Juan

lunes, 26 de noviembre de 2007

Juan tenía treinta y ocho años. Era un hombre sencillo y pacífico, de ideas más bien conservadoras, inculcadas desde su infancia por sus padres con paciencia, devoción y mucho amor. La misma devoción y pasión que él ponía ahora en la educación de su único hijo, Alberto, de cinco hermosos añitos de edad. El único por poco tiempo, ya que, Susana, su mujer, se encontraba en cinta de tres meses. Ambos esperaban con mucha ilusión y entusiasmo la llegada de este nuevo retoño al hogar, el cual traería sin duda aún más felicidad, si cabe, a la vida de Juan.
Pero a Juan no le había regalado nadie esta felicidad. Trabajaba desde muy pequeño en el taller, junto a su padre, al mismo tiempo que se sacaba los estudios obligatorios. Su padre se jubiló pronto, ya que tenía una salud muy precaria, además de una edad avanzada para un trabajo tan sacrificado como el que desarrollaba. Así pues, Juan se tuvo que costear la carrera de magistratura ejerciendo los más diversos trabajos: camarero, chico de los recados, atendiendo a la clientela en una panadería y haciendo chapuces mecánicos, aprovechando lo aprendido con su padre. Todo ello al mismo tiempo que ayudaba en el hogar familiar, puesto que era hijo único y la pensión de autónomo que le había quedado al padre era bastante exigua, apenas les alcanzaba para comer. Pero Juan se esforzó, nunca perdió la paciencia y se entregó al cien por cien en sus obligaciones sin cuestionarse nunca el destino que la vida le había deparado. Su padre le había enseñado desde que tenía uso de razón que siempre era preferible aprender primero a adaptarse a las circunstancias y, sólo después, una vez aprendido esto, intentar cambiarlas a nuestro interés. Y Juan seguía su ejemplo, sin pensarlo, instintivamente, sin plantearse otras opciones; simplemente porque él era así; lo habían forjado de esa manera.
Su inalterable empeño y dedicación le llevó a aprobar la primera de las oposiciones a las que se presentó, después de haber terminado la carrera. De esa forma, Juan, vio cumplido su primer sueño: trabajar de profesor en un colegio de primaria, dando clases a los más pequeños. Pero como un escalador incansable que alcanza una primera cumbre sólo para contemplar la siguiente, Juan continuó su esforzada escalada por la vida, dispuesto a llegar cuanto antes a la meta que por entonces él pensaba debía de ser el fin de toda existencia, aquella para la que se había estado preparando con ahínco desde su infancia, el objetivo que todo hombre de bien debía de tener siempre en mente: casarse, tener hijos y formar una bonita y feliz familia perfecta.
También en este empeño le fue recompensada su total entrega y dedicación. Conoció a Susana en un seminario impartido en su escuela. Era la mujer perfecta: guapa, inteligente, simpática y más bien introvertida, de gustos sencillos, enemiga de las extravagancias y de los lujos. Lo dicho: la mujer perfecta para él. Juan era también un buen partido, así que ella lo aceptó pronto como novio y no tardaron mucho en casarse. Tampoco el primer hijo, Alberto, tardó en llegar, para la alegría y satisfacción de Juan, que por día veía como su sueño se iba cumpliendo con el más rotundo de los éxitos. Por supuesto, Susana dejó su trabajo tras la llegada de Alberto para ocuparse por completo de su crianza, así como del cuidado del hogar. Fue algo de mutuo acuerdo, no por casualidad Juan la había elegido a ella entre tantas otras para su insigne proyecto de vida. Cada detalle era importante, y Juan lo sabía.
El segundo hijo se hizo esperar algo más. Incomprensiblemente para Juan, pasaban los años y Susana se resistía a quedar embarazada; algo estaba fallando. Algunos amigos se atrevieron a aconsejarle que acudiera a una clínica de fertilidad, pero eso era algo que iba en contra de sus principios: Dios había hecho al hombre y a la mujer para tener hijos; Él era el único que podía intervenir en este milagroso proceso. Ni que decir tiene que Susana también estaba de acuerdo con él. Pero de nuevo su tesón pudo más que cualquier adversidad. Por fin su mujer se quedó embarazada. Ahora sí que la felicidad sería completa; ya nada ni nadie podría pararle, su proyecto de vida estaba resultando tal y como él siempre lo había deseado y planeado.

