Yo soy el que no es

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Yo soy el que no es, que únicamente será cuando me miras.
Soy el que no es, que sólo será cuando me hablas.
Soy el que no es, que sólo será si me sonríes.
Soy el que no es, que sólo será si me tocas.
Yo soy aquél que no es, y que tan sólo podrá ser cuando me ames.

Mírame y te veré.
Háblame y te oiré.
Sonríeme y te amaré.
Tócame y sentiré.
Ámame y por ti moriré.
Mírame, háblame, sonríeme, tócame, ámame. Y seré.

Abrázame y gozaré.
Recuérdame y viviré.
Acompáñame y no me perderé.
Aliméntame y creceré.

Si te sientes perdido, grita.
Si tienes miedo, llora.
Si sufres, laméntate.
Si algo te oprime, desahógate.
Si te encuentras solo, golpéame.

Llama a mi puerta y te abriré.
Tiéndeme la mano y te la estrecharé.
Grítame y despertaré.
Siéntate a mi lado y te acogeré.
Escúchame y te hablaré.

Somos animales sociales, decía Aristóteles. La mutua relación con los demás es nuestra razón de ser; sin ella, nuestra existencia no encontraría sentido alguno. Por ello, el más positivo y beneficioso de todos los esfuerzos que podamos hacer, es aquel que nos conduzca a entablar relaciones cordiales, amistosas y afectivas con todo aquel que se nos acerque, o con todo aquel que lo necesite. La intimidad es una bendición, pero la soledad un castigo; no debemos confundirlas.
Este mensaje no tiene nada que ver con la Navidad; es cuestión de pura supervivencia. No lo olvides.

Ramón

lunes, 17 de diciembre de 2007

Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, lo primero que vio justo en la pared frente a su cama, fue una mancha de humedad con la forma perfecta de un payaso.
–Qué ironía –pensó–. Un payaso en este lugar tan sórdido y lúgubre.
¿Pero qué lugar era aquel sórdido y lúgubre en el que había amanecido Ramón esa mañana? En la confusión del despertar apenas podía recordar dónde se encontraba y, mucho menos, cómo había llegado allí. Pero ese momento de plena libertad que transcurre cuando nuestra conciencia aún no ha sido inundada por las aflicciones y amarguras propias de la humanidad, tan sólo permaneció durante un breve instante de salvación en la mente de Ramón. Una fugaz mirada hacia la derecha bastó para devolverle de golpe a la profundidad del abismo desde donde resurgía su triste realidad.
Allí se levantaban, rígidas y amenazadoras, las mismas rejas oxidadas que la noche anterior se cerraban a su espalda, confinándole en la más absoluta de las miserias a la que puede ser arrojado un ser humano. Ramón sabía que sólo saldría de aquella oscura y húmeda celda para dirigirse a la aún más oscura, aunque salvadora, muerte en el paredón.
¿Pero por qué tan cruel final para una vida joven y llena de ilusiones? Su confusa conciencia aún se sentía incapaz de vislumbrar con claridad la totalidad de la desesperanza que le había conducido ante aquella desgraciada situación. Las borrosas imágenes de su pasado más reciente, el vivido tan sólo unas horas atrás, irrumpían en su cerebro con una lentitud desesperante, como una película en blanco y negro en cámara lenta y descolorida por el tiempo, como si se tratase de una realidad transcurrida muchos años atrás y vivida por otras personas en otros tiempos.
Desafortunadamente no cabía duda de que había sido él el protagonista de aquella barbarie perpetrada el día anterior y que empezaba a cobrar una trágica solidez en su atormentada cabeza de recluso. Ahora sí podía recordar con tremenda claridad el momento en el que, junto con sus exaltados compañeros, vaciaban todas aquellas latas de gasoil sobre los destartalados bancos de madera de la iglesia de San Esteban, la misma en la que tantos sermones del padre Antonio había oído durante su infancia y juventud junto a su padre y hermanos. El mismo padre Antonio que en esos momentos de locura yacía moribundo, aunque con la suficiente lucidez como para percatarse de todo lo que ocurría, sobre el sagrado suelo de su parroquia de toda la vida.
Por desgracia, la sucesión de horribles imágenes no se detenían ahí. También pudo ver sus propias manos encendiendo la cerilla que haría sucumbir bajo las llamas al antiguo edificio de arquitectura barroca y poner fin a la también antigua vida de su párroco. “¡Arde en el infierno, maldito cura fascista del demonio!” oyó gritar a su compañero Miguel mientras todos corrían despavoridos para ponerse a salvo, desperdigándose sin control por las empedradas calles del pacífico pueblo que los había visto crecer. Por un instante también se le encendió en la mente la figura de su amigo Miguel quince años atrás, vestido con un inmaculado traje blanco de marinero, a unos metros del altar de la iglesia que acababan de incendiar, arrodillado frente al padre Antonio, aquel cura que acababan de quemar vivo y al que el mismo Miguel había golpeado cruelmente en la cabeza minutos antes; lo podía ver claramente recibiendo por primera vez el sagrado sacramento de la comunión; también podía ver con nitidez, ya que él estaba a su lado en tan insigne momento, como lo había estado siempre, la sonrisa bonachona y sincera del párroco al tiempo que colocaba sobre la lengua de su futuro verdugo la redonda lámina comestible que por aquel entonces todos estaban convencidos de que era el cuerpo de Jesucristo, y que con tanta ilusión y alegría recibían en aquel día junto con el resto de compañeros de clase, incluida María, que aún no podía albergar ni sombra de sospecha de que terminaría locamente enamorada de aquel muchacho de tez pálida y pelo revuelto cuyo máximo empeño en la vida consistía en pellizcarle el culo siempre que tenía ocasión, y al que todos llamaban Ramoncito.
“¡Dios mío, María!” su abstraído subconsciente no había perdido aún la costumbre de invocar al Dios olvidado en momentos de desesperanza, como lo era justo aquél, en el que la imagen de su amada tendida sobre el inmundo suelo, inerte y con la cabeza destrozada por la certera bala de un soldado fascista, tan oportuno como despiadado, se le presentó con una brutalidad inusitada haciéndole saltar del desvencijado catre para agarrarse con rabia e impotencia a las rejas que le arrebataban la libertad. Y fue entonces cuando el duro y valiente Ramón volvió a convertirse en el inocente Ramoncito de hacía quince años; llorando desconsoladamente regresó al mugriento colchón y se entregó por completo al cruel destino al que las circunstancias le habían empujado y que ingenuamente él creía haber elegido libremente.
En su agonía no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa situación; cómo había podido ser capaz de empujar a la locura a todos sus antiguos amigos y, sobretodo, cómo había permitido que le siguiese en su delirio también María, la angelical María, la persona a la que más había querido en el mundo y por la que sería capaz incluso de ingresar en un seminario si se lo pidiese, no digamos ya de dar la vida por ella si pudiera. Pero no; en vez de pedirle que ingresara en un seminario le animó a continuar con su cruzada antifascista y le apoyó en su particular lucha por salvar el mundo de las hordas nacionales que amenazaban la libertad.
¡Qué ingenuo! Salvar el mundo. Cómo si éste dependiese de un pobre infeliz como él o de un grupo de desalmados revolucionarios iluminados. En estos momentos de amargura ni tan siquiera estaba seguro de la verdad por la que luchaban. Pensó que también aquel miliciano fascista que le arrebató de un disparo y para siempre a su querida María, tendría una verdad por la que perseguir y exterminar a personas como él; pensó que el padre Antonio también había muerto injustamente por una verdad incomprensible para todos ellos. Pensó que tal vez no existiese ninguna verdad por la que matar o morir. Claro que qué sentido tenía ya pensar en todo esto.
En estas angustiosas reflexiones se encontraba Ramón, cuando de nuevo su mente fue tornándose difusa, y poco a poco, sin apenas percatarse de ello, fue dejando la tormentosa realidad que le atenazaba para penetrar en el tranquilizador mundo de los sueños, donde aún existía la esperanza.
Cuando volvió a abrir los ojos, pensó que tan sólo habían transcurridos unos pocos segundos desde que su cerebro fabricase aquel extraño sueño que difícilmente podía recordar; años más tarde sospecharía que fueron mucho más que segundos. Lo primero que pudo ver apoyado sobre la pared que tenía en frente de su acogedora habitación y junto a la videoconsola y el televisor, fue el payaso de trapo que le regaló su padre al cumplir cinco años. Habían pasado ya cuatro años de eso y aún lo conservaba intacto, como uno de sus juguetes preferidos. Más adelante, también presentiría que el motivo de su conservación era otro bien distinto, más profundo y misterioso, cuando el mismo payaso de trapo, envejecido y algo remendado y en esta ocasión en el dormitorio de su propio hijo, volviese a ser el lazo de unión entre dos épocas bien distintas dentro del mismo mundo, aunque vividas por el mismo espíritu.
En ese primer instante de lucidez, trató de aferrarse con fuerza a la borrosa reminiscencia que aún flotaba en su mente y en la que se veía a él mismo, aunque bastante mayor y cambiado, encerrado en una oscura prisión y recordando inquietantes sucesos sobre el incendio de una iglesia, la muerte de un cura, amigos entrañables y un apasionado amor. “Qué tontería”, pensó el pequeño Ramón, “¿por qué iba nadie a quemar una iglesia?”. ¿Y quién sería esa tal María a la que era incapaz de verle el rostro? Con nueve años, a Ramón aún le producía náuseas la idea de enamorarse de alguien. Tampoco podía entender por qué en ese momento de confusión sentía tanta ansiedad y desesperanza, y su corazón le mantenía en un estado de agitación que nunca antes recordaba haber experimentado.
Pero al igual que todos los sueños, este también fue desvaneciéndose misteriosamente de la conciencia de aquel inocente niño, aunque no así de su más profundo subconsciente, donde permaneció durante años esperando con paciencia la oportunidad para resurgir de nuevo, justo en el momento de que su portador fuese capaz de comprender por qué un trágico suceso acaecido en un tenebroso pasado había sido evocado setenta años después en la mente virgen de una cándido muchacho de nueve años.

El final del camino

lunes, 10 de diciembre de 2007

¿Qué estarán poniendo en la televisión a esta hora?
¡Qué pregunta! Pues lo mismo de siempre, ¿qué si no?

Por más que cambio de canal, no encuentro nada que me distraiga lo más mínimo, o que me haga olvidar que no puedo hacer otra cosa más que estar aquí sentado, o más bien clavado, frente al maldito aparato, que ya empiezo a odiar con toda mi alma, a pesar de ser mi único y fiel acompañante en estas largas y largas jornadas de mi postrera vida.
De la cama al sillón, del sillón a la cama, pasando por el baño. Y vuelta a empezar. Despacito, no vaya a caerme, y con el bastón bien apretado en una mano, mientras la otra se apoya torpemente en cada mueble o pared que encuentro en mi camino; por si los mareos.
¿Y mañana?
¿Mañana? Ya olvidé el significado de esa palabra. Como el de tantas otras: esperanza, proyecto, meta, futuro. La espantosa rutina las borró para siempre de mi mente. ¿Qué sentido pueden tener cuando tan sólo queda pasado? Porque ya ni el presente es digno de tener en cuenta. Bueno, quizás descubra algún dolor o alguna molestia nuevos. Eso si sigo vivo, claro.
¿Pero quiero seguir vivo?
Pues claro, ¡qué clase de pregunta es esa! Todo el mundo quiere vivir...
O no... No lo sé. ¿Para qué?
¿Cómo que para qué? Mis hijos vienen de vez en cuando a verme y me preguntan cómo estoy...
¡Qué cómo estoy! Siempre les contesto lo mismo: bien. ¿Cómo voy a estar?
(Muriéndome).
Pero ya llevo setenta y cuatro años sobre este mundo; ya es hora. Eso es lo que piensan todos: que ya es hora.
¿Y yo? ¿Qué pienso yo? Yo pienso que no; que no es hora. Si pudiera gritar lo diría a gritos. QUIERO VIVIR. Un día más, un año más. Quiero salir; pasear por mi jardín, por mi huerto, al que tantas horas le dediqué durante mi perra vida y que tan abandonado se encuentra tras mi retiro. Quiero coger el coche, conducir, ir de compras, al cine, leer un libro sin que me lloren los ojos a los cinco minutos. Quiero hacer lo que hace la gente viva.
¿Cuánto tiempo permaneceré así? ¿Días? ¿Meses? ¿Años?
No, años no.
Claro que aún podía ser peor. Podría estar postrado en la cama sin poderme levantar...
Todo se andará.
Yo era de los que pensaban que todo tiene un principio y un final, que la muerte nos llega a todos y nada podemos hacer, sólo resignarnos. Es ley de vida. Creía que con esta idea asumiría mi final con dignidad y valentía cuando éste se presentase.
Pero eso era antes, cuando ese final se presumía lejano.
Ahora maldigo esta despreciable vida, que nos pone por delante toda la inocencia y la alegría de la niñez, nos hace gozar de los más bellos placeres de la despreocupada juventud, nos da serenidad y armonía durante nuestra responsable madurez... y nos lo arrebata todo, sin avisar, el día que más feliz eres por todo lo que has conseguido; condenándonos a una eterna agonía sin fin, sin propósito alguno, más que el de ver como se van agotando poco a poco la energía, la vitalidad, las ganas,... la ilusión.
No hay derecho. Siempre había pensado que una vida sin ilusión no merecía la pena ser vivida, que era ésta la que nos mantenía siempre alerta y activos. Pero, ¿y ahora? ¿Qué pienso ahora? No lo sé.
¿Pero cómo podía ser si no?
Tampoco lo sé. Yo no dicto las normas. Sólo las sufro.
Se supone que este es el momento de hacer recuento de lo que ha sido mi vida, del bien o del mal que he hecho a los demás, de cómo me he portado con mis hijos, con mi mujer, de la huella que he dejado en este miserable mundo (si es que he dejado alguna)... Pero es que no me apetece hacerlo. ¿Para qué? Ya no puedo remediar nada de lo que hice; lo hecho, hecho está.
¿De qué me arrepiento o de qué me siento orgulloso? ¡Y yo qué sé! ¡Acaso he podido elegir!
Todo el mundo piensa que es fácil responder a estas preguntas una vez que se ve el final del camino, pero todos se equivocan; no lo es. Me gustaría poder gritarlo al mundo entero. ¡NO LO ES!
Claro que ya se darán cuenta. Todos pasaran por este calvario.
Bueno, no todos. Algunos tendrán la fortuna de irse de este mundo tal y como llegaron, sin enterarse, sin necesidad de pasar por esta lenta angustia a la que nos vemos avocados algunos más desafortunados.
Muchos dicen que debería sentirme dichoso por haber alcanzado esta edad, haber tenido una vida placentera y holgada, una familia unida y feliz... ¿Qué sabrán ellos?
¡Pues no, no me siento dichoso! Muy al contrario, me siento la persona más desgraciada de la tierra. Quiero vivir, pero al mismo tiempo quiero morir.
¡No, no quiero morir!; voy a morir. ¿Quién se puede sentir dichoso viendo venir el final de los días?
Otros dirán: “Al menos tiene la cabeza en su sitio; debería de dar gracias”. ¡Serán hijos de...! “La cabeza en su sitio”, vaya consuelo. Y encima quieren que dé gracias y todo.
Pero tengo que ser generoso y amable con todos y decirles que tienen razón. ¿Para qué mortificarles con mis penas y amarguras? Seguramente dirían que son achaques de viejo. Pensarían que estoy entrando en un estado depresivo debido a mi debilidad. Al final terminarían deseándome una pronta muerte y se engañarían diciendo: “Es lo mejor que le podría suceder”.
Ignorantes.
No. Tengo que mantenerme firme; aparentar placidez y bienestar, para que al menos se sientan a gusto a mi lado y no terminen rehuyéndome. Hablar de política, del colegio de los niños, de la comida de Navidad, de lo que subirán las pensiones para el año que entra...
¡Qué me importarán a mí las pensiones ni el colegio de los niños!
Creo que estoy siendo demasiado cruel conmigo mismo; debería de relajarme un poco e intentar vivir lo poco que me quede de vida con la mayor integridad posible...
¡A la mierda la integridad! Tengo derecho a ser cruel conmigo mismo. Es más, quiero serlo. A estas alturas de la vida nadie me puede prohibir que me sienta conmigo como me de la gana. Bastante me he obligado ya a lo largo de tantos años a sentirme como se suponía que tenía que sentirme para que todos estuvieran contentos a mi lado. Que si los niños, mi mujer, los clientes, los socios, los empleados, los proveedores, las amistades, los yernos y las nueras...
Tanto esfuerzo para qué. Para acabar plantado delante de un decepcionante aparato electrónico que no hace más que recordarme lo inútil que soy y todo lo que me estoy perdiendo y me voy a perder ahí fuera.
Y todavía hay quien opina que la vejez da libertad.
Iluso.
Claro que yo también llegué a pensarlo cuando me jubilé y pude dedicarme a lo que me diese la gana. Estuvo bien mientras duró. Pero una libertad tan exigua no debería ni existir. ¿Qué clase de Dios es ese que te hace creer que tienes todo el tiempo del mundo para disfrutar de lo que te has ganado con tanto esfuerzo y sacrificio para poco después arrebatártelo por completo dejándote en la más humillante de las miserias?
No. Definitivamente yo no quiero esa libertad. Prefiero mil veces el forzado trabajo en el campo o el estrés de los negocios antes que esta mierda de libertad.
Bueno, al menos sí que soy libre para poner el canal de televisión que quiera. Por cierto, creo que ya va a empezar la corrida de toros; si no recuerdo mal hoy toreaba Morantes. Promete ser una gran corrida; creo que me lo pasaré bien.

Dedicado a mi padre y a todos aquellos ancianos que, como él, sufren en silencio la soledad y la amargura del final del camino.

La sabiduría como ciencia

lunes, 3 de diciembre de 2007

A estas alturas de la vida, seguro que nadie pone en duda la utilidad de las matemáticas, de la física, de la astronomía, de la biología o del resto de las ciencias conocidas. Todos somos conscientes de lo necesarias que han sido todas ellas, y siguen siéndolo, para llegar a donde estamos ahora. El desarrollo de las ciencias va íntimamente ligado al desarrollo de la civilización, sin éstas no tendríamos sólidas viviendas, medios de transporte, vestidos resistentes, alimentos perdurables, ni prácticamente casi nada de lo que utilizamos diariamente en nuestras vidas.
¿A dónde quiero llegar contándoles esto? Pues me gustaría llegar a que comprendiesen tan claramente como lo he hecho yo la importancia de la sabiduría en nuestras vidas. Si hemos quedado en que ésta es también una ciencia, quiere decir que también puede hacernos nuestras vidas más fáciles y cómodas, al igual que las demás. Es más, estoy en posición de afirmar que el desarrollo de esta ciencia es imprescindible para que una civilización sea capaz de perdurar en el tiempo infinitamente, sin que se autodestruya o sea destruida por otra vecina, como ha venido ocurriendo a lo largo de toda la historia de la humanidad y, no lo duden, seguirá ocurriendo.
Permítanme que les cite un texto bastante ilustrativo sacado del libro Hijos de las estrellas de Daniel Roberto Altschuler:
Se puede argumentar que la inteligencia nos dota de ventajas para sobrevivir y que, por lo tanto, se desarrollará necesariamente en el curso de la evolución. Sin embargo, es posible que, del mismo modo que un fuego se extingue por sí solo después de cierto tiempo, también una especie que desarrolle tal nivel de inteligencia que le permita dominar el resto de las especies y el medio ambiente se extinga a sí mismo después de un tiempo. De este modo, la vida da un gran salto en otra dirección. Si así ocurriera, la inteligencia no habría bastado para que nuestra especie supiera cómo evitarlo hasta que fuera demasiado tarde. Tal vez, esto casi tenga carácter de ley natural, un límite debido a que el proceso evolutivo es acumulativo, el resultado de una suma de pequeños cambios. Quizá no sea posible pasar de poca inteligencia a suficiente inteligencia para evitar el colapso sin pasar antes por algo de inteligencia pero insuficiente. El único ejemplo con que contamos, nosotros, insinúa la veracidad de esta proposición. La vida inteligente sólo podrá sobrevivir si encuentra una forma de saltar la barrera que impone la inteligencia insuficiente y acceder a un nivel superior.”
Analizando un poco este párrafo, yo diría que actualmente nos encontramos inmersos en esa barrera de «inteligencia insuficiente» la cual no nos permite seguir avanzando en nuestro desarrollo como civilización, con lo cual, si no se le pone remedio antes, terminaremos como tantas otras civilizaciones de la antigüedad, con el agravante de que, con el enorme poder destructivo que tenemos en la actualidad, es muy probable que no dejemos mucho de utilidad para otros que vengan detrás. También el científico británico James Lovelock, considerado por muchos como el padre del ecologismo, insinuó en una ocasión algo parecido cuando escribió: “Escasean las evidencias de que nuestra inteligencia individual haya aumentado a lo largo de la historia.”
¿Por qué les digo esto? Sencillamente porque estoy convencido de que es la ciencia de la sabiduría la única que nos puede hacer saltar esa barrera, hasta ahora infranqueable, de la «inteligencia insuficiente».
En el siglo XIV, el historiador tunecino Ibn Jaldún intentó algo parecido con la historia que, dicho sea de paso, tiene mucho que ver con lo que estamos hablando ya que de la historia se pueden extraer muchas experiencias ajenas que nos pueden ayudar en el presente. Este hombre intentó hacer de la historia una ciencia útil que permitiese extraer enseñanzas del pasado. Mientras otros autores creían que son los individuos quienes van creando la historia, él sostenía que es la sociedad la que crea el futuro, y que los individuos no son más que frutos de esa sociedad. Por tanto, a su juicio, el historiador debía conocer “los principios de la política, del arte de gobernar, la naturaleza de las entidades, el carácter de los acontecimientos y las diversidades que ofrecen las naciones”, porque ésos son los factores que marcan el desarrollo de los acontecimientos y permiten responder a los retos del presente. En otras palabras, este historiador sostenía que el pasado está repleto de sabiduría que podría ser aprovechada en el presente si se estudiaba convenientemente.
Pero entremos un poco en materia, ya es hora. La sabiduría es algo de lo que se tiene constancia desde tiempos inmemorables. Ya en la Biblia se habla de ella en numerosas ocasiones. Pero siempre se le ha hecho mención, más que como una ciencia, como una virtud personal que se podía poseer o no. Esta es la diferencia que yo propongo.
Yo creo que la sabiduría debería de tratarse como una ciencia con todas las de la ley. Como cualquier ciencia, se puede estudiar, se puede investigar y se puede experimentar. Existe infinidad de literatura sobre ella; ya he mencionado la Biblia, el rey hebreo Salomón dejó importantes escritos al respecto (que supuestamente se les atribuye), Jesucristo también fue un gran sabio, Siddhartha Gautama, más conocida como el Buda, Lao Tse, el creador del Taoísmo, importantes filósofos de la antigüedad como Sócrates o Aristóteles, y podría seguir nombrando multitud de ellos en todos los tiempos, incluidos los actuales.
Confucio fue otro gran sabio, sus enseñanzas constituyeron uno de los pilares donde se sustentó su país, China, durante muchos siglos, desde el V a. C. hasta prácticamente la llegada del comunismo a mediados del siglo XX. Como ven, existe al menos un precedente de que la sabiduría puede ser estudiada como una ciencia más. Yo no me tengo por una persona sabia, como Confucio, más quisiera, mi único mérito, si se me quiere atribuir alguno, ha sido el haber recopilado las enseñanzas de muchos que sí lo fueron y nos dejaron sus testimonios por escrito. Como ocurre con toda ciencia, la teoría no basta para poder decir que se domina, es necesaria también la experiencia y la práctica; por eso no se puede decir de nadie que sea un sabio por saber escribir palabras sabias; habría que comprobar primero que sabe llevar también a la práctica lo que predica.
La sabiduría, más que ninguna otra ciencia, es experiencia pura. Sólo se llega a dominarla cuando se ha vivido mucho, después de equivocarnos en numerosas ocasiones, de caernos y volvernos a levantar, de aprender con los errores. Tan sólo entonces se podrá decir de una persona que es sabia y, una vez obtenida esta sabiduría, podremos estar seguros de haber encontrado el camino que nos conducirá a la felicidad eterna, independientemente de las vicisitudes y desgracias que nos acechen por el mismo y, además, también estaremos en disposición de hacer felices a todos los que nos rodean.
Mi pretensión con este libro es simplemente mostrarles esa teoría, enseñarles el camino; pero una cosa es conocer el camino y otra muy diferente es andarlo. Les aseguro que no es nada fácil, sobretodo al principio. En esta sociedad tan materialista y frenética en la que estamos inmersos, casi todo lo que nos rodea se opone a la práctica de la sabiduría. Sería necesario primero hacer un examen de conciencia, eliminar complejos, prejuicios, ver más allá de las apariencias, conocer la realidad de las cosas, que en demasiadas ocasiones se nos presentan desvirtuadas deliberadamente por intereses ajenos a los nuestros.
Para animarles un poco les diré que, una vez que se consigue todo esto, una vez que seamos capaces de distinguir las cosas verdaderamente importantes de las superficiales, habremos logrado un primer paso decisivo y, al mismo tiempo, sin necesidad de nada más, se darán cuenta de cómo sus vidas cambiarán radicalmente, a mejor por supuesto; tendrán las ideas más claras, vivirán más tranquilos actuando conforme a sus criterios, sin importarles nada lo que piensen o digan los demás, dejarán de preocuparse por supuestos problemas que antes no les dejaban dormir tranquilos, sabrán aprovechar mucho mejor su tiempo, en definitiva, serán más felices y, con el tiempo, les puedo asegurar que esta felicidad se contagiará a aquellas personas que están a su alrededor. Y esto será sólo el principio.
Extracto de mi libro Tratado sobre la Sabiduría

Se acordaron de mí: