Yo soy el que no es

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Yo soy el que no es, que únicamente será cuando me miras.
Soy el que no es, que sólo será cuando me hablas.
Soy el que no es, que sólo será si me sonríes.
Soy el que no es, que sólo será si me tocas.
Yo soy aquél que no es, y que tan sólo podrá ser cuando me ames.

Mírame y te veré.
Háblame y te oiré.
Sonríeme y te amaré.
Tócame y sentiré.
Ámame y por ti moriré.
Mírame, háblame, sonríeme, tócame, ámame. Y seré.

Abrázame y gozaré.
Recuérdame y viviré.
Acompáñame y no me perderé.
Aliméntame y creceré.

Si te sientes perdido, grita.
Si tienes miedo, llora.
Si sufres, laméntate.
Si algo te oprime, desahógate.
Si te encuentras solo, golpéame.

Llama a mi puerta y te abriré.
Tiéndeme la mano y te la estrecharé.
Grítame y despertaré.
Siéntate a mi lado y te acogeré.
Escúchame y te hablaré.

Somos animales sociales, decía Aristóteles. La mutua relación con los demás es nuestra razón de ser; sin ella, nuestra existencia no encontraría sentido alguno. Por ello, el más positivo y beneficioso de todos los esfuerzos que podamos hacer, es aquel que nos conduzca a entablar relaciones cordiales, amistosas y afectivas con todo aquel que se nos acerque, o con todo aquel que lo necesite. La intimidad es una bendición, pero la soledad un castigo; no debemos confundirlas.
Este mensaje no tiene nada que ver con la Navidad; es cuestión de pura supervivencia. No lo olvides.

Ramón

lunes, 17 de diciembre de 2007

Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, lo primero que vio justo en la pared frente a su cama, fue una mancha de humedad con la forma perfecta de un payaso.
–Qué ironía –pensó–. Un payaso en este lugar tan sórdido y lúgubre.
¿Pero qué lugar era aquel sórdido y lúgubre en el que había amanecido Ramón esa mañana? En la confusión del despertar apenas podía recordar dónde se encontraba y, mucho menos, cómo había llegado allí. Pero ese momento de plena libertad que transcurre cuando nuestra conciencia aún no ha sido inundada por las aflicciones y amarguras propias de la humanidad, tan sólo permaneció durante un breve instante de salvación en la mente de Ramón. Una fugaz mirada hacia la derecha bastó para devolverle de golpe a la profundidad del abismo desde donde resurgía su triste realidad.
Allí se levantaban, rígidas y amenazadoras, las mismas rejas oxidadas que la noche anterior se cerraban a su espalda, confinándole en la más absoluta de las miserias a la que puede ser arrojado un ser humano. Ramón sabía que sólo saldría de aquella oscura y húmeda celda para dirigirse a la aún más oscura, aunque salvadora, muerte en el paredón.
¿Pero por qué tan cruel final para una vida joven y llena de ilusiones? Su confusa conciencia aún se sentía incapaz de vislumbrar con claridad la totalidad de la desesperanza que le había conducido ante aquella desgraciada situación. Las borrosas imágenes de su pasado más reciente, el vivido tan sólo unas horas atrás, irrumpían en su cerebro con una lentitud desesperante, como una película en blanco y negro en cámara lenta y descolorida por el tiempo, como si se tratase de una realidad transcurrida muchos años atrás y vivida por otras personas en otros tiempos.
Desafortunadamente no cabía duda de que había sido él el protagonista de aquella barbarie perpetrada el día anterior y que empezaba a cobrar una trágica solidez en su atormentada cabeza de recluso. Ahora sí podía recordar con tremenda claridad el momento en el que, junto con sus exaltados compañeros, vaciaban todas aquellas latas de gasoil sobre los destartalados bancos de madera de la iglesia de San Esteban, la misma en la que tantos sermones del padre Antonio había oído durante su infancia y juventud junto a su padre y hermanos. El mismo padre Antonio que en esos momentos de locura yacía moribundo, aunque con la suficiente lucidez como para percatarse de todo lo que ocurría, sobre el sagrado suelo de su parroquia de toda la vida.
Por desgracia, la sucesión de horribles imágenes no se detenían ahí. También pudo ver sus propias manos encendiendo la cerilla que haría sucumbir bajo las llamas al antiguo edificio de arquitectura barroca y poner fin a la también antigua vida de su párroco. “¡Arde en el infierno, maldito cura fascista del demonio!” oyó gritar a su compañero Miguel mientras todos corrían despavoridos para ponerse a salvo, desperdigándose sin control por las empedradas calles del pacífico pueblo que los había visto crecer. Por un instante también se le encendió en la mente la figura de su amigo Miguel quince años atrás, vestido con un inmaculado traje blanco de marinero, a unos metros del altar de la iglesia que acababan de incendiar, arrodillado frente al padre Antonio, aquel cura que acababan de quemar vivo y al que el mismo Miguel había golpeado cruelmente en la cabeza minutos antes; lo podía ver claramente recibiendo por primera vez el sagrado sacramento de la comunión; también podía ver con nitidez, ya que él estaba a su lado en tan insigne momento, como lo había estado siempre, la sonrisa bonachona y sincera del párroco al tiempo que colocaba sobre la lengua de su futuro verdugo la redonda lámina comestible que por aquel entonces todos estaban convencidos de que era el cuerpo de Jesucristo, y que con tanta ilusión y alegría recibían en aquel día junto con el resto de compañeros de clase, incluida María, que aún no podía albergar ni sombra de sospecha de que terminaría locamente enamorada de aquel muchacho de tez pálida y pelo revuelto cuyo máximo empeño en la vida consistía en pellizcarle el culo siempre que tenía ocasión, y al que todos llamaban Ramoncito.
“¡Dios mío, María!” su abstraído subconsciente no había perdido aún la costumbre de invocar al Dios olvidado en momentos de desesperanza, como lo era justo aquél, en el que la imagen de su amada tendida sobre el inmundo suelo, inerte y con la cabeza destrozada por la certera bala de un soldado fascista, tan oportuno como despiadado, se le presentó con una brutalidad inusitada haciéndole saltar del desvencijado catre para agarrarse con rabia e impotencia a las rejas que le arrebataban la libertad. Y fue entonces cuando el duro y valiente Ramón volvió a convertirse en el inocente Ramoncito de hacía quince años; llorando desconsoladamente regresó al mugriento colchón y se entregó por completo al cruel destino al que las circunstancias le habían empujado y que ingenuamente él creía haber elegido libremente.
En su agonía no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa situación; cómo había podido ser capaz de empujar a la locura a todos sus antiguos amigos y, sobretodo, cómo había permitido que le siguiese en su delirio también María, la angelical María, la persona a la que más había querido en el mundo y por la que sería capaz incluso de ingresar en un seminario si se lo pidiese, no digamos ya de dar la vida por ella si pudiera. Pero no; en vez de pedirle que ingresara en un seminario le animó a continuar con su cruzada antifascista y le apoyó en su particular lucha por salvar el mundo de las hordas nacionales que amenazaban la libertad.
¡Qué ingenuo! Salvar el mundo. Cómo si éste dependiese de un pobre infeliz como él o de un grupo de desalmados revolucionarios iluminados. En estos momentos de amargura ni tan siquiera estaba seguro de la verdad por la que luchaban. Pensó que también aquel miliciano fascista que le arrebató de un disparo y para siempre a su querida María, tendría una verdad por la que perseguir y exterminar a personas como él; pensó que el padre Antonio también había muerto injustamente por una verdad incomprensible para todos ellos. Pensó que tal vez no existiese ninguna verdad por la que matar o morir. Claro que qué sentido tenía ya pensar en todo esto.
En estas angustiosas reflexiones se encontraba Ramón, cuando de nuevo su mente fue tornándose difusa, y poco a poco, sin apenas percatarse de ello, fue dejando la tormentosa realidad que le atenazaba para penetrar en el tranquilizador mundo de los sueños, donde aún existía la esperanza.
Cuando volvió a abrir los ojos, pensó que tan sólo habían transcurridos unos pocos segundos desde que su cerebro fabricase aquel extraño sueño que difícilmente podía recordar; años más tarde sospecharía que fueron mucho más que segundos. Lo primero que pudo ver apoyado sobre la pared que tenía en frente de su acogedora habitación y junto a la videoconsola y el televisor, fue el payaso de trapo que le regaló su padre al cumplir cinco años. Habían pasado ya cuatro años de eso y aún lo conservaba intacto, como uno de sus juguetes preferidos. Más adelante, también presentiría que el motivo de su conservación era otro bien distinto, más profundo y misterioso, cuando el mismo payaso de trapo, envejecido y algo remendado y en esta ocasión en el dormitorio de su propio hijo, volviese a ser el lazo de unión entre dos épocas bien distintas dentro del mismo mundo, aunque vividas por el mismo espíritu.
En ese primer instante de lucidez, trató de aferrarse con fuerza a la borrosa reminiscencia que aún flotaba en su mente y en la que se veía a él mismo, aunque bastante mayor y cambiado, encerrado en una oscura prisión y recordando inquietantes sucesos sobre el incendio de una iglesia, la muerte de un cura, amigos entrañables y un apasionado amor. “Qué tontería”, pensó el pequeño Ramón, “¿por qué iba nadie a quemar una iglesia?”. ¿Y quién sería esa tal María a la que era incapaz de verle el rostro? Con nueve años, a Ramón aún le producía náuseas la idea de enamorarse de alguien. Tampoco podía entender por qué en ese momento de confusión sentía tanta ansiedad y desesperanza, y su corazón le mantenía en un estado de agitación que nunca antes recordaba haber experimentado.
Pero al igual que todos los sueños, este también fue desvaneciéndose misteriosamente de la conciencia de aquel inocente niño, aunque no así de su más profundo subconsciente, donde permaneció durante años esperando con paciencia la oportunidad para resurgir de nuevo, justo en el momento de que su portador fuese capaz de comprender por qué un trágico suceso acaecido en un tenebroso pasado había sido evocado setenta años después en la mente virgen de una cándido muchacho de nueve años.

El final del camino

lunes, 10 de diciembre de 2007

¿Qué estarán poniendo en la televisión a esta hora?
¡Qué pregunta! Pues lo mismo de siempre, ¿qué si no?

Por más que cambio de canal, no encuentro nada que me distraiga lo más mínimo, o que me haga olvidar que no puedo hacer otra cosa más que estar aquí sentado, o más bien clavado, frente al maldito aparato, que ya empiezo a odiar con toda mi alma, a pesar de ser mi único y fiel acompañante en estas largas y largas jornadas de mi postrera vida.
De la cama al sillón, del sillón a la cama, pasando por el baño. Y vuelta a empezar. Despacito, no vaya a caerme, y con el bastón bien apretado en una mano, mientras la otra se apoya torpemente en cada mueble o pared que encuentro en mi camino; por si los mareos.
¿Y mañana?
¿Mañana? Ya olvidé el significado de esa palabra. Como el de tantas otras: esperanza, proyecto, meta, futuro. La espantosa rutina las borró para siempre de mi mente. ¿Qué sentido pueden tener cuando tan sólo queda pasado? Porque ya ni el presente es digno de tener en cuenta. Bueno, quizás descubra algún dolor o alguna molestia nuevos. Eso si sigo vivo, claro.
¿Pero quiero seguir vivo?
Pues claro, ¡qué clase de pregunta es esa! Todo el mundo quiere vivir...
O no... No lo sé. ¿Para qué?
¿Cómo que para qué? Mis hijos vienen de vez en cuando a verme y me preguntan cómo estoy...
¡Qué cómo estoy! Siempre les contesto lo mismo: bien. ¿Cómo voy a estar?
(Muriéndome).
Pero ya llevo setenta y cuatro años sobre este mundo; ya es hora. Eso es lo que piensan todos: que ya es hora.
¿Y yo? ¿Qué pienso yo? Yo pienso que no; que no es hora. Si pudiera gritar lo diría a gritos. QUIERO VIVIR. Un día más, un año más. Quiero salir; pasear por mi jardín, por mi huerto, al que tantas horas le dediqué durante mi perra vida y que tan abandonado se encuentra tras mi retiro. Quiero coger el coche, conducir, ir de compras, al cine, leer un libro sin que me lloren los ojos a los cinco minutos. Quiero hacer lo que hace la gente viva.
¿Cuánto tiempo permaneceré así? ¿Días? ¿Meses? ¿Años?
No, años no.
Claro que aún podía ser peor. Podría estar postrado en la cama sin poderme levantar...
Todo se andará.
Yo era de los que pensaban que todo tiene un principio y un final, que la muerte nos llega a todos y nada podemos hacer, sólo resignarnos. Es ley de vida. Creía que con esta idea asumiría mi final con dignidad y valentía cuando éste se presentase.
Pero eso era antes, cuando ese final se presumía lejano.
Ahora maldigo esta despreciable vida, que nos pone por delante toda la inocencia y la alegría de la niñez, nos hace gozar de los más bellos placeres de la despreocupada juventud, nos da serenidad y armonía durante nuestra responsable madurez... y nos lo arrebata todo, sin avisar, el día que más feliz eres por todo lo que has conseguido; condenándonos a una eterna agonía sin fin, sin propósito alguno, más que el de ver como se van agotando poco a poco la energía, la vitalidad, las ganas,... la ilusión.
No hay derecho. Siempre había pensado que una vida sin ilusión no merecía la pena ser vivida, que era ésta la que nos mantenía siempre alerta y activos. Pero, ¿y ahora? ¿Qué pienso ahora? No lo sé.
¿Pero cómo podía ser si no?
Tampoco lo sé. Yo no dicto las normas. Sólo las sufro.
Se supone que este es el momento de hacer recuento de lo que ha sido mi vida, del bien o del mal que he hecho a los demás, de cómo me he portado con mis hijos, con mi mujer, de la huella que he dejado en este miserable mundo (si es que he dejado alguna)... Pero es que no me apetece hacerlo. ¿Para qué? Ya no puedo remediar nada de lo que hice; lo hecho, hecho está.
¿De qué me arrepiento o de qué me siento orgulloso? ¡Y yo qué sé! ¡Acaso he podido elegir!
Todo el mundo piensa que es fácil responder a estas preguntas una vez que se ve el final del camino, pero todos se equivocan; no lo es. Me gustaría poder gritarlo al mundo entero. ¡NO LO ES!
Claro que ya se darán cuenta. Todos pasaran por este calvario.
Bueno, no todos. Algunos tendrán la fortuna de irse de este mundo tal y como llegaron, sin enterarse, sin necesidad de pasar por esta lenta angustia a la que nos vemos avocados algunos más desafortunados.
Muchos dicen que debería sentirme dichoso por haber alcanzado esta edad, haber tenido una vida placentera y holgada, una familia unida y feliz... ¿Qué sabrán ellos?
¡Pues no, no me siento dichoso! Muy al contrario, me siento la persona más desgraciada de la tierra. Quiero vivir, pero al mismo tiempo quiero morir.
¡No, no quiero morir!; voy a morir. ¿Quién se puede sentir dichoso viendo venir el final de los días?
Otros dirán: “Al menos tiene la cabeza en su sitio; debería de dar gracias”. ¡Serán hijos de...! “La cabeza en su sitio”, vaya consuelo. Y encima quieren que dé gracias y todo.
Pero tengo que ser generoso y amable con todos y decirles que tienen razón. ¿Para qué mortificarles con mis penas y amarguras? Seguramente dirían que son achaques de viejo. Pensarían que estoy entrando en un estado depresivo debido a mi debilidad. Al final terminarían deseándome una pronta muerte y se engañarían diciendo: “Es lo mejor que le podría suceder”.
Ignorantes.
No. Tengo que mantenerme firme; aparentar placidez y bienestar, para que al menos se sientan a gusto a mi lado y no terminen rehuyéndome. Hablar de política, del colegio de los niños, de la comida de Navidad, de lo que subirán las pensiones para el año que entra...
¡Qué me importarán a mí las pensiones ni el colegio de los niños!
Creo que estoy siendo demasiado cruel conmigo mismo; debería de relajarme un poco e intentar vivir lo poco que me quede de vida con la mayor integridad posible...
¡A la mierda la integridad! Tengo derecho a ser cruel conmigo mismo. Es más, quiero serlo. A estas alturas de la vida nadie me puede prohibir que me sienta conmigo como me de la gana. Bastante me he obligado ya a lo largo de tantos años a sentirme como se suponía que tenía que sentirme para que todos estuvieran contentos a mi lado. Que si los niños, mi mujer, los clientes, los socios, los empleados, los proveedores, las amistades, los yernos y las nueras...
Tanto esfuerzo para qué. Para acabar plantado delante de un decepcionante aparato electrónico que no hace más que recordarme lo inútil que soy y todo lo que me estoy perdiendo y me voy a perder ahí fuera.
Y todavía hay quien opina que la vejez da libertad.
Iluso.
Claro que yo también llegué a pensarlo cuando me jubilé y pude dedicarme a lo que me diese la gana. Estuvo bien mientras duró. Pero una libertad tan exigua no debería ni existir. ¿Qué clase de Dios es ese que te hace creer que tienes todo el tiempo del mundo para disfrutar de lo que te has ganado con tanto esfuerzo y sacrificio para poco después arrebatártelo por completo dejándote en la más humillante de las miserias?
No. Definitivamente yo no quiero esa libertad. Prefiero mil veces el forzado trabajo en el campo o el estrés de los negocios antes que esta mierda de libertad.
Bueno, al menos sí que soy libre para poner el canal de televisión que quiera. Por cierto, creo que ya va a empezar la corrida de toros; si no recuerdo mal hoy toreaba Morantes. Promete ser una gran corrida; creo que me lo pasaré bien.

Dedicado a mi padre y a todos aquellos ancianos que, como él, sufren en silencio la soledad y la amargura del final del camino.

La sabiduría como ciencia

lunes, 3 de diciembre de 2007

A estas alturas de la vida, seguro que nadie pone en duda la utilidad de las matemáticas, de la física, de la astronomía, de la biología o del resto de las ciencias conocidas. Todos somos conscientes de lo necesarias que han sido todas ellas, y siguen siéndolo, para llegar a donde estamos ahora. El desarrollo de las ciencias va íntimamente ligado al desarrollo de la civilización, sin éstas no tendríamos sólidas viviendas, medios de transporte, vestidos resistentes, alimentos perdurables, ni prácticamente casi nada de lo que utilizamos diariamente en nuestras vidas.
¿A dónde quiero llegar contándoles esto? Pues me gustaría llegar a que comprendiesen tan claramente como lo he hecho yo la importancia de la sabiduría en nuestras vidas. Si hemos quedado en que ésta es también una ciencia, quiere decir que también puede hacernos nuestras vidas más fáciles y cómodas, al igual que las demás. Es más, estoy en posición de afirmar que el desarrollo de esta ciencia es imprescindible para que una civilización sea capaz de perdurar en el tiempo infinitamente, sin que se autodestruya o sea destruida por otra vecina, como ha venido ocurriendo a lo largo de toda la historia de la humanidad y, no lo duden, seguirá ocurriendo.
Permítanme que les cite un texto bastante ilustrativo sacado del libro Hijos de las estrellas de Daniel Roberto Altschuler:
Se puede argumentar que la inteligencia nos dota de ventajas para sobrevivir y que, por lo tanto, se desarrollará necesariamente en el curso de la evolución. Sin embargo, es posible que, del mismo modo que un fuego se extingue por sí solo después de cierto tiempo, también una especie que desarrolle tal nivel de inteligencia que le permita dominar el resto de las especies y el medio ambiente se extinga a sí mismo después de un tiempo. De este modo, la vida da un gran salto en otra dirección. Si así ocurriera, la inteligencia no habría bastado para que nuestra especie supiera cómo evitarlo hasta que fuera demasiado tarde. Tal vez, esto casi tenga carácter de ley natural, un límite debido a que el proceso evolutivo es acumulativo, el resultado de una suma de pequeños cambios. Quizá no sea posible pasar de poca inteligencia a suficiente inteligencia para evitar el colapso sin pasar antes por algo de inteligencia pero insuficiente. El único ejemplo con que contamos, nosotros, insinúa la veracidad de esta proposición. La vida inteligente sólo podrá sobrevivir si encuentra una forma de saltar la barrera que impone la inteligencia insuficiente y acceder a un nivel superior.”
Analizando un poco este párrafo, yo diría que actualmente nos encontramos inmersos en esa barrera de «inteligencia insuficiente» la cual no nos permite seguir avanzando en nuestro desarrollo como civilización, con lo cual, si no se le pone remedio antes, terminaremos como tantas otras civilizaciones de la antigüedad, con el agravante de que, con el enorme poder destructivo que tenemos en la actualidad, es muy probable que no dejemos mucho de utilidad para otros que vengan detrás. También el científico británico James Lovelock, considerado por muchos como el padre del ecologismo, insinuó en una ocasión algo parecido cuando escribió: “Escasean las evidencias de que nuestra inteligencia individual haya aumentado a lo largo de la historia.”
¿Por qué les digo esto? Sencillamente porque estoy convencido de que es la ciencia de la sabiduría la única que nos puede hacer saltar esa barrera, hasta ahora infranqueable, de la «inteligencia insuficiente».
En el siglo XIV, el historiador tunecino Ibn Jaldún intentó algo parecido con la historia que, dicho sea de paso, tiene mucho que ver con lo que estamos hablando ya que de la historia se pueden extraer muchas experiencias ajenas que nos pueden ayudar en el presente. Este hombre intentó hacer de la historia una ciencia útil que permitiese extraer enseñanzas del pasado. Mientras otros autores creían que son los individuos quienes van creando la historia, él sostenía que es la sociedad la que crea el futuro, y que los individuos no son más que frutos de esa sociedad. Por tanto, a su juicio, el historiador debía conocer “los principios de la política, del arte de gobernar, la naturaleza de las entidades, el carácter de los acontecimientos y las diversidades que ofrecen las naciones”, porque ésos son los factores que marcan el desarrollo de los acontecimientos y permiten responder a los retos del presente. En otras palabras, este historiador sostenía que el pasado está repleto de sabiduría que podría ser aprovechada en el presente si se estudiaba convenientemente.
Pero entremos un poco en materia, ya es hora. La sabiduría es algo de lo que se tiene constancia desde tiempos inmemorables. Ya en la Biblia se habla de ella en numerosas ocasiones. Pero siempre se le ha hecho mención, más que como una ciencia, como una virtud personal que se podía poseer o no. Esta es la diferencia que yo propongo.
Yo creo que la sabiduría debería de tratarse como una ciencia con todas las de la ley. Como cualquier ciencia, se puede estudiar, se puede investigar y se puede experimentar. Existe infinidad de literatura sobre ella; ya he mencionado la Biblia, el rey hebreo Salomón dejó importantes escritos al respecto (que supuestamente se les atribuye), Jesucristo también fue un gran sabio, Siddhartha Gautama, más conocida como el Buda, Lao Tse, el creador del Taoísmo, importantes filósofos de la antigüedad como Sócrates o Aristóteles, y podría seguir nombrando multitud de ellos en todos los tiempos, incluidos los actuales.
Confucio fue otro gran sabio, sus enseñanzas constituyeron uno de los pilares donde se sustentó su país, China, durante muchos siglos, desde el V a. C. hasta prácticamente la llegada del comunismo a mediados del siglo XX. Como ven, existe al menos un precedente de que la sabiduría puede ser estudiada como una ciencia más. Yo no me tengo por una persona sabia, como Confucio, más quisiera, mi único mérito, si se me quiere atribuir alguno, ha sido el haber recopilado las enseñanzas de muchos que sí lo fueron y nos dejaron sus testimonios por escrito. Como ocurre con toda ciencia, la teoría no basta para poder decir que se domina, es necesaria también la experiencia y la práctica; por eso no se puede decir de nadie que sea un sabio por saber escribir palabras sabias; habría que comprobar primero que sabe llevar también a la práctica lo que predica.
La sabiduría, más que ninguna otra ciencia, es experiencia pura. Sólo se llega a dominarla cuando se ha vivido mucho, después de equivocarnos en numerosas ocasiones, de caernos y volvernos a levantar, de aprender con los errores. Tan sólo entonces se podrá decir de una persona que es sabia y, una vez obtenida esta sabiduría, podremos estar seguros de haber encontrado el camino que nos conducirá a la felicidad eterna, independientemente de las vicisitudes y desgracias que nos acechen por el mismo y, además, también estaremos en disposición de hacer felices a todos los que nos rodean.
Mi pretensión con este libro es simplemente mostrarles esa teoría, enseñarles el camino; pero una cosa es conocer el camino y otra muy diferente es andarlo. Les aseguro que no es nada fácil, sobretodo al principio. En esta sociedad tan materialista y frenética en la que estamos inmersos, casi todo lo que nos rodea se opone a la práctica de la sabiduría. Sería necesario primero hacer un examen de conciencia, eliminar complejos, prejuicios, ver más allá de las apariencias, conocer la realidad de las cosas, que en demasiadas ocasiones se nos presentan desvirtuadas deliberadamente por intereses ajenos a los nuestros.
Para animarles un poco les diré que, una vez que se consigue todo esto, una vez que seamos capaces de distinguir las cosas verdaderamente importantes de las superficiales, habremos logrado un primer paso decisivo y, al mismo tiempo, sin necesidad de nada más, se darán cuenta de cómo sus vidas cambiarán radicalmente, a mejor por supuesto; tendrán las ideas más claras, vivirán más tranquilos actuando conforme a sus criterios, sin importarles nada lo que piensen o digan los demás, dejarán de preocuparse por supuestos problemas que antes no les dejaban dormir tranquilos, sabrán aprovechar mucho mejor su tiempo, en definitiva, serán más felices y, con el tiempo, les puedo asegurar que esta felicidad se contagiará a aquellas personas que están a su alrededor. Y esto será sólo el principio.
Extracto de mi libro Tratado sobre la Sabiduría