Pero nada ni nadie en este mundo podría haberse imaginado ni por un momento lo que en pocos minutos iba a acontecer en el apacible y feliz hogar de Juan, porque a lo que nada ni nadie puede en verdad parar es al inevitable destino que las circunstancias cruzan en nuestro camino.
Era domingo, un día tórrido y gris de invierno, alrededor de las doce de la mañana; el desapacible clima exterior parecía augurar el inminente desastre que se cernía sobre aquella casa. Hacía tan sólo unos minutos que Juan y su familia habían regresado de la capilla cercana, después de asistir, como todos lo domingos, a la sagrada misa. Ya se habían puesto cómodos en el interior de la confortable casa de campo que, con tanto esfuerzo y sacrificio, habían podido adquirir hacía unos años. Juan preparaba el didáctico juego de construcción que le habían comprado a Alberto en las pasadas Navidades, mientras su hijo lo miraba con impaciencia y admiración, dispuesto a pasar una agradable y amena mañana de domingo en familia. Susana, mientras tanto, se afanaba en la cocina con un guiso que olía a las mil maravillas.
Fue ella la que advirtió la primera anomalía. “Juan, creo que ahí afuera hay alguien”, comentó inocentemente, pensando que podían ser algunos de los vecinos que habían entrado por la pequeña cancela metálica que habrían dejado abierta si percatarse de ello, como tantas veces había ocurrido. “Voy”, dijo su marido mientras se acercaba a la puerta entornada que daba a la terraza exterior, la cual, raramente solía cerrarse durante el día, ya que ellos estaban saliendo continuamente al patio y no había motivo para ello.
No tuvo tiempo de abrirla; ésta se le estampó en la cara de un fortísimo porrazo, lanzándolo hacia el suelo con un dolor muy intenso y palpitante en todo el rostro. Apenas pudo distinguir como entraban cuatro hombres grandes y corpulentos (o al menos así les pareció en aquel momento), armados algunos con bates de béisbol y otros con puñales; uno de ellos empuñaba una especie de arma automática pequeña. No hubo tiempo para avisar ni para decir nada. Su mujer y su hijo se acercaron tras escuchar el fuerte ruido del portazo y ambos fueron cogidos con gran violencia por dos de los intrusos. Entre los otros dos levantaron rudamente a Juan, después de darle un fuerte golpe con el bate en la cabeza, y lo lanzaron, medio aturdido, junto con el resto de su familia, hacia dentro del salón. A Juan le ardía la cara, la vista se le nublaba por momentos debido a la sangre que le chorreaba incesantemente por la brecha abierta en la frente producida por el bate; se notaba además la nariz hinchada y en la boca ya empezaba a acumulársele la sangre procedente de ésta, a raíz del portazo primero. Oía levemente gritar a su mujer y llorar desconsoladamente a su hijo, pero sabía, al igual que sus captores, que era inútil; aquellos hombres ya se habían encargado de cerrarlo todo y los vecinos más próximos se encontraban a suficiente distancia como para no enterarse de nada. Él siempre había buscado, y apreciaba mucho, la tranquilidad e intimidad que habían encontrado en aquella casa, tan apartada del mundanal ruido urbano.
El aturdimiento tan sólo duró unos pocos segundos en desvanecerse, aunque a Juan le parecieron una eternidad, en la que todo pasaba como a cámara lenta. En cuanto pudo articular palabra comenzó a repetir sin cesar: “¡Dejen a mi familia, les daré todo lo que quieran!”. Pero aquellos hombres no parecían oír; ellos iban a lo suyo. Uno de ellos asestó otro terrible golpe en el rostro de Susana mientras gritaba: “¡Calla puta!”, la cual empezó a sangrar abundantemente de inmediato, quedando medio inconsciente en mitad del suelo del salón. Solucionado el problema de los gritos, sólo quedaba acallar de alguna forma el llanto del pequeño, que no dejaba de llorar escandalosamente mientras el más fornido de los hombres lo atenazaba ferozmente por uno de sus delicados brazos. “¡Haz callar de una vez a ese mocoso!”, rugió otra de aquellas bestias, aquella que parecía ser el líder. Y dicho y hecho; delante de la vista de Juan, a tan sólo unos metros de distancia, sin mediar más palabra, aquel salvaje levantó el cuchillo que llevaba en la otra mano y, de un rápido y eficiente tajo, segó la yugular del niño, y con ello su corta vida.
Se hizo un silencio sepulcral.
A Juan se le heló la sangre, se le cortó de inmediato la respiración y creyó desfallecer, mejor dicho, deseó desfallecer. Aquello no podía ser verdad, no podía estar sucediéndole a él. Su mujer pudo incorporarse un poco tras el golpe recibido, lo suficiente como para ver a su amado hijo tendido en el suelo sobre un charco de sangre espesa y negra; el color de la muerte. El desgarrador grito que estalló súbitamente de su garganta devolvió a Juan a la terrible realidad: habían matado a su hijo. También le sirvió a ella para ganarse otro tremendo golpe por parte del atacante que tenía más cerca, dejándola nuevamente aturdida y con el rostro totalmente ensangrentado.
A Juan, sin embargo, le resultaba imposible exhalar siquiera un leve suspiro; la garganta la tenía bloqueada, el corazón le latía a mil por hora y en su mente sólo se repetían las mismas palabras una y otra vez: “No puede ser, no puede ser”.
Pero sí que podía ser, y así era.
Y aún faltaba por llegar lo peor. Uno de los asaltantes agarró con fuerza a Juan por el cuello y la cabeza, obligándolo a mirar lo que posteriormente harían sus compañeros con la mujer. Le desgarraron violentamente la camisa y arrancaron de un poderoso tirón el sujetador, dejándola con los pechos al aire; tiraron con la misma brutalidad de sus pantalones y bragas hasta dejarla completamente desnuda. Cada acción era vitoreada con alegría y entusiasmo por todos los asaltantes. Inmediatamente uno de ellos la abrió de piernas mientras los otros la sujetaban, se desabrochó el pantalón y se arrojó sobre ella, penetrándola como una bestia al tiempo que le levantaba las nalgas con sus poderosas manos. Afortunadamente, Susana no parecía encontrarse muy en su sentido, aunque sí que se la oía gemir de dolor levemente. Juan, entre sollozos, intentaba apartar la mirada del aberrante espectáculo, pero su opresor se lo impedía, atenazándolo más fuerte y abriéndole con sus dedos dolorosamente los párpados, los cuales, entre lágrimas y sangre coagulada, le permitían tan sólo apreciar una sombra de lo que estaba sucediendo. Los tres brutos que estaban con su mujer, se turnaban una y otra vez repitiendo el atroz acto sobre ella, sin dejar de gritar y de reír de entusiasmo.
Así hasta que el cuarto hombre, aquel que apresaba a Juan, se cansó y decidió que también él quería participar del festín. Entonces asestó a Juan otro fuerte golpe en la cabeza que lo dejó semiinconsciente y lo arrojó al suelo para unirse después a sus compañeros.
Nunca sabría el tiempo que permaneció en ese estado; presumiblemente, sólo unos segundos; el caso es que cuando Juan pudo abrir los ojos y fue capaz de enfocarlos medianamente sobre algo, lo primero que vio, a tan sólo un metro de distancia de su cabeza, fue la pequeña arma automática que llevaba uno de los asaltantes: con las prisas y la emoción la había dejado abandona en el suelo, al alcance de su víctima. Al mismo tiempo oía a los cuatro reírse y gritar de gozo alrededor de su mujer, en apariencia, sin percatarse en absoluto de la presencia del marido. De repente, su mente pareció despertar de una terrible pesadilla y fue capaz de pensar conscientemente, como ajena a su propio cuerpo, al dolor, al abatimiento, como si no le perteneciese a él y actuase por cuenta propia. Y se percató de todo lo que estaba sucediendo: cuatro delincuentes habían irrumpido en su casa, le habían dado la paliza de su vida, habían matado a su hijo y ahora violaban brutalmente a su mujer... y el tenía un arma al alcance de la mano.
Pero él nunca había utilizado una pistola, no sabría hacerlo. Sólo tienes que agarrarla por la empuñadura, apuntar y apretar el gatillo, no es tan difícil. ¡Hazlo!
Pero algo podía fallar y entonces se percatarían de que él estaba consciente y armado, las consecuencias podrían ser terribles. Nada puede ser peor de lo que está ya pasando, terminarán por matarnos a todos, no tienes nada que perder. ¡Hazlo!
Pero si los mato, ¿qué será de mí? Es ilegal matar incluso en estas circunstancias; nadie se puede tomar la justicia por su mano. Están violando a tu mujer embarazada, si no te das prisa podría perder al bebé o podrían matarla en cualquier momento. ¡Hazlo!
Pero Jesucristo dijo: “Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen. Bendecid a los que os maldicen; y orad por los que os calumnian. A quien te hiere en una mejilla, preséntale asimismo la otra.” (Lucas 6, 27-29). Nunca más podrás abrazar a tu inocente hijo, ¿qué mal podía haber hecho él a nadie con tan corta edad y toda una vida por delante? Tú no eres Job; ¡hazlo!
Juan cogió con decisión el arma; todo había pasado por su cabeza en cuestión de dos segundo; nada había cambiado desde que abrió los ojos y despertó su conciencia. Se incorporó, apuntó y apretó el gatillo. El arma empezó a escupir una estridente y mortal ráfaga sobre las cuatro personas que le acababan de destrozar su apacible vida. Él sabía que su mujer estaba tendida en el suelo, así que se cuidó instintivamente de no apuntar demasiado bajo. Todo fue demasiado rápido como para que los delincuentes pudieran reaccionar; a los pocos segundos, los cuatro se encontraban esparcidos por el suelo de su salón, empapados en su propia sangre, la cual impregnaba cada rincón, cada mueble, cada pared, cada libro, cada objeto de decoración, cada cuerpo, con vida o sin ella, que allí se encontraba... La pesadilla había terminado.

Susana perdió el hijo; jamás volvió a quedarse embarazada. Tampoco le preocupó. Sus heridas físicas sanaron en poco tiempo, no así las mentales. Cayó en una profunda depresión, de la cual salía para volver de nuevo a derrumbarse sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Así hasta el fin de sus días. Por supuesto Juan nunca dejó de cuidarla y de quererla. Ya no era la esposa perfecta, no era divertida, ni condescendiente.. pero era su esposa, y esa era su obligación.
Tampoco Juan volvió a ser el mismo (¿quién podría serlo?). No lo encarcelaron. Tampoco fue al infierno. Tanto la justicia humana como la divina supieron comprenderle. Le habían preparado para trabajar duramente, educar a sus hijos, amar a sus semejantes, y para vivir en paz y con sencillez; nunca para algo así (¿acaso a alguien lo educan para algo así?). Continuó acudiendo al Santo oficio cada domingo, solo, más por costumbre y por guardar las apariencias que por otra cosa. En cuanto su espíritu fue capaz de nuevo de construir ilusiones, objetivos en la vida, un nuevo sueño en el que emplear la existencia tan arduamente conquistada, tuvo claro cual sería: vivir.

Fin

Si les parece dura esta historia es que no conocen las historias de verdad, aquellas que pasan todos los días en la vida real a seres humanos como usted y como yo, en cualquier parte del mundo. Tampoco yo las conozco, afortunadamente, pero soy consciente de que el sufrimiento, ajeno o propio, nos hace más humanos, mientras que la ausencia de él o su desconocimiento nos deshumaniza. De ahí que yo considere de VITAL importancia la publicación y difusión de toda forma de sufrimiento humano, provocado o fortuito, ya que prefiero humanizarme con el conocimiento del sufrimiento ajeno, a tener que hacerlo con el propio, que espero que nunca llegue.
Perdón por la extensión tan dilatada de la historia, pero es que lo mío no son los resúmenes; aun así, he procurado acortarla cuanto me ha sido posible. Si aún les quedan ganas de seguir leyendo un poco más, aquí les dejo un pequeño fragmento de mi libro Metnok; no sé si tendrá mucho que ver con la anterior historia, pero eso ¿a quién le importa? Que tengan un buen día:

En ocasiones, los dioses deciden poner a prueba a determinadas personas. El que no la pasa, muere, y su nombre se pierde con él en el más oscuro y lúgubre agujero del Gran Abismo, bajo toneladas de polvo y ceniza, junto a todos aquellos que una vez tuvieron la oportunidad de ser y en vez de eso eligieron perder.
Los que consiguen pasar esa prueba reciben el mayor don que ningún dios podrá conceder jamás a hombre alguno. Para ellos los dioses tienen reservado el preciado don de la felicidad eterna. Estas personas tendrán el privilegio de pasar de ser servidores de sus creadores a convertirse en señores de los mismos; para estas personas no existirán empresas que no puedan conseguir, porque los dioses estarán siempre a su lado, protegiéndoles, aconsejándoles, sirviéndoles, amándoles. El nombre de estas personas perdurará durante siglos en el más elevado pabellón construido en el Cielo, junto a todos aquellos que un día sintieron en su interior la necesidad y el coraje de cambiar el destino que otros se habían encargado de escribir para ellos, levantándose de sus cómodos asientos y enfrentándose a la vida sin más armas que la verdad, la justicia y la templanza. Estas personas nunca morirán, se mantendrán vivas por toda la eternidad en el corazón de aquellas otras que las honran cada día con su memoria.
Hasta muchos años después, ya en su ancianidad, Metnok no comprendió que él había sido una de esas privilegiadas personas elegidas para la gloria; él nuca lo pidió, ni lo deseo, ni tan siquiera lo buscó; simplemente apareció en su camino y lo tomó. Su vida no fue sencilla, pasó muchas penalidades, tuvo que luchar, sufrir y trabajar duramente, todo ello para mantener lo que le había sido concedido. En muchas ocasiones creyó perder el don de la felicidad eterna, pero no se rindió, porque el coraje y la valentía son algo que no se pierden fácilmente, así como la generosidad y la humildad, valores que siempre atraerán hacia nosotros a un sinfín de buenas personas dispuestas en todo momento a levantarnos cuando desfallezcamos, alejando de nuestro lado, también para siempre, a la amarga soledad. Tan sólo al final de sus días supo con certeza que ese don, una vez obtenido, perdura por toda la eternidad; pero esto es algo que sólo la llegada de la muerte puede hacer comprender, ya que únicamente es ésta la que, con su implacable mirada, nos hace ver lo que fueron nuestros días, lo que pudieron ser y lo que ya nunca serán.

El pez que quiso volar

lunes, 19 de noviembre de 2007

Extracto de mi libro "El renacer de la humanidad"
– Bien, el cuento se llama “El pez que quiso volar” –empezó a relatar Elena–, y trata sobre un pececito que desde muy pequeño, veía a través del agua a los pájaros volar muy alto y perderse en la inmensidad del cielo. Él los envidiaba y se preguntaba por qué no podría él también volar en vez de verse obligado todo el día a nadar y nadar sin poder salir del agua, cosa que le aburría mucho.
» Así que un buen día decidió que aprendería a volar; si los pájaros lo hacían, por qué no iba a poder hacerlo él que era más pequeño y pesaba menos. Desde ese día su único empeño era volar; se pasaba todo el tiempo dando pequeños saltos fuera del agua al mismo tiempo que agitaba sus pequeñas aletas con todas sus fuerzas. Los demás peces se apartaban de él porque lo veían como a un bicho raro así que nuestro pequeño pez estaba siempre solo; pero eso no le importaba, estaba demasiado ocupado en aprender a volar y no tenía tiempo para jugar con sus compañeros.
» Pasaron muchos años y el pececito se convirtió en un pez adulto, y seguía en su empeño de aprender a volar. Cada vez conseguía dar saltos más grandes fuera del agua y eso le motivaba aún más.
» Hasta que un buen día se produjo el milagro; saltó fuera del agua agitando sus aletas y se elevó por el aire cada vez más y más alto. ¡Estaba volando! No lo podía creer. En ese momento era la criatura más feliz de todo el universo.
» Quiso que los demás peces lo viesen para que se alegrasen con él, pero lo único que consiguió es que volviesen a rechazarlo y se alejasen aún más diciendo “qué se habrá creído ése; pensará que es mejor que nosotros porque sabe volar. A dónde querrá ir”.
» Entonces vio un grupo de pájaros volando a lo lejos y pensó “ahora esos serán mis nuevos amigos; ellos me comprenderán”. Pero de nuevo se equivocó; cuando los pájaros le vieron venir, al no conocerlo, creyeron que podría ser una amenaza para ellos y huyeron a toda prisa. De nuevo se quedó solo.
» Al poco rato vio como se acercaba un gran pájaro y se alegró mucho de que alguien se le acercara por fin para ser su amigo. Como aquel medio era nuevo para él, no conocía los peligros que entrañaba ya que nadie se los había enseñado y no podía saber que aquel pájaro era en realidad un depredador, y cuando éste lo alcanzó, lo mató y se lo comió.
» El pececito se había pasado toda su vida solo, intentando hacer algo para lo que no había nacido. Al final lo logró, consiguió algo que nunca jamás nadie había conseguido antes, la gran proeza de que un pez volara. Pero en vez de alabanzas y reconocimiento, lo único que provocó su éxito fueron envidias, miedo, soledad y, por último, la muerte; todo por no conformarse con ser un pez como los demás.
» Si le mereció la pena o no todo ese sacrificio por conseguir su sueño, es algo que deberás de reflexionar tú solita. Hasta mañana cielo, que duermas bien.

Credos

lunes, 12 de noviembre de 2007

¿Se han parado alguna vez a pensar en la infinidad de problemas, injusticias y crueldades que se han cometido y se comenten a diario debido a las creencias, ya sean ciertas o falsas?
Cuántas personas habrán sido asesinadas a lo largo de la historia de la humanidad por creer o no creer en algo.
Cuántos pueblos habrán sido aniquilados por creer en algo distinto a otro más fuerte.
Cuántos seres humanos habrán sufrido daños, humillaciones, vejaciones o habrán sido perseguidos y expulsados de sus hogares por negarse a creer en algo que otros trataban de imponerles.
Cuántos dictadores y personas sin escrúpulos han alcanzado el poder porque su pueblo creía en ellos en un momento determinado.
Cuántas parejas se habrán roto porque uno de sus miembros creía saber algo sobre el otro que no le agradaba; como por ejemplo, que éste le era infiel o no le amaba lo suficiente.
Cuántas personas habrán sido condenadas injustamente porque otras creían que eran culpables de algo.
Cuántas personas no habrán alcanzado la felicidad porque no se creían merecedoras de ello.
Cuántas personas no habrán intentado comenzar una bonita relación de amor con otra por creer que no serían correspondidas.

¿Por qué los seres humanos seguimos empeñados en que las creencias, o no creencias, sigan dirigiendo nuestras vidas, en demasiadas ocasiones, en contra de nuestra voluntad y de nuestros intereses?
¿De verdad son todas necesarias?
Una persona puede creer o dejar de creer en algo por tres motivos diferentes: el conocimiento, la ignorancia o el miedo.
Sobre el conocimiento hay poco que decir. Éste nos lleva a creer en cosas como la gravedad, la evolución, la rotación de la Tierra, el sistema solar, la fuerza electromagnética, la energía de las estrellas, las placas tectónicas, la composición molecular del agua, etcétera. Que sean hechos demostrados científicamente no prueban que sean forzosamente ciertos, como ya ha ocurrido en muchas ocasiones, pero al ser aceptados mayoritariamente y estar fundamentados sobre determinados conocimientos que se poseen en ese preciso momento, son creencias que pueden estar plenamente justificadas.
Las creencias motivadas por la ignorancia también están, por desgracia, muy generalizadas. Y no me refiero a las creencias en elementos sobrenaturales o difícilmente demostrables, como pueden ser la creencia (o falta de ella) en un único Dios, o en espíritus, fantasmas, etc. Me refiero a las creencias que no vienen motivadas por el sentido común o por un amplio razonamiento, sino más bien han sido establecidas por tradición, por herencia, por que es lo que todo el mundo cree o es lo que nos han enseñado a creer cuando éramos unos niños. Estas creencias irracionales son también las que nos llevan a romper con una pareja por creer que nos miente, sin haberlo podido demostrar; o son las que nos llevan a prejuzgar a otras personas tan sólo por su aspecto, procedencia, forma de hablar, tradiciones,... llevándonos incluso en ocasiones a condenar a inocentes. La ignorancia es también la que nos conduce a creer en determinadas personas que no son merecedoras de nuestra confianza, como ocurre muchas veces con los políticos a los que votamos en las urnas.
Pero la peor de todas es, sin duda, la creencia motivada por el miedo. Tampoco aquí me refiero a las creencias impuestas por terceros, ya que, un credo es algo tan personal que sería imposible obligar a alguien a creer en algo en lo que no quiere creer. Distinto es el que algunas personas finjan creer en algo por temor a ser rechazadas, expulsadas, humilladas, asesinadas, etc., como han tenido que hacer infinidad de personas a lo largo de la historia para salvar sus vidas. Pero este es un caso distinto al que estamos tratando, ya que nadie puede saber nunca lo que otra persona cree realmente, a no ser que ésta se lo diga, y todos sabemos lo fácil que es mentir. El auténtico peligro del miedo, aparte de ser totalmente irracional, es que ataca a lo más íntimo y personal que posee cualquier persona: a la mente; llevándola a actuar de forma inconsciente y peligrosa, como si de un bebé se tratase. Algunos ejemplos: todas aquellas personas que han creído y creen en un único Dios tan sólo por el miedo al castigo que Éste podría infringirles, en caso de existir; la imposibilidad de entablar alguna relación seria con otra persona por creer que no va a funcionar, es decir, por el miedo al rechazo; las injusticias cometidas sobre otras personas por creer que podían ser peligrosas, o sea, por el temor que producía el que fueran diferentes; la elección de un determinado líder por creer que será mejor que los otros existentes, o lo que es lo mismo, por miedo a ser gobernados por alguien no deseado; el miedo injustificado a ciertos animales que sabemos que son inofensivos, por creer que nos podrían hacer daño de alguna manera. Y así podríamos continuar con multitud de temores infundados, inconsistentes, que continuamente atenazan nuestro cerebro obligándonos a creer en cosas que no pasarían ni un primer examen racional, y que nos llevan a tomar decisiones perjudiciales para nosotros mismos o para otras personas y terminan conduciendo nuestras vidas por caminos que no son los más adecuados, ni los que realmente nosotros deseamos.
Las creencias surgidas por la ignorancia o el miedo pueden ser confundidas fácilmente. La diferencia fundamental sería que la primera nos llega del exterior: mentiras, manipulación, tradición, falsas interpretaciones, etc.; mientras que las creencias fundamentadas en el miedo, son estrictamente personales, y difícilmente podrían ser expuestas de forma lógica y razonable, aunque, paradójicamente, suelen tener más peso sobre nuestras decisiones, y por tanto en nuestras vidas, que cualquier otra. En muchas ocasiones pueden coincidir; cuando es la ignorancia la que hace brotar el miedo en nuestro interior, haciendo que éste se aferre a nuestro subconsciente hasta el punto de que lleguemos incluso a olvidar el verdadero motivo por el que llegó allí. En cualquier caso, tanto unas como otras son igualmente perjudiciales, y deberíamos luchar con toda nuestra energía por hacerlas desaparecer para siempre de nuestras vidas.

Conclusión: Nos complicamos demasiado la vida por creencias que, en la mayoría de los casos, ni tan siquiera es necesario que nos las planteemos. Por ejemplo, si nadie puede convencerme fehacientemente de la existencia, o no existencia, de un único Dios, ¿de qué me sirve planteármelo siquiera? Yo sé que tengo que procurar hacer lo correcto en todo momento; si Dios existe, sabrá recompensármelo, y si no, podré dormir con la conciencia tranquila por haber actuado como es debido. No tiene porqué cambiar nada el que crea o no. Ni que decir tiene que se puede creer en Dios libremente de una forma racional y consciente, teniendo muy claro lo que esto significa y siendo coherentes en todo momento con dicha creencia, de hecho, yo admiro a las personas que logran hacerlo, y encuentran en la fe un auténtico apoyo en sus vidas. Si lo pensamos bien, lo realmente importante de una creencia no es si ésta es verdadera o falsa, sino el daño o el beneficio que podría llegar a hacer. Lo mismo se podría concluir de otras muchas dudas que nos surgen diariamente y con las que convivimos. Solución: simplemente olvidarlas y actuar conforme nos dicten nuestros sentidos; sobretodo, el sentido común.
En definitiva, cuidado con lo que crees o dejas de creer, podría destruir tu vida (o solucionarla).

Yo creo en la grandiosidad del infinito Universo, por ser el creador y protector de todo lo conocido.
Admiro y respeto al Sol, porque me da luz y calor, y sé que es el origen y el germen del que surgió nuestro planeta.
Creo en la madre Tierra, porque me sustenta, me alimenta y me da abrigo.
Bendigo a la Luna y a las Estrellas, porque iluminan el cielo nocturno, dándole una belleza incomparable.
Amaré y protegeré por siempre al Agua, porque me refresca, me hidrata, y sé que es fuente de vida.
Comprendo y acato la acción del Viento, porque ayuda a mantener el planeta con temperaturas agradables y soportables, compatibles con la vida.
Adoro a todas las criaturas vivas que pueblan el vasto mundo, porque sin ellas nuestra existencia sería imposible, a parte de mucho más aburrida y sin sentido.
Creo en todos los hombres y mujeres santos que han dedicado su vida a impartir sabiduría y buenas obras por el mundo, porque gracias a ellos, la humanidad tiene un esperanzador futuro.
Creo en mí y creo en ti, porque nos une el espacio y el tiempo; porque este es nuestro momento; porque si no lo aprovechamos ahora, puede que nunca podamos hacerlo.
Y con respecto al resto de los misterios de la existencia, tan sólo soy un insignificante ser humano, nada digno de creer o dejar de creer en ellos.
Mis creencias no precisan de ninguna muestra externa de adoración, aparte de un profundo amor y respeto hacia todo lo que me rodea. Yo no necesito alzar los brazos entonando una plegaria; no necesito unir las manos en recogimiento junto a mis hermanos; tampoco tengo necesidad de hincar las rodillas en tierra, ni de fundirme en un abrazo con mis semejantes...
No pido que nadie crea en mí. Tan sólo pido ser amado y respetado. Es todo lo que pido, créanme.

Pequeños detalles

lunes, 5 de noviembre de 2007








Observen con detenimiento estas fotografías (perdón por los reflejos y la calidad).







No sé ustedes, pero yo casi grito de terror al ver esos maniquíes que parecía iban a comerme. Están situados a la entrada y en el escaparate de una tienda de ropa de moda juvenil cualquiera en una ciudad cualquiera de nuestra amada España. No pude reprimir la tentación de inmortalizarlos en una instantánea. Supongo que habrá muchos más como éstos por ahí repartidos.
Es lo que me faltaba por ver. Películas violentas, juegos violentos, libros violentos, música violenta y, lo último, maniquíes en actitud violenta. Lo último de momento, claro, a saber qué será lo próximo; porque para esto de la creatividad y de la imaginación no hay límites, sobretodo cuando se trata de hacer el mal. Lástima no emplearla en fines más positivos.
Este es el mundo que le estamos construyendo a nuestros hijos y a todo el que venga después. Un mundo en el que la violencia reboza por los cuatro costados. ¿Cómo puede extrañarnos que la juventud sea por día más violenta si hasta les fabricamos maniquíes para llamar su atención que parecen salidos directamente del infierno? Puede parecer una tontería, pero para mí no lo es. Una buena educación no sólo se logra con grandes enseñanzas, sino también con pequeños detalles cotidianos. No nos quejemos luego, cuando nos toque sufrir las consecuencias, ya que, no me cansaré de repetirlo, cuando se actúa con violencia, el mundo te responde con violencia; ésta es una regla universal. Y recuerden que estos maniquíes, películas, videojuegos, etc., no lo hacen niños ni jóvenes, sino gente como usted y como yo, con pelos ya en los ... Tampoco me vengan ahora con la excusa de que se hacen para adultos, porque, además de ser de lo más hipócrita (me remito a los hechos), también los adultos nos volvemos insensibles y violentos cuando vivimos inmersos entre tanta barbarie, transmitiendo así esta actitud a nuestros hijos.
En fin, no quiero enrollarme más con un tema en el que sobran las palabras. Sólo espero que cuando esto llegue a su límite (porque no olviden que toda tendencia tiene un límite) me pille a mí riéndome ya del mundo en lo más profundo y oscuro del Abismo Primordial.
¡No se pongan así, hombre; tampoco es para tanto! Si total, sólo son maniquíes, ¿qué daño pueden hacer? De algo hay que hablar...





Esta otra imagen pertenece a un nido de avispas que lleva unos cuatro años sobre la puerta de mi casa. Todo el que lo ve se sorprende y asusta, y termina diciéndome que a qué estoy esperando para quitar eso de ahí, con lo peligrosos que son esos bichos.
Y yo siempre respondo lo mismo: van a hacer seis años que llevo viviendo en este lugar y tan sólo me ha picado una vez una avispa, y fue precisamente el primer año, cuando me dio por quitar un nido que estaban construyendo en ese mismo emplazamiento. Entonces aprendí la lección: si no me meto con ellas, ellas tampoco se meten conmigo. Y así ha venido sucediendo hasta ahora; mientras yo estoy en el jardín, ellas revolotean a mi alrededor de flor en flor sin molestarme para nada. Lo que demuestra una vez más lo que nunca me cansaré de repetir: si actúas con violencia, el mundo te responderá con violencia.
Las avispas no son peligrosas ni violentas, así como tampoco lo son la mayoría de los israelitas, palestinos, norteamericanos, sudaneses, rusos, chechenios, irakíes, iraníes, afganos, pakistaníes, indios, colombianos, albanokosovares, serbios, ... y un largo etcétera. Si yo puedo convivir con las avispas, con las que ni tan siquiera me puedo comunicar, ¿cómo es posible que seres humanos, de la misma especie, sean incapaces de vivir en paz unos junto a otros?
Que alguien me lo explique, por favor.
La fórmula es bien sencilla: vive y deja vivir.
Quizás precisamente ése sea el problema: hay demasiada gente que no sabe vivir, de ahí que tampoco dejen vivir a los demás.
¡Pues habrá que aprender, digo yo!

Se acordaron de mí: