Capítulo Diez

lunes, 25 de mayo de 2009


Pasé algunos años dedicándome a esta necesaria actividad de vender y comprar mercancías. Durante este tiempo, conocí muchas y diferentes ciudades, atravesé desiertos inhóspitos, ascendí altísimos montes intransitables, crucé espesos bosques y selvas plagadas de extrañísimas criaturas salvajes y navegué por mares repletos de peligros y maravillas. Infinidad de lugares que me eran totalmente desconocidos y que me hicieron comprender la inmensidad tan absoluta e inabarcable de esta tierra que nos da la vida, así como la insignificancia del ser humano en todo este misterio de la creación, accesible sólo para las también misteriosas deidades y sus caprichos temporales e incuestionables.

Al mismo tiempo, también conocí una diversidad de personas como nunca antes ni después me había ocurrido. Pude comprobar como, dependiendo del lugar, las distintas poblaciones poseían también distintas costumbres; adoraban divinidades de toda índole, ofreciéndoles cultos, ofrendas y sacrificios que antes jamás pude haber imaginado; vestían con ropajes de lo más diversos, se alimentaban con productos diferentes, se entretenían con juegos y otras distracciones variadas... En definitiva, cada pueblo había desarrollado su propia cultura, y, cuanto más se alejaban los unos de los otros, más insólita y diferente iba resultando.

Aunque había algo que a todos los unía, y era el deseo y la necesidad de adquirir productos nuevos y de otros lugares. De ahí la altísima importancia que alcanzó la actividad del comercio, llegando incluso a influir firmemente en la actuación de determinados gobiernos, reinados y templos sagrados.

Recuerdo que al principio era incapaz de comprender como tantas personas intercambiaban las monedas, que tanto sudor les habría costado conseguir, por objetos aparentemente inútiles o repetidos. Veía a cientos de mujeres ansiosas por adquirir más y más vestidos y artículos sin otra utilidad que la de decorar casas y cuerpos, hombres sudorosos dispuestos para la lucha si no encontraban una determinada herramienta para su labor, a pesar de existir muchas otras que realizaban la misma función, o algún elixir desconocido que consiguiese embriagarlos más aún que los ya conocidos. Niños, jóvenes, adultos o ancianos, de distintas razas, credos y culturas corrían por igual a la llegada de las caravanas que venían cargadas de mercancías de lo más dispares. Un frenesí caótico que se apoderaba sin remedio de cada alma, de cada cuerpo y de cada mente, en cualquier lugar de este mundo conocido.

El tiempo me ha ayudado a discernir sobre la necesidad de esa vorágine consumidora en el desarrollo y prosperidad de las distintas civilizaciones, aunque sea a costa de la pérdida de identidad y de libertad del individuo. En teoría podría parecer que el bien común prevalece sobre el individual, pero la práctica es bien diferente, ya que sí que existen siempre individuos particulares que salen muy bien beneficiados de este sistema a costa del resto. Pero como yo mismo fui uno de aquellos que supieron aprovecharse de la situación, debo decir que este aspecto de la naturaleza humana, que la hace mostrarse en todo momento ávida de emociones nuevas y curiosa hasta la saciedad por todo aquello que desconoce, es sumamente ventajoso para el devenir futuro de pueblos y ciudades.

Soy consciente de que si mi situación fuese la contraria, viéndome postergado al lugar del pobre productor de bienes y utensilios, obligado de por vida, por su condición avariciosa, envidiosa e ignorante, a tener que consumir y adquirir toda clase de objetos a costa de su salud y esfuerzo, malgastando la que podría ser una vida de dicha infinita, digo que, si esa otra hubiese sido mi condición, con toda probabilidad ahora, en mi edad postrera, opinaría algo completamente diferente y opuesto a lo ya expresado. Espero sinceramente que nadie se escandalice ni me juzgue severamente por tal afirmación, porque sabido es por todos que la opinión es mudable como las estaciones del año, y que son las circunstancias particulares de cada uno las que conforman tal o cual idea en su mente.

Y no vayan a pensar tampoco que yo pude librarme de semejante locura materialista, porque tengo que confesar que también mi ego, prácticamente virgen de placeres mundanos hasta aquel entonces, fue víctima de aquella fiebre derrochadora y devoradora del espíritu verdadero y trascendental del ser humano.