Juan

lunes, 26 de noviembre de 2007

Juan tenía treinta y ocho años. Era un hombre sencillo y pacífico, de ideas más bien conservadoras, inculcadas desde su infancia por sus padres con paciencia, devoción y mucho amor. La misma devoción y pasión que él ponía ahora en la educación de su único hijo, Alberto, de cinco hermosos añitos de edad. El único por poco tiempo, ya que, Susana, su mujer, se encontraba en cinta de tres meses. Ambos esperaban con mucha ilusión y entusiasmo la llegada de este nuevo retoño al hogar, el cual traería sin duda aún más felicidad, si cabe, a la vida de Juan.
Pero a Juan no le había regalado nadie esta felicidad. Trabajaba desde muy pequeño en el taller, junto a su padre, al mismo tiempo que se sacaba los estudios obligatorios. Su padre se jubiló pronto, ya que tenía una salud muy precaria, además de una edad avanzada para un trabajo tan sacrificado como el que desarrollaba. Así pues, Juan se tuvo que costear la carrera de magistratura ejerciendo los más diversos trabajos: camarero, chico de los recados, atendiendo a la clientela en una panadería y haciendo chapuces mecánicos, aprovechando lo aprendido con su padre. Todo ello al mismo tiempo que ayudaba en el hogar familiar, puesto que era hijo único y la pensión de autónomo que le había quedado al padre era bastante exigua, apenas les alcanzaba para comer. Pero Juan se esforzó, nunca perdió la paciencia y se entregó al cien por cien en sus obligaciones sin cuestionarse nunca el destino que la vida le había deparado. Su padre le había enseñado desde que tenía uso de razón que siempre era preferible aprender primero a adaptarse a las circunstancias y, sólo después, una vez aprendido esto, intentar cambiarlas a nuestro interés. Y Juan seguía su ejemplo, sin pensarlo, instintivamente, sin plantearse otras opciones; simplemente porque él era así; lo habían forjado de esa manera.
Su inalterable empeño y dedicación le llevó a aprobar la primera de las oposiciones a las que se presentó, después de haber terminado la carrera. De esa forma, Juan, vio cumplido su primer sueño: trabajar de profesor en un colegio de primaria, dando clases a los más pequeños. Pero como un escalador incansable que alcanza una primera cumbre sólo para contemplar la siguiente, Juan continuó su esforzada escalada por la vida, dispuesto a llegar cuanto antes a la meta que por entonces él pensaba debía de ser el fin de toda existencia, aquella para la que se había estado preparando con ahínco desde su infancia, el objetivo que todo hombre de bien debía de tener siempre en mente: casarse, tener hijos y formar una bonita y feliz familia perfecta.
También en este empeño le fue recompensada su total entrega y dedicación. Conoció a Susana en un seminario impartido en su escuela. Era la mujer perfecta: guapa, inteligente, simpática y más bien introvertida, de gustos sencillos, enemiga de las extravagancias y de los lujos. Lo dicho: la mujer perfecta para él. Juan era también un buen partido, así que ella lo aceptó pronto como novio y no tardaron mucho en casarse. Tampoco el primer hijo, Alberto, tardó en llegar, para la alegría y satisfacción de Juan, que por día veía como su sueño se iba cumpliendo con el más rotundo de los éxitos. Por supuesto, Susana dejó su trabajo tras la llegada de Alberto para ocuparse por completo de su crianza, así como del cuidado del hogar. Fue algo de mutuo acuerdo, no por casualidad Juan la había elegido a ella entre tantas otras para su insigne proyecto de vida. Cada detalle era importante, y Juan lo sabía.
El segundo hijo se hizo esperar algo más. Incomprensiblemente para Juan, pasaban los años y Susana se resistía a quedar embarazada; algo estaba fallando. Algunos amigos se atrevieron a aconsejarle que acudiera a una clínica de fertilidad, pero eso era algo que iba en contra de sus principios: Dios había hecho al hombre y a la mujer para tener hijos; Él era el único que podía intervenir en este milagroso proceso. Ni que decir tiene que Susana también estaba de acuerdo con él. Pero de nuevo su tesón pudo más que cualquier adversidad. Por fin su mujer se quedó embarazada. Ahora sí que la felicidad sería completa; ya nada ni nadie podría pararle, su proyecto de vida estaba resultando tal y como él siempre lo había deseado y planeado.

Pero nada ni nadie en este mundo podría haberse imaginado ni por un momento lo que en pocos minutos iba a acontecer en el apacible y feliz hogar de Juan, porque a lo que nada ni nadie puede en verdad parar es al inevitable destino que las circunstancias cruzan en nuestro camino.
Era domingo, un día tórrido y gris de invierno, alrededor de las doce de la mañana; el desapacible clima exterior parecía augurar el inminente desastre que se cernía sobre aquella casa. Hacía tan sólo unos minutos que Juan y su familia habían regresado de la capilla cercana, después de asistir, como todos lo domingos, a la sagrada misa. Ya se habían puesto cómodos en el interior de la confortable casa de campo que, con tanto esfuerzo y sacrificio, habían podido adquirir hacía unos años. Juan preparaba el didáctico juego de construcción que le habían comprado a Alberto en las pasadas Navidades, mientras su hijo lo miraba con impaciencia y admiración, dispuesto a pasar una agradable y amena mañana de domingo en familia. Susana, mientras tanto, se afanaba en la cocina con un guiso que olía a las mil maravillas.
Fue ella la que advirtió la primera anomalía. “Juan, creo que ahí afuera hay alguien”, comentó inocentemente, pensando que podían ser algunos de los vecinos que habían entrado por la pequeña cancela metálica que habrían dejado abierta si percatarse de ello, como tantas veces había ocurrido. “Voy”, dijo su marido mientras se acercaba a la puerta entornada que daba a la terraza exterior, la cual, raramente solía cerrarse durante el día, ya que ellos estaban saliendo continuamente al patio y no había motivo para ello.
No tuvo tiempo de abrirla; ésta se le estampó en la cara de un fortísimo porrazo, lanzándolo hacia el suelo con un dolor muy intenso y palpitante en todo el rostro. Apenas pudo distinguir como entraban cuatro hombres grandes y corpulentos (o al menos así les pareció en aquel momento), armados algunos con bates de béisbol y otros con puñales; uno de ellos empuñaba una especie de arma automática pequeña. No hubo tiempo para avisar ni para decir nada. Su mujer y su hijo se acercaron tras escuchar el fuerte ruido del portazo y ambos fueron cogidos con gran violencia por dos de los intrusos. Entre los otros dos levantaron rudamente a Juan, después de darle un fuerte golpe con el bate en la cabeza, y lo lanzaron, medio aturdido, junto con el resto de su familia, hacia dentro del salón. A Juan le ardía la cara, la vista se le nublaba por momentos debido a la sangre que le chorreaba incesantemente por la brecha abierta en la frente producida por el bate; se notaba además la nariz hinchada y en la boca ya empezaba a acumulársele la sangre procedente de ésta, a raíz del portazo primero. Oía levemente gritar a su mujer y llorar desconsoladamente a su hijo, pero sabía, al igual que sus captores, que era inútil; aquellos hombres ya se habían encargado de cerrarlo todo y los vecinos más próximos se encontraban a suficiente distancia como para no enterarse de nada. Él siempre había buscado, y apreciaba mucho, la tranquilidad e intimidad que habían encontrado en aquella casa, tan apartada del mundanal ruido urbano.
El aturdimiento tan sólo duró unos pocos segundos en desvanecerse, aunque a Juan le parecieron una eternidad, en la que todo pasaba como a cámara lenta. En cuanto pudo articular palabra comenzó a repetir sin cesar: “¡Dejen a mi familia, les daré todo lo que quieran!”. Pero aquellos hombres no parecían oír; ellos iban a lo suyo. Uno de ellos asestó otro terrible golpe en el rostro de Susana mientras gritaba: “¡Calla puta!”, la cual empezó a sangrar abundantemente de inmediato, quedando medio inconsciente en mitad del suelo del salón. Solucionado el problema de los gritos, sólo quedaba acallar de alguna forma el llanto del pequeño, que no dejaba de llorar escandalosamente mientras el más fornido de los hombres lo atenazaba ferozmente por uno de sus delicados brazos. “¡Haz callar de una vez a ese mocoso!”, rugió otra de aquellas bestias, aquella que parecía ser el líder. Y dicho y hecho; delante de la vista de Juan, a tan sólo unos metros de distancia, sin mediar más palabra, aquel salvaje levantó el cuchillo que llevaba en la otra mano y, de un rápido y eficiente tajo, segó la yugular del niño, y con ello su corta vida.
Se hizo un silencio sepulcral.
A Juan se le heló la sangre, se le cortó de inmediato la respiración y creyó desfallecer, mejor dicho, deseó desfallecer. Aquello no podía ser verdad, no podía estar sucediéndole a él. Su mujer pudo incorporarse un poco tras el golpe recibido, lo suficiente como para ver a su amado hijo tendido en el suelo sobre un charco de sangre espesa y negra; el color de la muerte. El desgarrador grito que estalló súbitamente de su garganta devolvió a Juan a la terrible realidad: habían matado a su hijo. También le sirvió a ella para ganarse otro tremendo golpe por parte del atacante que tenía más cerca, dejándola nuevamente aturdida y con el rostro totalmente ensangrentado.
A Juan, sin embargo, le resultaba imposible exhalar siquiera un leve suspiro; la garganta la tenía bloqueada, el corazón le latía a mil por hora y en su mente sólo se repetían las mismas palabras una y otra vez: “No puede ser, no puede ser”.
Pero sí que podía ser, y así era.
Y aún faltaba por llegar lo peor. Uno de los asaltantes agarró con fuerza a Juan por el cuello y la cabeza, obligándolo a mirar lo que posteriormente harían sus compañeros con la mujer. Le desgarraron violentamente la camisa y arrancaron de un poderoso tirón el sujetador, dejándola con los pechos al aire; tiraron con la misma brutalidad de sus pantalones y bragas hasta dejarla completamente desnuda. Cada acción era vitoreada con alegría y entusiasmo por todos los asaltantes. Inmediatamente uno de ellos la abrió de piernas mientras los otros la sujetaban, se desabrochó el pantalón y se arrojó sobre ella, penetrándola como una bestia al tiempo que le levantaba las nalgas con sus poderosas manos. Afortunadamente, Susana no parecía encontrarse muy en su sentido, aunque sí que se la oía gemir de dolor levemente. Juan, entre sollozos, intentaba apartar la mirada del aberrante espectáculo, pero su opresor se lo impedía, atenazándolo más fuerte y abriéndole con sus dedos dolorosamente los párpados, los cuales, entre lágrimas y sangre coagulada, le permitían tan sólo apreciar una sombra de lo que estaba sucediendo. Los tres brutos que estaban con su mujer, se turnaban una y otra vez repitiendo el atroz acto sobre ella, sin dejar de gritar y de reír de entusiasmo.
Así hasta que el cuarto hombre, aquel que apresaba a Juan, se cansó y decidió que también él quería participar del festín. Entonces asestó a Juan otro fuerte golpe en la cabeza que lo dejó semiinconsciente y lo arrojó al suelo para unirse después a sus compañeros.
Nunca sabría el tiempo que permaneció en ese estado; presumiblemente, sólo unos segundos; el caso es que cuando Juan pudo abrir los ojos y fue capaz de enfocarlos medianamente sobre algo, lo primero que vio, a tan sólo un metro de distancia de su cabeza, fue la pequeña arma automática que llevaba uno de los asaltantes: con las prisas y la emoción la había dejado abandona en el suelo, al alcance de su víctima. Al mismo tiempo oía a los cuatro reírse y gritar de gozo alrededor de su mujer, en apariencia, sin percatarse en absoluto de la presencia del marido. De repente, su mente pareció despertar de una terrible pesadilla y fue capaz de pensar conscientemente, como ajena a su propio cuerpo, al dolor, al abatimiento, como si no le perteneciese a él y actuase por cuenta propia. Y se percató de todo lo que estaba sucediendo: cuatro delincuentes habían irrumpido en su casa, le habían dado la paliza de su vida, habían matado a su hijo y ahora violaban brutalmente a su mujer... y el tenía un arma al alcance de la mano.
Pero él nunca había utilizado una pistola, no sabría hacerlo. Sólo tienes que agarrarla por la empuñadura, apuntar y apretar el gatillo, no es tan difícil. ¡Hazlo!
Pero algo podía fallar y entonces se percatarían de que él estaba consciente y armado, las consecuencias podrían ser terribles. Nada puede ser peor de lo que está ya pasando, terminarán por matarnos a todos, no tienes nada que perder. ¡Hazlo!
Pero si los mato, ¿qué será de mí? Es ilegal matar incluso en estas circunstancias; nadie se puede tomar la justicia por su mano. Están violando a tu mujer embarazada, si no te das prisa podría perder al bebé o podrían matarla en cualquier momento. ¡Hazlo!
Pero Jesucristo dijo: “Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen. Bendecid a los que os maldicen; y orad por los que os calumnian. A quien te hiere en una mejilla, preséntale asimismo la otra.” (Lucas 6, 27-29). Nunca más podrás abrazar a tu inocente hijo, ¿qué mal podía haber hecho él a nadie con tan corta edad y toda una vida por delante? Tú no eres Job; ¡hazlo!
Juan cogió con decisión el arma; todo había pasado por su cabeza en cuestión de dos segundo; nada había cambiado desde que abrió los ojos y despertó su conciencia. Se incorporó, apuntó y apretó el gatillo. El arma empezó a escupir una estridente y mortal ráfaga sobre las cuatro personas que le acababan de destrozar su apacible vida. Él sabía que su mujer estaba tendida en el suelo, así que se cuidó instintivamente de no apuntar demasiado bajo. Todo fue demasiado rápido como para que los delincuentes pudieran reaccionar; a los pocos segundos, los cuatro se encontraban esparcidos por el suelo de su salón, empapados en su propia sangre, la cual impregnaba cada rincón, cada mueble, cada pared, cada libro, cada objeto de decoración, cada cuerpo, con vida o sin ella, que allí se encontraba... La pesadilla había terminado.

Susana perdió el hijo; jamás volvió a quedarse embarazada. Tampoco le preocupó. Sus heridas físicas sanaron en poco tiempo, no así las mentales. Cayó en una profunda depresión, de la cual salía para volver de nuevo a derrumbarse sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Así hasta el fin de sus días. Por supuesto Juan nunca dejó de cuidarla y de quererla. Ya no era la esposa perfecta, no era divertida, ni condescendiente.. pero era su esposa, y esa era su obligación.
Tampoco Juan volvió a ser el mismo (¿quién podría serlo?). No lo encarcelaron. Tampoco fue al infierno. Tanto la justicia humana como la divina supieron comprenderle. Le habían preparado para trabajar duramente, educar a sus hijos, amar a sus semejantes, y para vivir en paz y con sencillez; nunca para algo así (¿acaso a alguien lo educan para algo así?). Continuó acudiendo al Santo oficio cada domingo, solo, más por costumbre y por guardar las apariencias que por otra cosa. En cuanto su espíritu fue capaz de nuevo de construir ilusiones, objetivos en la vida, un nuevo sueño en el que emplear la existencia tan arduamente conquistada, tuvo claro cual sería: vivir.

Fin

Si les parece dura esta historia es que no conocen las historias de verdad, aquellas que pasan todos los días en la vida real a seres humanos como usted y como yo, en cualquier parte del mundo. Tampoco yo las conozco, afortunadamente, pero soy consciente de que el sufrimiento, ajeno o propio, nos hace más humanos, mientras que la ausencia de él o su desconocimiento nos deshumaniza. De ahí que yo considere de VITAL importancia la publicación y difusión de toda forma de sufrimiento humano, provocado o fortuito, ya que prefiero humanizarme con el conocimiento del sufrimiento ajeno, a tener que hacerlo con el propio, que espero que nunca llegue.
Perdón por la extensión tan dilatada de la historia, pero es que lo mío no son los resúmenes; aun así, he procurado acortarla cuanto me ha sido posible. Si aún les quedan ganas de seguir leyendo un poco más, aquí les dejo un pequeño fragmento de mi libro Metnok; no sé si tendrá mucho que ver con la anterior historia, pero eso ¿a quién le importa? Que tengan un buen día:

En ocasiones, los dioses deciden poner a prueba a determinadas personas. El que no la pasa, muere, y su nombre se pierde con él en el más oscuro y lúgubre agujero del Gran Abismo, bajo toneladas de polvo y ceniza, junto a todos aquellos que una vez tuvieron la oportunidad de ser y en vez de eso eligieron perder.
Los que consiguen pasar esa prueba reciben el mayor don que ningún dios podrá conceder jamás a hombre alguno. Para ellos los dioses tienen reservado el preciado don de la felicidad eterna. Estas personas tendrán el privilegio de pasar de ser servidores de sus creadores a convertirse en señores de los mismos; para estas personas no existirán empresas que no puedan conseguir, porque los dioses estarán siempre a su lado, protegiéndoles, aconsejándoles, sirviéndoles, amándoles. El nombre de estas personas perdurará durante siglos en el más elevado pabellón construido en el Cielo, junto a todos aquellos que un día sintieron en su interior la necesidad y el coraje de cambiar el destino que otros se habían encargado de escribir para ellos, levantándose de sus cómodos asientos y enfrentándose a la vida sin más armas que la verdad, la justicia y la templanza. Estas personas nunca morirán, se mantendrán vivas por toda la eternidad en el corazón de aquellas otras que las honran cada día con su memoria.
Hasta muchos años después, ya en su ancianidad, Metnok no comprendió que él había sido una de esas privilegiadas personas elegidas para la gloria; él nuca lo pidió, ni lo deseo, ni tan siquiera lo buscó; simplemente apareció en su camino y lo tomó. Su vida no fue sencilla, pasó muchas penalidades, tuvo que luchar, sufrir y trabajar duramente, todo ello para mantener lo que le había sido concedido. En muchas ocasiones creyó perder el don de la felicidad eterna, pero no se rindió, porque el coraje y la valentía son algo que no se pierden fácilmente, así como la generosidad y la humildad, valores que siempre atraerán hacia nosotros a un sinfín de buenas personas dispuestas en todo momento a levantarnos cuando desfallezcamos, alejando de nuestro lado, también para siempre, a la amarga soledad. Tan sólo al final de sus días supo con certeza que ese don, una vez obtenido, perdura por toda la eternidad; pero esto es algo que sólo la llegada de la muerte puede hacer comprender, ya que únicamente es ésta la que, con su implacable mirada, nos hace ver lo que fueron nuestros días, lo que pudieron ser y lo que ya nunca serán.

El pez que quiso volar

lunes, 19 de noviembre de 2007

Extracto de mi libro "El renacer de la humanidad"
– Bien, el cuento se llama “El pez que quiso volar” –empezó a relatar Elena–, y trata sobre un pececito que desde muy pequeño, veía a través del agua a los pájaros volar muy alto y perderse en la inmensidad del cielo. Él los envidiaba y se preguntaba por qué no podría él también volar en vez de verse obligado todo el día a nadar y nadar sin poder salir del agua, cosa que le aburría mucho.
» Así que un buen día decidió que aprendería a volar; si los pájaros lo hacían, por qué no iba a poder hacerlo él que era más pequeño y pesaba menos. Desde ese día su único empeño era volar; se pasaba todo el tiempo dando pequeños saltos fuera del agua al mismo tiempo que agitaba sus pequeñas aletas con todas sus fuerzas. Los demás peces se apartaban de él porque lo veían como a un bicho raro así que nuestro pequeño pez estaba siempre solo; pero eso no le importaba, estaba demasiado ocupado en aprender a volar y no tenía tiempo para jugar con sus compañeros.
» Pasaron muchos años y el pececito se convirtió en un pez adulto, y seguía en su empeño de aprender a volar. Cada vez conseguía dar saltos más grandes fuera del agua y eso le motivaba aún más.
» Hasta que un buen día se produjo el milagro; saltó fuera del agua agitando sus aletas y se elevó por el aire cada vez más y más alto. ¡Estaba volando! No lo podía creer. En ese momento era la criatura más feliz de todo el universo.
» Quiso que los demás peces lo viesen para que se alegrasen con él, pero lo único que consiguió es que volviesen a rechazarlo y se alejasen aún más diciendo “qué se habrá creído ése; pensará que es mejor que nosotros porque sabe volar. A dónde querrá ir”.
» Entonces vio un grupo de pájaros volando a lo lejos y pensó “ahora esos serán mis nuevos amigos; ellos me comprenderán”. Pero de nuevo se equivocó; cuando los pájaros le vieron venir, al no conocerlo, creyeron que podría ser una amenaza para ellos y huyeron a toda prisa. De nuevo se quedó solo.
» Al poco rato vio como se acercaba un gran pájaro y se alegró mucho de que alguien se le acercara por fin para ser su amigo. Como aquel medio era nuevo para él, no conocía los peligros que entrañaba ya que nadie se los había enseñado y no podía saber que aquel pájaro era en realidad un depredador, y cuando éste lo alcanzó, lo mató y se lo comió.
» El pececito se había pasado toda su vida solo, intentando hacer algo para lo que no había nacido. Al final lo logró, consiguió algo que nunca jamás nadie había conseguido antes, la gran proeza de que un pez volara. Pero en vez de alabanzas y reconocimiento, lo único que provocó su éxito fueron envidias, miedo, soledad y, por último, la muerte; todo por no conformarse con ser un pez como los demás.
» Si le mereció la pena o no todo ese sacrificio por conseguir su sueño, es algo que deberás de reflexionar tú solita. Hasta mañana cielo, que duermas bien.

Credos

lunes, 12 de noviembre de 2007

¿Se han parado alguna vez a pensar en la infinidad de problemas, injusticias y crueldades que se han cometido y se comenten a diario debido a las creencias, ya sean ciertas o falsas?
Cuántas personas habrán sido asesinadas a lo largo de la historia de la humanidad por creer o no creer en algo.
Cuántos pueblos habrán sido aniquilados por creer en algo distinto a otro más fuerte.
Cuántos seres humanos habrán sufrido daños, humillaciones, vejaciones o habrán sido perseguidos y expulsados de sus hogares por negarse a creer en algo que otros trataban de imponerles.
Cuántos dictadores y personas sin escrúpulos han alcanzado el poder porque su pueblo creía en ellos en un momento determinado.
Cuántas parejas se habrán roto porque uno de sus miembros creía saber algo sobre el otro que no le agradaba; como por ejemplo, que éste le era infiel o no le amaba lo suficiente.
Cuántas personas habrán sido condenadas injustamente porque otras creían que eran culpables de algo.
Cuántas personas no habrán alcanzado la felicidad porque no se creían merecedoras de ello.
Cuántas personas no habrán intentado comenzar una bonita relación de amor con otra por creer que no serían correspondidas.

¿Por qué los seres humanos seguimos empeñados en que las creencias, o no creencias, sigan dirigiendo nuestras vidas, en demasiadas ocasiones, en contra de nuestra voluntad y de nuestros intereses?
¿De verdad son todas necesarias?
Una persona puede creer o dejar de creer en algo por tres motivos diferentes: el conocimiento, la ignorancia o el miedo.
Sobre el conocimiento hay poco que decir. Éste nos lleva a creer en cosas como la gravedad, la evolución, la rotación de la Tierra, el sistema solar, la fuerza electromagnética, la energía de las estrellas, las placas tectónicas, la composición molecular del agua, etcétera. Que sean hechos demostrados científicamente no prueban que sean forzosamente ciertos, como ya ha ocurrido en muchas ocasiones, pero al ser aceptados mayoritariamente y estar fundamentados sobre determinados conocimientos que se poseen en ese preciso momento, son creencias que pueden estar plenamente justificadas.
Las creencias motivadas por la ignorancia también están, por desgracia, muy generalizadas. Y no me refiero a las creencias en elementos sobrenaturales o difícilmente demostrables, como pueden ser la creencia (o falta de ella) en un único Dios, o en espíritus, fantasmas, etc. Me refiero a las creencias que no vienen motivadas por el sentido común o por un amplio razonamiento, sino más bien han sido establecidas por tradición, por herencia, por que es lo que todo el mundo cree o es lo que nos han enseñado a creer cuando éramos unos niños. Estas creencias irracionales son también las que nos llevan a romper con una pareja por creer que nos miente, sin haberlo podido demostrar; o son las que nos llevan a prejuzgar a otras personas tan sólo por su aspecto, procedencia, forma de hablar, tradiciones,... llevándonos incluso en ocasiones a condenar a inocentes. La ignorancia es también la que nos conduce a creer en determinadas personas que no son merecedoras de nuestra confianza, como ocurre muchas veces con los políticos a los que votamos en las urnas.
Pero la peor de todas es, sin duda, la creencia motivada por el miedo. Tampoco aquí me refiero a las creencias impuestas por terceros, ya que, un credo es algo tan personal que sería imposible obligar a alguien a creer en algo en lo que no quiere creer. Distinto es el que algunas personas finjan creer en algo por temor a ser rechazadas, expulsadas, humilladas, asesinadas, etc., como han tenido que hacer infinidad de personas a lo largo de la historia para salvar sus vidas. Pero este es un caso distinto al que estamos tratando, ya que nadie puede saber nunca lo que otra persona cree realmente, a no ser que ésta se lo diga, y todos sabemos lo fácil que es mentir. El auténtico peligro del miedo, aparte de ser totalmente irracional, es que ataca a lo más íntimo y personal que posee cualquier persona: a la mente; llevándola a actuar de forma inconsciente y peligrosa, como si de un bebé se tratase. Algunos ejemplos: todas aquellas personas que han creído y creen en un único Dios tan sólo por el miedo al castigo que Éste podría infringirles, en caso de existir; la imposibilidad de entablar alguna relación seria con otra persona por creer que no va a funcionar, es decir, por el miedo al rechazo; las injusticias cometidas sobre otras personas por creer que podían ser peligrosas, o sea, por el temor que producía el que fueran diferentes; la elección de un determinado líder por creer que será mejor que los otros existentes, o lo que es lo mismo, por miedo a ser gobernados por alguien no deseado; el miedo injustificado a ciertos animales que sabemos que son inofensivos, por creer que nos podrían hacer daño de alguna manera. Y así podríamos continuar con multitud de temores infundados, inconsistentes, que continuamente atenazan nuestro cerebro obligándonos a creer en cosas que no pasarían ni un primer examen racional, y que nos llevan a tomar decisiones perjudiciales para nosotros mismos o para otras personas y terminan conduciendo nuestras vidas por caminos que no son los más adecuados, ni los que realmente nosotros deseamos.
Las creencias surgidas por la ignorancia o el miedo pueden ser confundidas fácilmente. La diferencia fundamental sería que la primera nos llega del exterior: mentiras, manipulación, tradición, falsas interpretaciones, etc.; mientras que las creencias fundamentadas en el miedo, son estrictamente personales, y difícilmente podrían ser expuestas de forma lógica y razonable, aunque, paradójicamente, suelen tener más peso sobre nuestras decisiones, y por tanto en nuestras vidas, que cualquier otra. En muchas ocasiones pueden coincidir; cuando es la ignorancia la que hace brotar el miedo en nuestro interior, haciendo que éste se aferre a nuestro subconsciente hasta el punto de que lleguemos incluso a olvidar el verdadero motivo por el que llegó allí. En cualquier caso, tanto unas como otras son igualmente perjudiciales, y deberíamos luchar con toda nuestra energía por hacerlas desaparecer para siempre de nuestras vidas.

Conclusión: Nos complicamos demasiado la vida por creencias que, en la mayoría de los casos, ni tan siquiera es necesario que nos las planteemos. Por ejemplo, si nadie puede convencerme fehacientemente de la existencia, o no existencia, de un único Dios, ¿de qué me sirve planteármelo siquiera? Yo sé que tengo que procurar hacer lo correcto en todo momento; si Dios existe, sabrá recompensármelo, y si no, podré dormir con la conciencia tranquila por haber actuado como es debido. No tiene porqué cambiar nada el que crea o no. Ni que decir tiene que se puede creer en Dios libremente de una forma racional y consciente, teniendo muy claro lo que esto significa y siendo coherentes en todo momento con dicha creencia, de hecho, yo admiro a las personas que logran hacerlo, y encuentran en la fe un auténtico apoyo en sus vidas. Si lo pensamos bien, lo realmente importante de una creencia no es si ésta es verdadera o falsa, sino el daño o el beneficio que podría llegar a hacer. Lo mismo se podría concluir de otras muchas dudas que nos surgen diariamente y con las que convivimos. Solución: simplemente olvidarlas y actuar conforme nos dicten nuestros sentidos; sobretodo, el sentido común.
En definitiva, cuidado con lo que crees o dejas de creer, podría destruir tu vida (o solucionarla).

Yo creo en la grandiosidad del infinito Universo, por ser el creador y protector de todo lo conocido.
Admiro y respeto al Sol, porque me da luz y calor, y sé que es el origen y el germen del que surgió nuestro planeta.
Creo en la madre Tierra, porque me sustenta, me alimenta y me da abrigo.
Bendigo a la Luna y a las Estrellas, porque iluminan el cielo nocturno, dándole una belleza incomparable.
Amaré y protegeré por siempre al Agua, porque me refresca, me hidrata, y sé que es fuente de vida.
Comprendo y acato la acción del Viento, porque ayuda a mantener el planeta con temperaturas agradables y soportables, compatibles con la vida.
Adoro a todas las criaturas vivas que pueblan el vasto mundo, porque sin ellas nuestra existencia sería imposible, a parte de mucho más aburrida y sin sentido.
Creo en todos los hombres y mujeres santos que han dedicado su vida a impartir sabiduría y buenas obras por el mundo, porque gracias a ellos, la humanidad tiene un esperanzador futuro.
Creo en mí y creo en ti, porque nos une el espacio y el tiempo; porque este es nuestro momento; porque si no lo aprovechamos ahora, puede que nunca podamos hacerlo.
Y con respecto al resto de los misterios de la existencia, tan sólo soy un insignificante ser humano, nada digno de creer o dejar de creer en ellos.
Mis creencias no precisan de ninguna muestra externa de adoración, aparte de un profundo amor y respeto hacia todo lo que me rodea. Yo no necesito alzar los brazos entonando una plegaria; no necesito unir las manos en recogimiento junto a mis hermanos; tampoco tengo necesidad de hincar las rodillas en tierra, ni de fundirme en un abrazo con mis semejantes...
No pido que nadie crea en mí. Tan sólo pido ser amado y respetado. Es todo lo que pido, créanme.

Pequeños detalles

lunes, 5 de noviembre de 2007








Observen con detenimiento estas fotografías (perdón por los reflejos y la calidad).







No sé ustedes, pero yo casi grito de terror al ver esos maniquíes que parecía iban a comerme. Están situados a la entrada y en el escaparate de una tienda de ropa de moda juvenil cualquiera en una ciudad cualquiera de nuestra amada España. No pude reprimir la tentación de inmortalizarlos en una instantánea. Supongo que habrá muchos más como éstos por ahí repartidos.
Es lo que me faltaba por ver. Películas violentas, juegos violentos, libros violentos, música violenta y, lo último, maniquíes en actitud violenta. Lo último de momento, claro, a saber qué será lo próximo; porque para esto de la creatividad y de la imaginación no hay límites, sobretodo cuando se trata de hacer el mal. Lástima no emplearla en fines más positivos.
Este es el mundo que le estamos construyendo a nuestros hijos y a todo el que venga después. Un mundo en el que la violencia reboza por los cuatro costados. ¿Cómo puede extrañarnos que la juventud sea por día más violenta si hasta les fabricamos maniquíes para llamar su atención que parecen salidos directamente del infierno? Puede parecer una tontería, pero para mí no lo es. Una buena educación no sólo se logra con grandes enseñanzas, sino también con pequeños detalles cotidianos. No nos quejemos luego, cuando nos toque sufrir las consecuencias, ya que, no me cansaré de repetirlo, cuando se actúa con violencia, el mundo te responde con violencia; ésta es una regla universal. Y recuerden que estos maniquíes, películas, videojuegos, etc., no lo hacen niños ni jóvenes, sino gente como usted y como yo, con pelos ya en los ... Tampoco me vengan ahora con la excusa de que se hacen para adultos, porque, además de ser de lo más hipócrita (me remito a los hechos), también los adultos nos volvemos insensibles y violentos cuando vivimos inmersos entre tanta barbarie, transmitiendo así esta actitud a nuestros hijos.
En fin, no quiero enrollarme más con un tema en el que sobran las palabras. Sólo espero que cuando esto llegue a su límite (porque no olviden que toda tendencia tiene un límite) me pille a mí riéndome ya del mundo en lo más profundo y oscuro del Abismo Primordial.
¡No se pongan así, hombre; tampoco es para tanto! Si total, sólo son maniquíes, ¿qué daño pueden hacer? De algo hay que hablar...





Esta otra imagen pertenece a un nido de avispas que lleva unos cuatro años sobre la puerta de mi casa. Todo el que lo ve se sorprende y asusta, y termina diciéndome que a qué estoy esperando para quitar eso de ahí, con lo peligrosos que son esos bichos.
Y yo siempre respondo lo mismo: van a hacer seis años que llevo viviendo en este lugar y tan sólo me ha picado una vez una avispa, y fue precisamente el primer año, cuando me dio por quitar un nido que estaban construyendo en ese mismo emplazamiento. Entonces aprendí la lección: si no me meto con ellas, ellas tampoco se meten conmigo. Y así ha venido sucediendo hasta ahora; mientras yo estoy en el jardín, ellas revolotean a mi alrededor de flor en flor sin molestarme para nada. Lo que demuestra una vez más lo que nunca me cansaré de repetir: si actúas con violencia, el mundo te responderá con violencia.
Las avispas no son peligrosas ni violentas, así como tampoco lo son la mayoría de los israelitas, palestinos, norteamericanos, sudaneses, rusos, chechenios, irakíes, iraníes, afganos, pakistaníes, indios, colombianos, albanokosovares, serbios, ... y un largo etcétera. Si yo puedo convivir con las avispas, con las que ni tan siquiera me puedo comunicar, ¿cómo es posible que seres humanos, de la misma especie, sean incapaces de vivir en paz unos junto a otros?
Que alguien me lo explique, por favor.
La fórmula es bien sencilla: vive y deja vivir.
Quizás precisamente ése sea el problema: hay demasiada gente que no sabe vivir, de ahí que tampoco dejen vivir a los demás.
¡Pues habrá que aprender, digo yo!

Mi amigo, mi amo

lunes, 29 de octubre de 2007

Un día como cualquier otro, casualmente, lo conocí;
él vino a mí, no hube de buscarlo;
se me acercó mansamente, apenas lo intuí;
tampoco tuve necesidad de atraparlo.

Con presteza e ilusión busqué consejo sobre su cuidado,
y lo alimenté diariamente, tal y como me indicaron.

Desde un primer momento se mostró agradecido,
siempre me trató cariñosamente;
yo le correspondo con mucho mimo,
y él jamás es reticente.

Cuanto más le ofrezco sin reparo,
y me entrego en libertad y sin fallo,
mayor es su alegría, y mejores sus regalos;
entonces yo sonrío... y callo.

Nunca sabré si él es mío o soy yo su esclavo;
pero sí que sé que a su lado,
no me faltará el calor.
Mi amigo, mi amo: el AMOR.

Buda (III)

lunes, 22 de octubre de 2007

¿Cómo se pretende que siga a alguien que insiste constantemente en que ya no es una persona ni tiene un yo?
Idealmente sigues a esa persona perdiendo tu propio yo, cosa que parece imposible, ya que es tu yo el que está fascinado con ella. Es tu yo el que sufre y quiere liberarse de ese sufrimiento. El mensaje más importante del budismo es que ese yo no puede lograr nada real. Tiene que encontrar una manera de desaparecer, tal como hizo Buda.

¿El yo alcanza su meta no siendo yo? Parece ilógico, o como poco paradójico.
Sí, pero los budistas encontraron tres formas de vivir la sabiduría que les legó su maestro. La primera es social: formar un sangha con grupos de discípulos, como el de monjes y monjas que reunió Buda en vida. El sangha existe para establecer un estilo de vida espiritual. Las personas recuerdan la enseñanza y mantienen viva la visión budista. Meditan juntos y unidos crean una atmósfera de paz.
La segunda forma de seguir a Buda es ética y se centra en el valor de la compasión. Buda era conocido como «El Compasivo», un ser que amaba a toda la humanidad sin juzgarla. La ética budista traslada esa actitud a la vida diaria. Todo budista practica la amabilidad, el don de ver a otros sin juzgarlos, pero además muestra amor y veneración por la vida misma. La moral budista es pacífica, abierta y dichosa.
La tercera forma de seguir a Buda es mística. Te tomas en serio el mensaje del no yo. Haces todo lo posible por romper los vínculos que te mantienen atrapado en la ilusión de que eres un yo aparte. Tu meta es salirte de puntillas, en silencio, del mundo material, aun cuando tu cuerpo permanezca en él. Las personas comunes están haciendo cosas todo el día, pero en lo profundo de tu corazón tú has vuelto la atención al no hacer, como lo llaman los budistas. No hacer no es pasividad, sino un estado de apertura a todas las posibilidades.

Si practico el no hacer, ¿qué haré en realidad? Sigue pareciendo una paradoja.
La tercera forma de seguir a Buda afronta el lado más enigmático de Buda. ¿Cómo puedes deshacerte del yo aparte cuando es lo único que has conocido? El proceso suena aterrador. En primer lugar, porque no hay garantías. Una vez que logras la «muerte del ego», como se suele llamar, ¿qué quedará? Quizás termines iluminado, pero podrías terminar también hecho un blanco, un no ser pasivo sin intereses ni deseos. Las personas creen que el camino budista es exigente porque en él se te pide que reevalúes todo lo que consideras que te hará avanzar en la vida –el dinero, las posesiones, la condición social, los logros– y lo veas como una fuente de sufrimiento. Por ejemplo, tener dinero no provoca sufrimiento directamente, pero te ata a la ilusión al no dejarte ver que hay otra forma de vivir que es real. El dinero, como las posesiones y la condición social, crea una rutina que trae detrás de ella un deseo tras otro.

¿Entonces la iluminación es lo mismo que no tener deseos?
Tienes que entender la «ausencia de deseos» en un sentido positivo, como realización. Cuando está tocando un músico, hay un estado de ausencia de deseos porque el músico se siente realizado. Cuando estás comiendo un manjar delicioso, te sientes realizado porque satisfaces el hambre. Buda predicó que hay un estado, conocido como Nirvana, en el que el deseo es irrelevante. Todo lo que trata de alcanzar el deseo ya existe en el Nirvana. No tienes que perseguir deseo tras deseo en una búsqueda inútil para poner fin al sufrimiento. Por el contrario, vas directamente a la fuente del ser, que no está llena ni vacía. Simplemente es.

¿Te quedan ganas de vivir después de eso?
En el Nirvana ya no se trata de la vida y la muerte, que son opuestos. Buda quería liberar a las personas de todas las dicotomías. Si sigues sus enseñanzas de la segunda forma posible, a través de la moral y la ética, es importante ser bueno, sincero, no violento y compasivo. No querrás practicar el comportamiento opuesto. Pero si sigues a Buda de la tercer forma, la forma mística del no hacer, es precisamente la dualidad lo que tratas de disolver. Vas más allá del bien y del mal, algo que asusta a muchas personas.

¿Qué es el no yo?
Es quien eres cuando no tienes relación con nada. Eso parece místico, pero no deberíamos dejar que nos distrajera la semántica. El no yo es natural; está arraigado en la experiencia cotidiana. Cuando te levantas por la mañana, hay un instante que precede al momento en que tu mente se llena con todas las cosas que tienes que hacer en el día. En ese instante, existes sin un yo. No piensas en tu nombre ni en tu cuenta bancaria; ni siquiera piensas en tu esposa e hijos. Eres y ya está. La iluminación extiende y profundiza ese estado. No estás agobiado por tener que recordar quién eres, nunca más.

Cuando me levanto por la mañana me acuerdo de quién soy casi inmediatamente. ¿Cómo se cambia eso?
Cambiando gradualmente tu manera de pensar. Piensa en cómo te relacionas con tu cuerpo. Casi siempre te olvidas de eso. Los latidos del corazón, el metabolismo, la temperatura corporal, el equilibrio de los electrolitos... Literalmente, docenas de procesos tienen lugar automáticamente, y tu sistema nervioso los coordina a la perfección sin que interfiera la conciencia. Buda sugiere que puedes despreocuparte de muchas cosas que piensas que debes controlar. En lugar de dedicar tanto esfuerzo y lucha a pensar, planificar, correr tras el placer y evitar el sufrimiento, puedes rendirte y poner también esas funciones en manos del piloto automático. Eso se logra gradualmente con una práctica llamada conciencia.

Es decir, ¿tengo que dejar de pensar?
Dejas de invertir parte de ti en pensar, porque Buda te enseña que, de todas maneras, no has tenido el control de tu mente. La mente es una serie de sucesos efímeros, pasajeros, y tratar de aferrarte a lo efímero es una ilusión. El tiempo es exactamente lo mismo: una secuencia de sucesos efímeros que carece de base sólida. Una vez que oigas esta enseñanza, ponla en práctica mediante la conciencia. Cada vez que te tiente la ilusión, recuérdate a ti mismo que no es real. En cierto modo, un termino más adecuado sería «reconciencia».
El proceso de cambiar tu conciencia lleva tiempo. Es una evolución, no una revolución. Todos nos sentimos atraídos por la tentación de elegir entre A o B. La dualidad nos hace creer que es importantísimo tomar buenas decisiones y evitar las malas. Buda no está de acuerdo: él dice que es importantísimo salirse de la dualidad, y jamás escaparás mientras sigas enterrándote más hondo en el juego de «A o B». La realidad no es A ni es B. Es ambas y es ninguna. La conciencia hace que te acuerdes de eso.

¿Cómo se supone que debo entender la expresión «ambas y ninguna»?
No puedes entenderlo, por lo menos con la mente. En pocas palabras, la mente es una máquina que procesa el mundo en lo que respecta al planteamiento «quiero esto» y «no quiero lo otro». Buda predicó que puedes salir de esa maquinaria y mirar cómo trabaja, ser testigo de la mescolanza fantástica de deseos, miedos y recuerdos que es la mente. Cuando te vuelves más diestro en esto mediante la meditación, las cosas cambian. Empiezas a ser consciente de ti con más simpleza, sin tanta confusión mental. Con el tiempo, cambia tu forma de pensar, y lo que domina es el espacio que hay entre los pensamientos –la brecha silenciosa– en lugar de los pensamientos mismos.

¿Es eso el Nirvana?
No, eso es apenas un signo de que estás practicando bien la conciencia. La brecha silenciosa entre los pensamientos pasa con demasiada rapidez para que alguien pueda pararse a vivir allí. Tienes que darle a la brecha la posibilidad de que se amplíe y, al mismo tiempo, el silencio se haga más profundo. Tal vez suene extraño, pero tu mente puede estar en silencio todo el tiempo mientras está pensando. Comúnmente, el silencio mental y el pensamiento se consideran opuestos, pero cuando superas los opuestos, éstos se fusionan. Te identificas con la fuente eterna del pensamiento más que con los pensamientos que emergen de ella.

¿Qué ventaja tiene, suponiendo que me tome el tiempo y el trabajo de llegar a ese estado?
Uno puede hablar de las ventajas en términos elogiosos que suenan muy atractivos. Ganas paz, ya no sufres. La muerte ya no resulta aterradora. Estás de pie, inquebrantable, en tu propio ser. En realidad, los beneficios son muy personales y se van dando a su propio ritmo. Cada persona se encuentra en su particular estado de irrealidad, que es muy personal. Tal vez yo sea obsesivo y la persona que tengo junto a mí sea ansiosa y la persona que está junto a ella, depresiva. En la meditación, estos nudos de discordia y conflicto empiezan a desatarse por impulso propio. Pero siempre hay una revelación evolutiva. A tu manera, caminas hacia la paz, la ausencia de sufrimiento, la intrepidez y todo lo que representaba a Buda.
Desde fuera, esta tercera forma de seguir a Buda parece mística, pero con el tiempo se vuelve tan natural como la respiración misma. El budismo sobrevive hoy en día, y prospera en todo el mundo, por ser tan abierto. No tienes que seguir un conjunto de reglas ni adorar a Dios ni a los dioses. Ni siquiera tienes que ser espiritual. Lo único que debes hacer es mirar dentro de ti, desear la claridad, despertarte y estar completo. El budismo se basa en el hecho de que todos tenemos al menos una pizca de esas motivaciones. La conciencia y la meditación constituyen el fundamento de la práctica budista, aunque cada secta y maestro tenga un enfoque particular al respecto. El za-zen, el tipo de meditación budista que se practica en Japón, no es lo mismo que la meditación vipasana del sudeste asiático. Sin embargo, a fin de cuentas, el budismo es un proyecto personal, y ése es el secreto de su atractivo en el mundo moderno. ¿Acaso no nos concentramos todos en el sufrimiento personal y en nuestro destino individual? Buda no pedía nada más como punto de partida y, aún así, prometía que la llegada sería la eternidad.

Buda (II)

Los Tres Sellos del Dharma o los tres hechos fundamentales del ser:

1. Dukkha

La vida es insatisfactoria. El placer en el mundo físico es efímero. Inevitablemente le sigue el dolor. Por lo tanto, nada que experimentemos puede ser profundamente gratificante. En el cambio no hay descanso.

2. Anicca
Nada es permanente. Toda la experiencia fluye y desaparece. Causa y efecto son eternos y confusos. Por lo tanto, jamás se puede hallar la claridad y la permanencia.

3. Anatta
El yo aparte no es digno de confianza y es, en última instancia, irreal. Usamos palabras como «alma» y «personalidad» para designar algo que es pasajero y fantasmal. Nuestros intentos de hacer del yo algo real no terminan nunca, y tampoco dan frutos a cambio. Por eso, nos aferramos a una ilusión que nos dé seguridad.

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La palabra «ilusión» tiene muchísimos significados, y algunos son muy tentadores. La ilusión, por ejemplo, de que cuando te enamores será para siempre. La ilusión de que no morirás jamás. La ilusión de que la ignorancia es dicha. Buda veía el peligro que escondían estos señuelos. Rara vez hablaba con dureza, pero me lo imagino reventando todas esas burbujas: el amor tiene fin, todos mueren, la ignorancia es una locura. Pero si se hubiera detenido ahí, Buda habría terminado siendo poco más que un tedioso moralista.
Su definición de ilusión es tan absoluta que casi congela la sangre. Todo lo que se puede ver, oír o tocar es irreal. Todo aquello a lo que te aferras como si fuera permanente es irreal. Todo lo que puede pensar la mente es irreal. ¿Hay algo que se salve de las garras fulminantes de la ilusión?
No.
Pero una vez que nos sobreponemos a la sorpresa que produce saberlo, Buda afirma que con un cambio de conciencia se revela la realidad. No como una cosa, no como una sensación, ni siquiera como un atisbo de pensamiento. La realidad es puramente realidad. Es el fundamento de la existencia, la fuente a partir de la cual se proyecta todo lo demás. En los términos más básicos, el budismo cambia un mundo de infinitas proyecciones por el único estado del ser, una libertad tan absoluta que no tiene que pensar en la libertad ni pronunciar su nombre.

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Buda (I)

Extraído del libro Buda, la novela que cambiará tu vida, de Deepak Chopra (2007)
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Los cinco monjes estaban fascinados con las palabras de Buda, pero era más que eso, esas palabras los llevaban hacia lo más profundo de su ser. Era como entrar en samadhi con los ojos abiertos. Sabían exactamente lo que Buda había descrito. Pero Assaji seguía preocupado.
–Desperdiciaría mi vida si tratara de desentrañar diez mil vidas anteriores –dijo–. Y si quieres que renuncie a esta vida como si fuera un fantasma, ¿acaso no he renunciado ya a ella convirtiéndome en monje?
–Sólo renunciaste al envoltorio exterior –dijo Buda–. Una túnica de color azafrán no te exime del deseo, y el deseo es lo que te ha mantenido prisionero.
–Ya nos dijiste eso en la montaña –dijo Kondana–. Pero en seis años jamás nos liberamos del deseo. Nuestro karma aún nos sigue y hace que obedezcamos sus órdenes.
–Y por eso he venido a buscaros a vosotros en lugar de ir primero con mi familia –respondió Buda–. Lo que os insté a hacer en la montaña fue un error. Quiero repararlo.
–No nos debes nada –se apuró a decir Assaji.
–No hablo de una deuda –aclaró Buda–. Las deudas terminan cuando termina el karma. Mi error os llevó a una trampa. Yo creí que estaba en guerra con el deseo. Despreciaba el mundo y mi propio cuerpo, que deseaba todos los placeres terrenales.
–Pero eso no puede ser un error –dijo Assaji–. De lo contrario, sería inútil hacer votos. La vida santa tiene que ser diferente de la vida terrenal.
–¿Y si no hay vida santa? –preguntó Buda. Los cinco monjes se sintieron extremadamente incómodos y ninguno contestó–. Veréis, incluso la santidad se ha convertido en alimento para vuestro ego. Queréis ser diferentes. Queréis estar a salvo. Queréis tener esperanza.
–¿Y por qué han de ser malas esas cosas? –preguntó Assaji.
–Porque esas cosas son sueños que os adormecen –dijo Buda.
–¿Qué veríamos si no estuviéramos soñando?
–La muerte.
Los cinco monjes sintieron que los recorría un escalofrío. Parecía inútil negar lo que les decía su hermano, pero era desesperanzador aceptarlo. Buda dijo:
–Vosotros tenéis miedo a la muerte, como lo tuve yo, y por eso inventáis cualquier historia que alivie vuestros temores y, después de un tiempo, os creéis esa historia, por más que haya venido de vuestra propia mente. –Sin esperar respuesta, estiró el brazo y levantó un puñado de polvo–. La respuesta a la vida y la muerte es simple. Reside en la palma de mi mano. Mirad.
Arrojó el polvo al aire; el polvo quedó suspendido como una nube turbia durante un segundo, antes de que se lo llevara la brisa.
–Pensad en lo que acabáis de ver –dijo Buda–. El polvo conserva su forma durante un instante efímero cuando lo arrojo al aire, así como el cuerpo conserva su forma durante su breve vida. Cuando el viento lo hace desaparecer, ¿adónde va el polvo? Regresa a su origen, la tierra. En el futuro, ese mismo polvo hará que crezca el pasto y se meta en un ciervo que come el pasto. El animal muere y se convierte en polvo. Ahora imaginaos que el polvo llega a vosotros y os pregunta: «¿Quién soy?». ¿Qué le responderíais? El polvo vive en una planta pero está muerto en el camino que pisan vuestros pies. Se mueve en un animal pero está quieto cuando se encuentra enterrado en las profundidades de la tierra. El polvo comprende la vida y la muerte al mismo tiempo. Así que si respondéis a la pregunta «¿Quién soy?» con algo que no sea una respuesta completa, habéis cometido un error. He vuelto para deciros que podéis ser un todo, pero sólo si os veis así. No existe la vida santa. No existe una guerra entre el bien y el mal. No existen el pecado ni la redención. Al verdadero ser que sois no le importa ninguna de esas cosas. Pero sí le importa al falso ser que sois, el que cree en el yo aparte. Habéis tratado de llevar al yo aparte, con toda su soledad y ansiedad y orgullo, a las puertas de la iluminación. Pero jamás las atravesará, porque es un fantasma.
Mientras hablaba, Buda sabía que ese sermón sería el primero de cientos. Le sorprendió que las palabras fuesen tan necesarias. Había esperado sanar el mundo con un toque o simplemente existiendo en él. El universo tenía otros planes.
–¿Cómo puedo verme como un todo cuando lo que llamo «yo» está aparte? –preguntó Kondana–. No tengo más que un cuerpo y una mente, aquellos con los que nací.
–Mira el bosque –respondió Buda–. Lo atravesamos todos lo días y creemos que es el mismo. Pero no hay ni una hoja que sea la misma que ayer. Cada partícula de tierra, cada planta y cada animal cambian constantemente. No puedes alcanzar la iluminación como la persona aparte que crees que eres, porque esa persona ya ha desaparecido, junto con todo lo de ayer.
Los cinco monjes estaban asombrados al oír esas palabras. Admiraban a Gautama, pero ahora sus creencias instaban a una revolución. Si lo que decía era cierto, entonces nada de lo que les habían enseñado podía ser verdad al mismo tiempo. ¿Que no existía la vida santa? ¿Que no existe una guerra entre el bien y el mal? Ninguno habló durante un largo rato. ¿Qué se le podía decir a un hombre que afirmaba que ni siquiera ellos existían?
–He traído conmigo la conmoción –dijo Buda–. No tenía intención de hacerlo. –Lo dijo con sinceridad, después de meditarlo profundamente, como era debido. No se había dado cuenta de que estando despierto perturbaba tanto a otra gente.
En un abrir y cerrar de ojos, con la misma velocidad con que había visto diez mil vidas anteriores, vio el problema del hombre. Todos estaban dormidos, completamente inconscientes de su verdadera naturaleza. Algunos dormían de manera irregular y alcanzaban a ver a ratos la verdad. Pero volvían a dormirse enseguida. Eran los afortunados. La gran masa de seres humanos no veía la realidad. ¿Cómo podía decirles él lo que en realidad quería decir? «Todos vosotros sois Buda».
–Me doy cuenta de que si me quedo aquí, no haré más que perturbaros más –dijo–. Así que ayudadme. Debemos idear juntos un Dharma que no atemorice a la gente. Empezando por vosotros, mis temerosos hermanos. –Los cinco monjes sonrieron y empezaron a relajarse un poco. Buda señaló los árboles en plena afloración que los rodeaban–. El Dharma debería ser así de hermoso, e igual de natural –dijo–. Si la naturaleza está despierta dondequiera que miremos, entonces los seres humanos merecen lo mismo. Despertarse no debería ser una lucha.
–Tú luchaste –dijo Assaji.
–Sí, y cuanto más luchaba, más difícil era despertar. Hice de mi cuerpo y mi mente mis enemigos. Por ese camino sólo se llega a la muerte y a más muerte. Mientras vuestro cuerpo sea vuestro enemigo, estaréis atados a él, y el cuerpo no tiene más opción que morir. La muerte jamás será vencida a menos que se vuelva irreal.
Años después, Assaji recordaría que empezó a pasar una tormenta sobre el bosque mientras Buda hablaba. Los rayos puntuaban sus palabras y le iluminaban la cara, que no era el rostro ferozmente entusiasta de Gautama, sino algo sobrenatural y sereno. Oyeron el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el techo del bosque, que creció hasta convertirse en un sonido constante, pero sobre los cinco monjes no cayó lluvia, ni siquiera una gota perdida se evaporó en la fogata. De esa manera, la naturaleza les decía que Buda era más que un hombre que había sido iluminado. Después de esa noche, los monjes lo siguieron.

...
–¿Entonces por qué tengo tantos pensamientos impuros? –preguntó Vappa, que era irritable y propenso a los arrebatos de ira, tanto que los otros monjes se sentían intimidados por él.
–No confíes en tus pensamientos –dijo Buda–. No puedes despertarte con el pensamiento.
–He robado comida cuando estuve hambriento, y hubo veces en que me aparté de mis hermanos y me di a las mujeres –dijo Vappa.
–No confíes en tus acciones. Las acciones pertenecen al cuerpo –dijo Buda–. Tu cuerpo no te puede despertar.
Vappa seguía sintiéndose miserable, y su expresión se endurecía cuanto más hablaba Buda.
–Debería irme de aquí. Dices que no existe la guerra entre el bien y el mal, pero yo la siento dentro de mí. Percibo cuán bueno eres, y eso me hace sentir peor.
La angustia de Vappa era tan genuina que Buda se sintió tentado a ayudarle. Sabía lo muy retorcida y sutil que es la mente. Podía convencer al santo más puro de que era el peor pecador, así como se puede convencer a una mujer hermosa que ve una peca en su cara de que ha perdido toda su belleza. Buda podía estirar el brazo y quitarle el peso de la culpa a Vappa con un roce de su mano. Pero hacer feliz a Vappa no era lo mismo que liberarlo, y Buda sabía que no podía tocar a cada persona viviente sobre la faz de la tierra.
–Puedo ver que te debates por dentro, Vappa. Debes creerme cuando digo que jamás ganarás –dijo Buda.
Vappa agachó aún más la cabeza.
–Lo sé. ¿Debo irme entonces?
–No, me malinterpretas –dijo Buda con tono amable–. Nunca nadie ganó la guerra. El bien se opone al mal como el sol de verano se opone al frío del invierno, como la luz se opone a la oscuridad. Están incorporados en el esquema eterno de la Naturaleza. Son la misma cosa.
–Pero tú ganaste. Tú eres bueno; yo siento que eres bueno –dijo Vappa.
–Lo que siente es el ser que llevo dentro, al igual que tú –dijo Buda–. No vencí al mal ni abracé el bien. Me aparté de ambos.
–¿Cómo?
–No fue difícil. Una vez que reconocí que jamás sería completamente bueno ni estaría libre de pecado, algo cambió dentro de mí. Ya no me distraía la guerra; mi atención podía centrarse en otra cosa. Se centró más allá de mi cuerpo, y vi quién soy de verdad. No soy un guerrero. No soy un prisionero del deseo. Esas cosas van y vienen. Me pregunté a mí mismo: «¿Quién está mirando la guerra? ¿A quién recurro cuando pasa el dolor o cuando se termina el placer? ¿A quién le contenta ser y nada más?». Tú también has sentido la paz de ser y nada más. Despierta a eso, y te unirás a mí en la libertad.
Esa lección tuvo un efecto enorme en Vappa, que decidió que su misión, durante el resto de su vida, sería buscar a las personas más miserables y desesperanzadas de la sociedad. Estaba convencido de que Buda había revelado una verdad que todas las personas podrían reconocer: el sufrimiento es una parte fija de la vida. Huir del dolor y correr hacia el placer jamás cambiaría eso. Pero la mayoría de las personas se pasaban toda la vida evitando el dolor y persiguiendo el placer. Para ellas eso era normal, y en realidad se estaban involucrando demasiado en una guerra que jamás ganarían.
...

Un lugar en el mundo

miércoles, 17 de octubre de 2007

Existe un lugar en el mundo donde no se conocen el odio, el rencor, la envidia, los prejuicios, las injusticias, la tiranía, la violencia ni la ira.

Existe un lugar en el mundo en el que nadie intenta manipularte impunemente, haciendo de tu voluntad un mero juguete en sus manos.

Existe un lugar en el mundo en el que no es necesario utilizar máscaras. Un lugar donde se puede ir con la verdad por delante sin miedo a ser apartado, incomprendido o rechazado.

Existe un lugar en el mundo donde el silencio no es incomodo; donde no son necesarias las traicioneras palabras para expresar sentimientos o ideas.

Existe un lugar en el mundo libre de lujuriosos pensamientos y de ridículas tentaciones. Un lugar apartado del perturbador ruido de las masas enfervorecidas que alientan los más bajos instintos animales.

Existe un lugar en el mundo en el que amar es lo natural, la compasión es innata y la solidaridad, impuesta por ley.

Existe un lugar en el mundo que está más allá de los sueños, lejos de todo lo imaginable, lindando con el infinito cielo y a la derecha del paraíso.

Existe un lugar en el mundo que no precisa de gobiernos ni de gobernantes, de jefes ni de súbditos, de discípulos ni maestros, de banderas ni de abanderados.

Existe un lugar en el mundo en el que cada cual es libre de hacer con su vida lo que le dé la gana; en el que nadie se atreverá a conducir tus pasos por otro sendero que no sea el que tú has elegido.

Existe un lugar en el mundo en el que siempre llueve a gusto de todos. Un lugar donde el sufrimiento y el dolor pueden ser detenidos con sólo una orden.

Existe un lugar en el mundo donde las apariencias están constantemente guardadas; donde cada cual es lo que muestra y lo que ves es lo que hay.

Existe un lugar en el mundo imposible de ser invadido, ya que a nadie se le niega nada y todo el mundo es bien recibido.


Este lugar está más cerca de lo que crees. Este lugar está en tu interior; para acceder a él tan sólo tienes que lanzarte sin paracaídas al abismo de tu mente y zabullirte sin oxigeno en el océano de la conciencia. Si logras traspasar estas dos barreras infranqueables para el común de los mortales, tu recompensa será la dicha eterna, la paz perpetua y la completa desaparición de los dos grandes enemigos: el miedo y la soledad. Una vez allí, y sólo allí, podrás decir que eres verdaderamente libre.

Allí nos veremos.

Tan sólo una historia

lunes, 15 de octubre de 2007

Extraído de La cruda realidad, por la Divina Providencia
Le conocí hace unos veinte años aproximadamente. Digo “le conocí” y no “nos conocimos” porque así es como fue realmente; por aquella época yo era prácticamente invisible, así que resultaba bastante difícil percatarse de mi presencia, mucho menos conocerme. En cambio con él ocurría todo lo contrario: estaba constantemente rodeado de tal aura de grandiosidad, que era imposible no verse irradiado de alguna manera por su perfecta e impoluta existencia.
Es algo mayor que yo, de ahí que estuviera un curso por encima mía en el Instituto. Pero eso daba igual, como ya he dicho, él estaba por encima de todos, era admirado y envidiado por cada alumno del centro, sin importar que fuese más o menos veterano; ¡qué digo, si hasta los mismos profesores le rendían pleitesía! Por supuesto, mi caso no era diferente; tenía todo lo que a mí me faltaba, que no era poco. Era popular, parecía simpático, buen deportista, poseía un físico imponente, no le faltaban comentarios graciosos y oportunos, nunca se encontraba solo,... En definitiva, era el compañero que todo el mundo quería tener, a pesar de que, a su lado, siempre corrías el peligro de que te humillara en público haciéndote quedar como un estúpido delante de cualquiera, tan sólo por el puro placer de reírse un rato; pero era un riesgo que merecía la pena asumir, todo fuera por intentar contagiarse un poco de su grandiosidad y elocuencia infinita. Tengo entendido que no era muy buen estudiante, pero eso, ¿a quién le podía importar?
En fin, prosigamos con la historia. Una vez terminado el Instituto, me lo volví a encontrar unos años después en un curso impartido por el INEM para optar a un puesto de trabajo en una importante empresa multinacional. Ni que decir tiene que él no me reconoció o, al menos, no dio muestras de hacerlo. Por este tiempo, mi persona aún conservaba gran parte de la transparencia de antaño, así que tampoco le di mucha importancia al hecho de que ni tan siquiera me dirigiera una simple mirada de complacencia, mientras él seguía como siempre acaparando la atención de todos y de todas con su incuestionable simpatía, su extrovertido carácter dicharachero y su agudo ingenio sin límites.
Durante los dos meses y medio que duró el curso, no hizo más que aumentar su popularidad entre todos los asistentes, profesores incluidos. Era el que más comunicativo se mostraba siempre, en todo momento tenía una respuesta oportuna que, aunque no fuera acertada, al menos era ocurrente; sus opiniones sentaban cátedra y eran asumidas mansamente por todo el auditorio, aunque sólo fuera por el temor que infundían sus denigrantes represalias sobre todo aquel que tenía la osadía de contradecirle; tenía además una habilidad increíble para salir airoso frente a cualquier situación, por muy comprometida que ésta fuese. Por lo dicho, de todos era sabido que sería uno de los primeros en acceder al puesto de trabajo que tanto anhelábamos los demás y para el que tanto nos estábamos esforzando. Para él, por el contrario, parecía cosa de coser y cantar; de nada importaba que alguien le soplara siempre las respuestas en los exámenes descaradamente o que no mostrase ningún respeto por algunos de sus compañeros menos populares. Para ser el favorito de los profesores lo único necesario era hacerlos reír a cada momento y darles un poco de charla de vez en cuando diciéndoles lo que querían escuchar, siempre con simpatía y buen humor, por supuesto, mientras que el resto teníamos que partirnos la cara estudiando e intentando parecer perfectos y brillantes aun en las situaciones más adversas.
Y efectivamente ocurrió lo que ya sabíamos: poco después de terminar el curso lo avisaron de la empresa y entró a formar parte de la misma sin ningún problema. Yo aprobé todas las asignaturas con la máxima nota, pero de nada me sirvió; llegué a pensar que igual mi expediente también se había vuelto invisible. Al cabo de dos años me dio por enviar una carta al departamento de RR.HH. y tuve la enorme fortuna de que era un momento en el que la empresa necesitaba personal, así que me llamaron y, tras las pertinentes entrevistas, me incorporé a la plantilla.
Allí estaba él. Su glorioso hálito seguía brillando inconmensurablemente a lo largo y ancho de toda la planta. Tampoco en esta ocasión se le vio un gesto de cercanía o reconocimiento; ni yo lo esperaba, a pesar de trabajar muy cerca el uno del otro y de cruzarnos cientos de veces a lo largo de la jornada laboral. Hasta entonces creí haber superado mi larga enfermedad de la incorporeidad, pero al parecer, volví a recaer, llegando a temer incluso que ésta se volviese crónica. Me salvó el hecho de que, por entonces, yo había madurado un poco y pude observar que mi caso era uno más entre tantos otros, es decir, comprobé que no era el único al que esta persona parecía ignorar o ningunear, por no decir despreciar. Así que fui restándole importancia y dedicándome a lo mío. Afortunadamente no me faltaban compañeros con los que charlar amigablemente ni con los que pasar buenos ratos; gente como yo, sencilla, trabajadora, sin ánimo de grandeza ni complejo de superioridad.
Así transcurrieron algunos años, yo relacionándome laboral y amistosamente con mis iguales dentro de nuestro plano terrenal, mientras él continuaba paseando su incombustible aura por ese otro mundo, más cercano al Olimpo, donde sólo unos pocos privilegiados tenían acceso, y donde él, y sólo él, tenía la potestad de invitar o expulsar a quien le viniese en gana, sin otro motivo aparente más que su caprichosa voluntad.
En un principio, la empresa en la que trabajábamos, como empresa joven y extranjera que era, ofrecía a sus asalariados unos servicios sociales y una calidad humana fuera de lo común; éramos como una gran familia, donde nuestros jefes y superiores nos protegían y cuidaban como a sus propios hijos y nosotros, naturalmente, respondíamos con igual cordialidad y afecto, dándole a la empresa lo mejor de nosotros mismos (al menos la gran mayoría). Pero todo lo bueno acaba.
Y en el caso que nos ocupa, el anunciado fin llegó de la mano de nuestro protagonista. Sí, de ese mismo por el que tiempo atrás los gerentes de la empresa sentían tanto orgullo y admiración, llegándolo a coronar imaginariamente como hijo predilecto de nuestra gran familia. Ese mismo que todos los ingenieros se rifaban por tener en sus plantillas, al cargo de sus máquinas. El mismo al que todos habíamos anhelado parecernos en algún momento de nuestras insípidas existencias. Como digo, después de unos primeros años de bienestar y seguridad, tras transcurrir el tiempo necesario para poner a cada cual en su sitio, después de que nuestro protagonista hubiera perdido paulatinamente su aureola divina, una vez que quedara al descubierto su auténtica y única personalidad, aquella que sólo puede quedar oculta durante un tiempo prudencial; después de verse rodeado, sola y exclusivamente, por un pequeño puñado de incondicionales de su misma naturaleza; después de quedar sobradamente demostrada su total incompetencia, su acentuada caradura y su perenne desidia en el terreno laboral. Después de todo esto, a nuestro aburrido amigo se le ocurre la feliz idea de que la corporación necesita un comité de empresa que vele por los intereses de los desvalidos empleados, y, claro está, él era el único que podía llevar a buen término semejante cometido.
La tortilla dio la vuelta por completo. De ser el favorito, el preferido, el incuestionable pasó a convertirse en el grano más molesto para la dirección de la empresa. Pero ya era tarde; la ley lo amparaba y nada se podía hacer por evitarlo. De nuevo volvió a surgir de sus cenizas para volverse a convertir en el centro de atención de todos. Como ocurre siempre, hubo divisiones y, ya se sabe, donde se siembra división se recoge discordia. Como ya he dicho, esto supuso el principio del fin. Comenzaron las sindicalizaciones, las reuniones, los tiras y aflojas, las amenazas,... y se acabaron los tratos de favor, las risas, la tranquilidad,... Aunque todo esto pertenece a otra historia.
En la que nos ocupa, nuestro hombre no tardó en elevarse a la categoría de líder de los trabajadores, venerado por unos y odiado por otros, pero nunca indiferente. Tampoco tardó mucho en liberarse por completo de sus responsabilidades laborales para ocuparse plenamente en su nuevo cometido de liderazgo. Con el transcurso de los años se desligó por completo de la empresa para entrar a formar parte enteramente de la plantilla del sindicato, dejando al resto de compañeros en la situación actual de precariedad e inseguridad propia de cualquier empresa del sector.
También yo tuve la fortuna de poder librarme de semejante esclavitud, aunque por motivos bien distintos. La última vez que lo vi fue en la televisión (ya sabía yo que legaría lejos), en una de esas cadenas locales que tanto proliferan a día de hoy; hablaba en representación de su sindicato sobre algunos problemas que estaban teniendo en otra empresa cercana. Se le veía más gordo y envejecido, aunque, como siempre, seguro de sí mismo y con cara de saber perfectamente de lo que estaba hablando. Me alegré de que las cosas le fueran bien, si bien, ya no despertó en mí ningún sentimiento de envidia, ni de admiración, más bien todo lo contrario. Comprendí que antes de condenar o elevar a los altares a nada ni a nadie es conveniente dejar actuar al sabio e implacable juez del tiempo que, como siempre, se encargará de dar a cada cual lo que le corresponda o de quitar lo que le sobre. Por mi parte, estoy muy satisfecho del transcurrir del mismo y me alegro enormemente de no haberme esforzado más en parecer lo que no soy, y nunca seré.
Moraleja: ¡Y yo qué sé! Invéntensela ustedes, hagan algo; mi creatividad tiene un límite.

Se acordaron de mí: