con argumentos pueriles tales como que era un animal de sangre pura perteneciente a un largo linaje de caballos reales y que se habían criado prácticamente juntos, llegando a conocerse casi como hermanos. Dos días a base de pescado maloliente y con el previo trabajo de tenerlos que capturar sin herramientas adecuadas, bastaron para hacerlo mudar de opinión. Gracias a mi extensa experiencia sacrificando animales para el consumo, su casi hermano equino nos alimentó durante varios días con su dura, aunque sabrosa, carne.

Pero era de esperar que esta situación tan penosa para mí sólo fuese temporal. Afortunadamente mis años sobre este mundo ya me habían conferido el suficiente entendimiento como para ir despertando poco a poco a la realidad de los hechos, algo con lo que él parecía no haber sido beneficiado... O quizás sí, teniendo en cuenta que hasta entonces el privilegiado había sido él en todo momento, lo cual me hacía sospechar que no era tan lerdo como parecía. El caso es que no tardó en llegar el inevitable momento que me hizo poner las cosas en su sitio.

No alcanzo a recordar exactamente el preciso acontecimiento que hizo saltar la chispa que terminó con mi paciencia; supongo que sería un cúmulo de ellos. Lo que aún no ha conseguido borrarse de mi anciana memoria es el momento justo en el que acabé con su supremacía, haciéndole caer de repente y sin previo aviso en el más bajo estado al que podía descender una persona de su alcurnia. Lo alcé por el dorado peto que le cubría el pecho y, mientras me gritaba palabras inconexas, lo lancé con toda mi furia al sucio lodo en el que se había convertido el remanso del río que nos servía de refugio. Nunca olvidaré su mirada tras incorporarse de la humillante posición en la que le dejé, cubierto de maloliente fango desde los pies hasta la cabeza. En un primer instante sus ojos irradiaron odio y sed de venganza, pero en cuanto comprobó que mi erguida posición ante él no se rebajaba lo más mínimo, sus párpados se relajaron pidiendo clemencia y compasión. Es increíble la rapidez con la que se adapta a una nueva situación un ser débil y dependiente en cuanto ve peligrar su vida.

De inmediato su estrategia cambió; dejó de gritarme despectivamente para comenzar a tratarme como a un igual. Yo sabía que ese cambio de carácter sólo se debía a un innato instinto de supervivencia, pero eso era algo que me traía sin cuidado. Las cosas habían cambiado para mejor. Para mejor para mí, claro, y había sido sólo mi voluntad y mi entereza las que habían hecho posible tal cambio. Aquel día aprendí dónde radica el verdadero poder de una persona, y que una buena cuna no es suficiente para conferir a un hombre gloria y admiración para las generaciones venideras.

A partir de entonces fue todo mucho más llevadero. Me mostré benévolo con él aún no sé porqué; supongo que porque es mi condición, o quizás porque inconscientemente sabía que la soledad no era la mejor de las situaciones y preferí la compañía de aquel individuo torpe y asustadizo.

No me arrepentí de tal elección. Con el tiempo pude comprobar como la habilidad en la caza y la destreza manual no son las únicas virtudes apreciables en un hombre. Mi destronado príncipe pronto me enseñó que una buena conversación a la luz de la lumbre y el calor humano cercano son tan útiles en el destierro como un afilado acero lo es en la batalla. En cuanto se adaptó a su nueva situación, y en vista de mi buen talante para con él, se convirtió en un compañero agradable y en un charlatán desmedido. La naturaleza humana es enteramente impredecible en situaciones extremas.

Mientras yo trataba, con escaso éxito, de mostrarle las artes más efectivas de caza y pesca, él se empecinaba en ponerme al corriente de cuantos sucesos extraños y curiosos habían tenido lugar en el palacio real cuando aún permanecía en pie. Así fue como llegué a enterarme de cuántas falsedades son capaces de utilizar los poderosos de una nación para permanecer en tan elevada y privilegiada posición a costa de sus ingenuos súbditos. Tampoco tuvo ningún recato en contarme los entresijos amorosos entre concubinas, esclavas, príncipes y princesas que convertían al palacio imperial en el más caro y lujoso burdel de todo el reino.

Pero lo que más llegó a sorprenderme de todos sus relatos fue la participación de los más altos sacerdotes al servicio de los dioses en las tramas y correrías palaciegas en favor de los intereses particulares de nuestros líderes. Aquella revelación supuso un duro golpe para mi conciencia. Tantos sacrificios y ofrendas a las sagradas divinidades, tanta sangre derramada en los altares, tanto temor a los nefastos designios... ¿cómo podía ser todo un engaño? Era algo que me negaba a comprender. Llegué a la conclusión por conveniencia de que al final habíamos recibido nuestro justo castigo en manos de los todopoderosos dioses, aunque sin comprender muy bien por qué éstos habían de castigar también a aquellas personas justas y temerosas de sus poderes. También el tiempo me ha hecho mudar esta opinión; ahora no estoy tan seguro de que los dioses se entretengan forjando el devenir de la insignificante raza de los humanos, eso es algo de lo que nos encargamos nosotros mismos, sin ayuda de ningún poder divino. Claro que esto es sólo lo que pienso hoy, para mañana podrían ser las cosas muy distintas.



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