Al contemplarlo desde la distancia que conceden los años, y con los cambios sufridos por mi naturaleza durante este tiempo reparador, me resulta difícil explicar qué especie de ser extraño, a modo de parásito exterminador, se apoderó de mi mente inexperta hasta convertirla en lo que fue: una máquina insaciable de bienes materiales y efímeros. Aún me avergüenza el recordar los extremos a los que fui capaz de conducir mi joven cuerpo, abandonándolo sin escrúpulos a toda clase de placeres profanos por el simple hecho de que podía permitírmelo, sin pensar ni por un momento en las consecuencias futuras que tales acciones frenéticas podían deparar en mi cuerpo y en mi ser.

Sí, ya sé que podría excusarme en la insensatez de la juventud y el desconocimiento por la falta de experiencia, pero.... esos pensamientos no terminan de reconfortar del todo mi atormentado espíritu. Por aquel tiempo, mi cuerpo ya había padecido toda suerte de penalidades y mi mente conocía sobradamente el auténtico dolor, muy al contrario de la mayoría de personas de mi edad con las que me crucé en mi camino. Y sin embargo, me vi incapaz de vencer aquel monstruo de la avaricia que tanto daño infringe en las almas ufanas y sedientas de novedad.

Mi único consuelo podría ser la ignorancia, al tratarse de algo novedoso, ciertamente, pero mi conciencia me impide no tener en cuenta el hecho de que yo veía a mi alrededor, desde el primer día, a toda clase de individuos mayores y más experimentados que yo, y con las carnes flácidas, los cuerpos enfermizos y las mentes afligidas en todo momento a causa de los excesos cometidos durante años de placeres ilimitados. Aún no entiendo cómo no pude darme cuenta antes, cayendo también en la misma trampa, cometiendo los mismos errores. En verdad el ser humano es una especie extraña e incomprensible, capaz de aprender de las más diversas criaturas que crecen sobre la tierra, pero incapaz de hacerlo de los semejantes que les son más cercanos.

Ahora que lo pienso, creo que será mejor dejar dicho en este mismo instante a qué tipo de placeres vengo a referirme al hablar de ese modo tan despectivo, no vaya a pensarse nadie que el tiempo me haya convertido en un huraño asceta, alejado de todo aquello que huela a civilización o humanidad; nada más lejos de la realidad.

Paso a enumerarlos, por si estos pergaminos llegasen a caer en manos de algún extraño ser capaz de aplicarse en las lecciones de la vida por experiencias ajenas. En primer lugar habría que mencionar los placeres del buen comer, tan difíciles de renunciar cuando la bolsa se encuentra bien repleta de oro y plata. Durante todo ese tiempo de pujanza, quise compensar a mi estómago por la carne que no pudo engullir en sus años mozos, cuando los animales sacrificados iban destinados, en su mayoría, a buscar el favor de las siempre insatisfechas deidades o, en su defecto, a seguir abultando aún más las panzas de sus más fieles seguidores, los sacerdotes. Pero la naturaleza no entiende de semejantes equilibrios, así que acabé yo también luciendo una enorme y pesada barriga, no demasiado práctica para las largas caminatas atravesando desiertos y subiendo montañas.

También los excesos con el vino y la cerveza me traen a la memoria un sinfín de noches interminables y amaneceres amargos, envueltos en la mayor pesadez imaginable y los más molestos dolores de cabeza que un ser humano pudiera soportar. Tampoco en este menester fui capaz de aprender la lección de tiempos pasados, en aquellos años de juventud, cuando reyes depravados utilizaban el poder embriagador del alcohol para sembrar el olvido en las mentes de sus ignorantes súbditos. Nunca sospeché que acabaría terminando igual voluntariamente, con todo mi sentido puesto en la tarea, en busca de un supuesto placer y pagando por ello; lo que no deja de colocarme en una posición de ignorancia aún más baja de la que tenía por aquel entonces.

Pero quizás el más imperdonable de todos los errores cometidos en aquella etapa de mi vida, en la que me vi rodeado de toda clase de lujos y delicias a mi alcance, fue el goce inmoderado al que sometí mi virilidad masculina. Y conste que no pretendo insinuar que semejante disfrute pueda ser perjudicial para la salud, no, a pesar de lo que muchos seguidores de determinados dioses quieren hacernos creer. Cuando el cuerpo es joven y la salud vigorosa, nada mejor que ejercitarlo convenientemente en las artes de alcoba. Si me lamento tan angustiosamente de algún error cometido, no es más que porque esta incontinencia sexual mía me condujo sin remedio a la más completa soledad en días venideros, cuando bien me hubiese gustado disfrutar de la compañía de una buena esposa, fiel y trabajadora; e incluso no descarto el haber sido feliz también viendo crecer algunos retoños, fruto de mi estirpe, y con los que hubiese podido contar en el futuro para la continuidad y prosperidad del negocio, como veía hacer a tantos otros compañeros de viaje. Pero como digo, cuando me llegó ese tiempo, no tuve la conciencia despierta ni el suficiente entendimiento para comprender la importancia de una compañía femenina permanente, a pesar de las muchas que se cruzaron por mi camino, y que me consta que más de una pretendió calentar mi lecho por tiempo indefinido. Mi labor peregrina en busca de nuevos productos que agradasen a los ingenuos ciudadanos, también dificultó el encuentro de un amor duradero, y facilitó por el contrario la abundancia de escarceos efímeros que, a la larga, sólo consiguieron engañar a mi incontenible ego, resultando en el aislamiento al que me he visto abocado de por vida.

Es cierto que, con el correr de los años, no es algo que me aflija en demasía, ya que mis días se han ido adaptando a esta vida en soledad, y en la actualidad me siento satisfecho por todo lo obtenido y vivido; pero no dejo de pensar cuan diferente podía haber sido mi destino de haber hallado en su momento una mujer buena con la que compartir mi solitaria existencia. Aunque no es menos cierto que, de haber sido así, la incertidumbre de ese otro nuevo designio diferente al acontecido, me hace imposible prever la dicha o el infortunio al que me hubiese conducido tal ventura, con lo que concluyo en la inutilidad y pérdida de tiempo que supone el alumbrar diversos devenires en la vida de cualquier ser humano.

Pero ni tan siquiera esta última reflexión puede impedir que mi espíritu se sienta algo abatido al especular sobre posibles vidas pasadas, tal es la incomprensión que poseemos sobre la siempre sorprendente mente humana y su impenetrable funcionamiento.

En este estado actual de zozobra al que me han conducido mis ulteriores palabras, inesperado a estas alturas de mi vida, me veo incapaz de continuar sermoneando al insufrible lector sobre tales o cuales perjuicios y desdichas, así que resumo todo lo dicho con anterioridad aconsejando a todo aquel que quiera ser aconsejado sobre la justa medida en que deben ser tomados todos y cada unos de los goces y placeres que ante nuestra vista se nos presenten en nuestro arduo camino por esta tierra inmisericorde. Justa medida que deberá ser deducida por cada cual según sus circunstancias, líbrenme los dioses de tener que decir a nadie lo que hacer con su vida, sobretodo tras expresar las dudas que albergo sobre mis actos pasados y presentes. Lo que sí me atrevería a decir, sin ánimo de parecer pretencioso, es la valía que puede llegar a alcanzar el alma humana cuando sus sentidos se encuentran completamente abiertos al paraíso que la naturaleza nos ofrece continuamente, en cualquier lugar en el que nos encontremos. Tal conocimiento, por sí solo, puede hacernos sentir las personas más dichosas de la creación, reemplazando por completo a cualquier otro placer mundano obtenido con sudor y lágrimas, o con engaños y artificios.


Capítulo Nueve

lunes, 18 de mayo de 2009


Desde entonces todo resultó mucho más sencillo. A partir de aquella pequeña aldea, se abrían caminos pedregosos y polvorientos, hechos por la mano del hombre, que comunicaban unos lugares con otros; sólo tenía que seguirlos. Ante mí se anunció todo un mundo diferente y maravilloso.

Decidí guiarme por el imprevisible instinto, como siempre había hecho, y dirigí mis pasos hacia el Este, siguiendo la ruta por donde llegaban y hacia donde se dirigían las pequeñas caravanas de mercaderes que frecuentaban aquellos parajes.

Precisamente a una de ellas me uní, ofreciendo mis anchas espaldas a un humilde comerciante que portaba más carga de la que sus vetustas mulas podían llevar. El camino era placentero y entretenido, al menos para mí, que todo lo contemplaba con ojos fascinados. Me parecía increíble; el que otrora fuera un poderoso guerrero temido y odiado por todos sus rivales, convertido en un insignificante muchacho ignorante y torpe en todas las cuestiones que realmente importaban en este otro mundo para sobrevivir.

Todo aquello me resultaba nuevo y desconocido, así que no dejaba de sorprenderme hasta de las más intrascendentes incidencias que se presentaban durante nuestra marcha. La novedad siempre coloca a nuestro espíritu en ese estado de zozobra y agitación más propio de un crío durante sus juegos. Y realmente así era, ya que advertí que al resto de mis acompañantes tan sólo les divertía mi infantil comportamiento ante las diversas circunstancias que para ellos sólo suponían mera rutina, como el hecho de que alguna de las bestias de carga se cansase de ejercer su penoso trabajo y decidiese tumbarse al sol, o las precauciones que algunos mercaderes tomaban para evitar el ataque de las fieras durante la oscuridad de la noche. Debo decir, sin temor a errar, que durante aquel tiempo de peregrinaje no dejé un solo día sin aprender infinidad de cosas desconocidas por mí hasta entonces, a cada cual más interesante y útil para esta nueva vida que me esperaba.

Para mí resultaba algo completamente novedoso el intercambio de enseres, bienes y alimentos entre personas con el sano objetivo de la satisfacción mutua. En mi extinta tierra, todo lo necesario nos era suministrado por nuestros mandatarios, y cuando alguien necesitaba o se le antojaba algo extraordinario, simplemente lo tomaba por la fuerza, siempre que el poseedor fuese más débil, claro está. O más sorprendente me pareció incluso cuando ese intercambio se producía por lo que llamaban dinero, algo de lo que yo nunca antes había oído hablar y que no era otra cosa más que pequeñas piezas cilíndricas de metales preciosos, como el oro o la plata, a las que llamaban monedas. El uso correcto del dinero ha sido de las cosas más complejas que jamás he tenido que aprender, debido a la gran diversidad de monedas diferentes que existían, cada una de ellas con su propio valor. Además, los buenos mercaderes debían conocer bien las monedas de todos los países y regiones cercanas, ya que cada uno de ellos tenía la costumbre de fabricar su propio dinero, dificultando aún más su aprendizaje y manejo. Pero debo reconocer que el dominio de este arte supuso para mí una gran ventaja en adelante, y que gracias a ello he podido desenvolverme con mayor facilidad por las innumerables tierras que mis pies han pisado hasta el día de hoy.

Shafar era el extraño nombre de aquel mercader humilde que tuvo a bien acogerme como aprendiz; por más lustros que enturbien mi avejentada memoria, nunca lo olvidaré. Él me enseñó todo lo que debía saberse sobre el intrincado oficio de las transacciones de mercancías con otros semejantes, algo que siempre le agradeceré. Yo a cambio, como ya he dicho, le ayudaba durante las largas travesías con el transporte de sus mercancías. Durante estas marchas por caminos polvorientos entre poblaciones, manteníamos entretenidas conversaciones, en las que siempre se mostraba divertido y se burlaba de mí cuando le contaba sucesos sobre mi antigua vida como soldado; algo me dice que no me creía del todo, de manera que yo tampoco solía extenderme mucho con mis relatos, optando mejor por escuchar con atención todo lo que salía por su boca.

Así fue como me enteré de los escasos conocimientos que yo poseía sobre las complejas relaciones con otros seres humanos y, al mismo tiempo, su incredulidad también me mostró la dificultad que tenemos los seres humanos para comprender otras realidades distintas a las vividas y experimentadas por uno mismo. Cada cual siempre tiende a pensar que su modo de vivir y de ver el mundo es el único que existe, e incluso, en algunos casos, la mejor forma por la que se puede pasar por esta oscura vida que todos atravesamos. Mi larga experiencia me ha enseñado que éste es un error habitual que se enquista en el entendimiento de todo aquel ser humano que lleva una existencia monótona , y que nada dista más de la realidad, ya que el mundo posee una complejidad enorme; tanto es así que ni en cien veces cien generaciones podrían llegar a conocerse todas y cada una de las diversas maneras que existen de traspasar el umbral de la muerte, que, a la postre, es el destino de toda vida.

Shafar, en cambio, nunca fue reticente a la hora de exponerme con claridad todos los entresijos que su mundo podía ocultar para un muchacho novato y recién llegado como yo, y deseoso por aprender todo lo necesario para sobrevivir sin ayuda. También fue él el artífice de mi primer acercamiento al prodigioso e inabarcable arte de los símbolos escritos, que, junto con el conocimiento de las monedas, fueron las habilidades que mayor rentabilidad me han aportado hasta el día de hoy. De hecho, gracias a ello, actualmente puedo permitirme el lujo de relatar mis penosas memorias a todo aquel al que pueda interesar y ayudar, aunque sin ánimo de crear doctrina. Si algo se deduce de todo lo escrito, es que el tiempo sólo me ha bendecido con el conocimiento de una sola de sus realidades, y es aquella que reafirma mi inseguridad ante todo lo visto, oído, leído, recordado y soñado. De ahí que, si en algún momento venidero estas letras son descifradas por alguna mente curiosa e inquieta por saber, debería antes convencerse de que para aprender no basta con conocer experiencias ajenas o distintas realidades de las vividas, ni siquiera basta con sufrir las consecuencias de los errores cometidos, como tantos otros nos tratan de hacer comprender. Sino que para aprender es además necesario dejar transcurrir el tiempo debido, y al no conocer nunca cual debe ser éste con exactitud, siempre tendremos la incertidumbre sobre la certeza o falsedad de lo aprendido.

Pero como digo, mi pobre patrón sólo pudo tener a bien acercarme débilmente a esta novedosa y sorprendente ciencia sobre los signos escritos, a pesar de que fueron ellos, los comerciantes de este mundo, los precursores de tan admirable técnica para la comunicación entre humanos. Tan grande y poderoso hacía su dominio, que pronto las clases soberanas de sacerdotes y reyes se hicieron con la exclusividad de su estudio y transmisión, dejando para el resto lo justo y necesario para el desempeño de sus funciones, como era el caso de los mercaderes, que utilizaban sólo algunos de estos símbolos para señalar el contenido de los recipientes donde guardaban sus productos, o para firmar las transacciones que hacían, a fin de poder reclamar lo que les pertenecía ante la autoridad.

Claro que esta exigua instrucción fue más que suficiente para despertar en mi espíritu una profunda curiosidad sobre lo que entonces yo creía que sería una de las herramientas más poderosas jamás usadas por la humanidad. De inmediato creí comprender el alcance que podría tener en generaciones venideras el poder disponer de todo el conocimiento y la información acumulados por generaciones y generaciones de antepasados; cuántos errores se podrían evitar... Pero como ya he dejado entrever anteriormente, estas pretensiones mías no fueron más que otra de mis ilusiones de juventud, ya que el temido tiempo me ha vuelto a demostrar lo engañoso que resulta enseñar nada de lo que no se está seguro, o lo difícil que viene a ser que nadie aprenda por experiencias pasadas y ajenas, aún creyendo en sus ventajas. Tanto es así, que a fecha de hoy, no estoy nada convencido de que nada de lo escrito hasta el momento, por mí o por otros más versados y eruditos que yo, pudiera resultar de ninguna utilidad en el devenir de acontecimientos por llegar, ya que nada hace suponer que el futuro diste en algo de lo ya pasado y acontecido.

E incluso yo iría aún más lejos y me atrevería a insinuar sobre la posibilidad de que esta ciencia inconmensurable sea capaz de hacer retroceder a la humanidad en su progreso y desarrollo, dado la facilidad con que el lenguaje es manipulado y tergiversado en beneficio de unos cuantos, como largamente se ha venido demostrando en el transcurrir de los años, algo que tampoco tiene apariencia de cambiar en tiempos venideros.

De nuevo vuelvo a divagar sobre cuestiones que bien poco importarán al resuelto o aburrido lector de estas mis memorias; otra prueba más de cuán absurdas y vacías pueden llegar a ser las palabras escritas. Casi tanto como las pronunciadas, pero con el peligro de que estas rúbricas no volarán al viento, sino que podrán perdurar en el tiempo escapando con sigilo de las redes del olvido. Aunque me parece que estoy siendo demasiado presuntuoso, conociendo como conozco la facilidad con que el imparable transcurrir entre la luz y la oscuridad puede dañar a la efímera obra del hombre, hasta convertirla en polvo y ceniza, con lo que a la postre, absolutamente todo terminará siendo arrastrado sin remedio por el viento insondable.

Así que continuemos antes de que esto ocurra.


Capítulo Ocho

lunes, 11 de mayo de 2009


La desaparición de mi estimado compañero de infortunios, me permitió continuar mi camino con mayor celeridad y prestancia. En pocas jornadas pude alcanzar un pequeño poblado de campesinos y granjeros que se alzaba a escasa distancia del gran río. El largo trecho recorrido desde el día de la derrota y el apacible estado de la población que ante mí se abría, me hizo albergar cierta seguridad en mi ánimo, así que me aventuré a abandonar el amparo de los cañaverales y me dirigí con presteza hacia aquel lugar. Aquellos pobladores eran los primeros seres humanos, a excepción del fallecido príncipe, que veía en mi nueva vida de expatriado.

Mi desaliñado aspecto de prófugo, me convirtió en víctima de extrañas miradas desconfiadas y recelosas. En principio, también yo temí por mi suerte; es habitual en el alma humana temer aquello que se desconoce, y esta regla universal no dejó de cumplirse tanto en ellos como en mí. Pero no es menos cierto que nuestra desconfiada condición muda con rapidez ante determinadas señales, también universales, y que en este lugar que nos ocupa tampoco dejaron de observarse. Tales señales fueron en mi caso la evidencia de encontrarme entre gente pacífica y trabajadora de la tierra, sin más ánimo que el de alimentar a su familia y el de obedecer los designios de los dioses frente a las adversidades.

En lo que a ellos respecta, supongo que comprendieron pronto que un solo hombre, con aspecto cansado y hambriento, poco podía hacer peligrar sus tediosas vidas; aunque quiero pensar que también contribuyó a este fin mi semblante sereno y jovial, ya que, si algo importante aprendí durante mis años de convivencia, fue que una tez sonriente mostrando un buen entusiasmo, a veces logra abrir más puertas enconadas que la más acerada de las espadas. De esta manera, aquellas personas no tardaban en proseguir con sus atareadas labores de labranza y pastoreo tras mi paso.

Tampoco me fue costoso el hallar gente dispuesta a ofrecerme un buen trozo de pan de centeno y una refrescante jarra de vino. Después de mi dieta casi exclusiva de pescado y pequeños roedores, aquellos alimentos me supieron como manjares de dioses, con lo que debo decir que aquel día fue uno de las más felices de mi vida, porque ni tan siquiera en mi antiguo hogar había gozado jamás de tanta hospitalidad desinteresada. El devenir de mi existencia me ha hecho comprender otra de las grandes verdades de este mundo, y es que siempre serán los más humildes y trabajadores los que mayor afecto muestren hacia sus semejantes, y se me antoja que este estado de servilismo no necesariamente tiene por qué deberse al temor del poder divino, sino que más bien es condición del talante tranquilo y libre de asuntos belicosos que alberga en el espíritu de los que sólo buscan el sustento merecido de los suyos, sin codiciar otros bienes ni intereses que no les corresponda por justicia o posición.

Durante estos días de paz, también aprendí otra importante lección, y es que el gran imperio al que yo creía haber pertenecido en un pasado, y que iba camino de perderse en la memoria, no era más que una ilusión de mi estrecha mente de efebo. La plena contemplación a las rutinarias labores de aquella gente a la que me entregué en este breve tiempo, me hizo comprender la precariedad de un estado volcado casi exclusivamente en las ocupaciones de la guerra, como tal era aquel que me había visto nacer. No supuso una ardua tarea el llegar a comprender que es la correcta manufactura de la tierra y de los enseres cotidianos, lo que posibilita que un pueblo tenga una coexistencia estable y armoniosa, y que es en estos menesteres donde un gobernante inteligente debería poner verdadero empeño para hacer de su país una tierra próspera e imperecedera, si es que tal cosa pudiera existir.

Para mayor humillación de mi persona, en mis conversaciones con esta gente sencilla, pude comprobar como apenas tenían conocimiento de ningún estado vecino grande y poderoso, con temibles guerreros fuertes y valerosos como leones prestos a invadirles en cualquier momento; si acaso, algunos habían oído hablar vagamente de un pueblo de bárbaros que se afincaban al norte y que tenían fama de rudos y sanguinarios, pero con escasa pericia en las artes de labranza y una nula comprensión de las letras. Y así fue como, con el transcurrir ocioso de los días, fui dándome cuenta de que la gloriosa nación, hogar de mis antepasados y de la que tanto me enorgullecí defendiendo y construyendo, no era sino un insignificante trozo de tierra habitado por un puñado de hombres ignorantes al servicio de unos líderes no menos lerdos, con una ambición desmedida e implacable, la cual tenía los días contados desde el mismo comienzo de su aparición en este mundo. Aunque también sería de justicia decir que mis pobres antepasados no hicieron más que recoger la herencia dejada por las antiguas tribus que habitaron aquellos páramos desde el albor de los tiempos, y que nuestra condición bélica no fue más que una tradición impuesta por el acaecer de las circunstancias, que a la postre, junto con los caprichos divinos, son los que forjan el destino de cualquier nación.

Pero la vida ociosa no está concebida para el hombre. Los lugareños son gente amable, pero no tontos, y no tardaron en mostrar excesiva curiosidad por mi procedencia y anteriores ocupaciones; supongo que a ello contribuyó la espada que llevaba sujeta al cinto y de la que nunca me separaba. Este tipo de armas no era nada frecuente por estos lugares. Entonces se me presentaron dos opciones: integrarme a ellos por completo buscándome un trabajo honrado en el que ocupar mi tiempo y que me proporcionase sustento, o continuar mi camino sin dar más explicaciones.

La duda sobre mi proceder apenas albergó unos segundos en mi despejada mente. Todo lo que había hecho en mi vida era combatir y sobrevivir, y por tentadora que fuese esta otra existencia dedicada a la producción de bienes, no me reconfortaba lo más mínimo el verme labrando la áspera tierra o pastoreando bestias por los montes hasta el fin de mis días. Mi condición bélica me pedía algo más de acción de la que me podían ofrecer aquellas ocupaciones rutinarias. Por suerte o por desgracia para mí, el espíritu guerrero impregnaba todos y cada uno de mis huesos, así que la decisión de proseguir la ruta en busca de nuevas aventuras no me supuso un gran esfuerzo. Por aquel tiempo, aún no había aprendido el valor tan grato que proporciona a nuestras vidas las cosas más sencillas, así como la serenidad y paz interior que se obtiene con la rutina diaria del trabajo bien hecho y necesario. Aunque a veces pienso que, cuando nuestro cuerpo es fuerte y vigoroso y el ánimo inquieto propio de la juventud, quizás también resulte necesario un poco de aventura y el riesgo que nos ofrece la incertidumbre de nuestro destino aún por llegar.


Capítulo Siete

lunes, 4 de mayo de 2009


De esta manera fueron pasando los días sin que nada destacable alterase nuestra rutinaria labor, dedicada exclusivamente a la supervivencia. En ningún momento relajábamos la vigilancia; desconocíamos por completo los designios que moverían a nuestros enemigos, y éramos conscientes de que podrían en algún momento cruzar sus caminos con los nuestros, a pesar de que la ruta que habíamos tomado era contraria a la que conducía a su nación. Pero bien sabíamos que cuando un pueblo se hace fuerte, rara vez se conforma con una victoria, dado el afán de conquista y expansión que los dioses nos insuflaron en nuestras almas cuando nos crearon. De ahí que siempre tuviésemos en cuenta la posibilidad de que algún destacamento enemigo anduviese tras nuestros pasos.

Para mayor seguridad, intentábamos en todo momento movernos bajo la protección de los cañizos y la abundante vegetación que se levantaba en los márgenes del río. A su vez, éste nos proporcionaba alimento, agua, higiene y la certeza de no errar nuestro rumbo hacia las tierras bajas del sur, donde pensamos podríamos estar a salvo de los pueblos bárbaros a los cuales, en otros tiempos, habíamos hecho morder el polvo bajo el yugo de nuestro incontenible ejército.

Aunque en verdad, estos asuntos concernientes a nuestra seguridad, parecían preocuparme sólo a mí; el joven caudillo al que me unía ahora la amistad, aún se mantenía demasiado ocupado en arrancarse de la piel el apestoso olor de las incontables ciénagas que cruzábamos, o en protegerse, sin mucho éxito, de las temibles picaduras de los insectos que habitaban en aquellas charcas. Por más que yo trataba de convencerle de que el lodo, a pesar del olor, era el mejor remedio contra tales eventualidades, él no hacía caso, resistiéndose una y otra vez a dejar su piel cubierta del barro maloliente. Aún era pronto para hacer desaparecer de su inconsciencia los hábitos adquiridos durante largos años en la casa real, viviendo rodeado de altos muros protectores y con todo tipo de aceites aromáticos a su alcance que le habían permitido vivir alejado de los hedores que emanaba el mundo real. Su anterior vida de lujos y placeres desmedidos aún pesaba demasiado sobre su aturdida mente y, por qué no decirlo, también sobre la mía, ya que me veía obligado a aguantar durante gran parte del día y de la noche sus constantes quejas: le molestaba el tórrido calor proveniente del sol en su cenit, la nocturna brisa refrescante, el persistente roce de la espinosa vegetación sobre sus miembros entumecidos e incluso el tenaz ulular del viento largo a través de las cañas que anunciaba el cambio de estación. Su falta de costumbre en largas caminatas a pie, también me obligaba a detenerme con frecuencia, algo que tampoco me preocupaba mucho, ya que desconocía si nuestro incierto destino sería mejor que el que dejábamos atrás o, por el contrario, encontraríamos en nuestro camino un final más amargo del que huíamos.

Pero como digo, esta incertidumbre no parecía hacer mucha mella en el ánimo de mi acompañante, el cual había dejado toda la responsabilidad de las decisiones importantes del viaje sobre mí. Se ve que tampoco estaba muy habituado a tener que decidir sobre cuestiones relevantes, y pronto comprendió que le sería de mayor provecho el dejarse llevar por mis disposiciones, dada mi más extensa experiencia sobre territorios inhóspitos y salvajes desconocidos para él.

No me atrevería a augurar si fue la falta de experiencia o el infortunio, lo que deparó el angustioso final que las deidades tenían escrito para el que nunca llegó a reinar. Lo cierto es que una mala mañana abrió los ojos tras un amargo sueño lleno de delirios, con la piel ardiente y sudorosa. El temblor hipnótico que le recorría todo su ser, me hizo comprender con prontitud el mal que le aquejaba, y sobre el cual poco se podía hacer; eran muchos los que yo había visto arder con anterioridad en la pira funeraria después de largas jornadas de lucha contra aquellas convulsiones intermitentes, capaces de tumbar y dar fin al más fornido y osado de los guerreros.

Ante mi impotencia, opté por procurarle los mejores cuidados que podía ofrecerle en semejante situación. Su débil constitución, tan sólo fue capaz de aguantar aquel ardor incontenible durante tres noches. Mientras tanto, en sus alucinaciones de enfermo, parecía adivinar el inminente final que le aguardaba, y una y otra vez, cuando su conciencia se lo permitía, me agarraba con la poca fuerza que le quedaba del brazo, obligándome a prometerle, por los siete mayores dioses, que no abandonase al olvido, entre aquellas impuras aguas, su memoria de glorioso príncipe de un fausto imperio, el cual una vez fue grande entre los grandes.

No tengo muy claro si los fugaces trazos aquí expuestos sobre su persona, serían de su agrado o si tal vez él hubiese preferido que yo me hubiese dejado vencer por la imprudencia faltando a la verdad, relatando memorables conquistas en su nombre, para la veneración y gloria de éste en épocas venideras. Me consta que esto es algo que ya se ha hecho con anterioridad, y no en pocas ocasiones. Espero que me pueda perdonar mi imberbe príncipe, desde allá donde se encuentre, pero me propuse, al iniciar este relato, dejar constancia sólo de aquello que mi memoria diera por cierto, lo cual comprendo que no se ajustará a la realidad, pero no es menos cierto que ésta es la única realidad que yo poseo. Si hay algo que me ha hecho comprender la edad, es precisamente que no hay más verdad en este mundo que la que cada cual alberga en su memoria, y, sea sueño o sea experiencia vivida, lo que aquí cuento es todo lo que fui y lo que ahora me queda. No creo que nadie se espante de tanta sinceridad, porque es bien sabido que poco diferencia a lo pasado de lo soñado, así como a lo esperado de lo imaginado, ya que todo ello, una misma huella deja en nuestro destino.

Como iba diciendo, espero que, desde las alturas, sea aquel muchacho condescendiente con su fiel servidor, que lo fue hasta la muerte, ya que, tras su fallecimiento, ni tan siquiera una digna sepultura, conforme su alta estirpe requería, pude ofrecerle, tal era la situación tan precaria en la que me encontraba. Eso sí, juro por la diosa que me concedió la vida, que oré por sus huesos y rogué a las más altas divinidades que acogieran con clemencia a su leal súbdito, y que, por favor, supiesen perdonarle el estado tan calamitoso y exiguo en el que acudía a ellos desde su existencia terrenal. Poco después, adivino que sería despedazado y consumido hasta la extinción por las más diversas y extrañas criaturas que merodeaban por aquellas aguas pantanosas. Reconozco que lo abandoné lleno de remordimientos e ideas confusas, aunque ahora comprendo que fue un final acorde a una existencia banal.

De nuevo la soledad albergó en mi espíritu.

El tiempo es un fiel servidor al que tengo que agradecer que haya estado de mi parte en mi azarosa vida. Pudiera parecer que la soledad fuese de los más terribles castigos impuestos por los dioses, pero cuando se ha convivido con ella durante largos años y se ha aprendido a extraer de sus entrañas su oscuro valor, éste se convierte en un útil aliado al que se puede recurrir en los más pesarosos momentos. Tengo que reconocer que, en estas cuestiones, juego con ventaja, porque incluso en mis días pasados, cuando vivía rodeado de aguerridos combatientes y compartía mi lecho y mi mesa con toda suerte de semejantes, también entonces mi alma vagaba en soledad por terrenos insondables de ensoñaciones, tratando de desentrañar arcanos misterios incuestionables para el común de los humanos. Es por ello que agradezco al tiempo el que puliese mi espíritu tan denodadamente, como el paciente guerrero bruñe su espada en espera del más feroz de los combates. Fue así como mis incontables días en el más completo aislamiento no se me antojaron una cruel condena a la que sobrevivir.


Se acordaron de mí: