Monstruos reales

viernes, 31 de octubre de 2008


“Me decía mi mamá que los monstruos no existen,... pero sí que existen, ¿verdad?”

Esta frase la decía una niña pequeña en una película que vi hace tiempo: la segunda parte de Alien, el octavo pasajero. El personaje hacía referencia a los monstruos extraterrestres protagonistas del film. Mi madre nunca me habló de monstruos, ni de su existencia; yo nunca creí en ellos, aunque eso no me impidió temerle a infinidad de cosas cuando era pequeño.
Pero el tiempo me ha enseñado lo que a la pequeña rubia de la película: los monstruos sí que existen. Y no es necesario ir al otro confín de la galaxia para dar con ellos, los tenemos aquí mismo, entre nosotros, siempre han estado y nunca se marcharán. Quizás no sean tan llamativos y espectaculares, pero es precisamente esa discreción y esa falta de extravagancia lo que los hace sumamente peligrosos, ya que su voracidad y su carencia de escrúpulos dejan en pañales a los engendros espaciales de la ficción.
Raro es la persona que no haya tenido, o tenga, su propio monstruo particular, devorándole la entrañas poco a poco, impidiéndole llevar una existencia pacífica, siguiéndole de cerca allá donde vaya... sin darle respiro, ni tregua. Nuestro monstruo particular nos pertenece, nació con nosotros durante nuestra infancia, en el desarrollo de nuestra personalidad, o en algún otro momento durante el cual nuestra vulnerabilidad se hizo extrema. Son como los virus, aprovechan la debilidad del organismo para adueñarse de él e intentan conquistarlo en su totalidad, alojándose cómodamente en su interior, hasta el punto de que la persona anfitriona ya no lo siente como algo extraño, como algo ajeno a ella que deba ser expulsado. Muy al contrario, pensamos que es algo muy nuestro, que no seremos nosotros mismos sin ese huésped instalado en nuestro más íntimo ser. Pero esa es su fuerza precisamente, lo que les da poder y lo que nos debilita aún más. Por eso es imprescindible saber que no tiene porqué ser así, que podemos echarlos para siempre, exterminarlos, y sólo entonces estaremos libre de su amenaza. Sólo entonces nuestras vida nos pertenecerá a nosotros, y a nadie más.
Sólo hay una forma de vencer al monstruo y sacarlo definitivamente de nuestro camino: conocerlo y luchar contra él.
Yo tuve la enorme fortuna de conocer a mi monstruo particular prontamente (o al menos al que más daño me estaba haciendo en ese momento). Este monstruo era la Timidez; uno especialmente salvaje e insaciable que ha terminado con la existencia de miles y miles de criaturas, y que aún no ha aplacado su voraz apetito. Este monstruo es a su vez uno de los más peligrosos, ya que si dejamos que nos venza, atraerá hacia sí otros no menos temibles y aniquiladores, como son la soledad, la vergüenza, el miedo a los demás y el olvido. Y si permitimos que varios de estos monstruos unan sus fuerzas, entonces será cuando estemos perdidos del todo.
Desde que fui consciente de esta presencia aterradora tras mis pasos, no he dejado de luchar denodadamente. La agarré por los cuernos y desde entonces me propuse no soltarla hasta haber acabado del todo con ella, hasta haber erradicado su presencia de mi vida.
A pesar de haber estado rodeado siempre de infinidad de personas, comencé esta lucha en la más completa soledad, en silencio, sin consultárselo a nadie. No sé si actué correctamente o debí haber buscado ayuda; es el camino que elegí. Transcurrido el tiempo compruebo con alegría que he tenido mucho valor, he sido perseverante y tenaz, cualidades que nunca creí poseer, y que son esenciales para la victoria. También confirmo con cierto orgullo que todo lo conseguido hasta ahora se lo debo únicamente a mi astucia y firmeza ante el enemigo; nadie me ha concedido nada gratuitamente, absolutamente cada pequeña victoria obtenida ha sido fruto de estas cualidades mencionadas anteriormente.
No sé si lograré algún día derrotar a este feroz contendiente, porque aún continuamos en la batalla; puede que no, pero al menos ahora sé reconocerle cuando aparece, y tengo la oportunidad de ponerme en guardia y sacar mis armas. Ya no me da miedo, porque sé como vencerle. Es más fácil vencer al enemigo cuando ya se conoce su rostro, cuando sabemos de sus intenciones y averiguamos sus debilidades. Al escribir este texto y publicarlo le estoy asestando una fuerte estocada mortal. Lo sé. También sé que volverá a alzarse, con más fuerza si cabe, y continuará su persecución incansable, pero ya ha dejado de importarme porque sé cómo hacerle frente.
Tengo que reconocer que esta batalla a muerte me ha supuesto un desgaste, como todas las batallas, me ha obligado a replantearme muchas cosas que daba por supuestas, a hacer sacrificios, me ha privado de infinidad de momentos de mi pasado, me ha robado media vida. Pero aún debo considerarme afortunado, porque la mayoría de sus víctimas son consumidas por esta bestia asesina sin que ni siquiera tengan la oportunidad de luchar contra ella; lo que me convierte en un héroe de nuestro tiempo. Yo jamás lo he deseado, simplemente me tocó.
No me lo ha puesto nunca nada fácil, es obstinada y pendenciera; aún me sorprende a menudo y logra abatirme durante unos instantes.... pero yo me vuelvo a levantar, le planto cara y continúo como si nada hubiese pasado; esto es lo que más le duele, la indiferencia.
Aún no sé cómo acabará esta guerra, pero lo que sí es seguro es que ahora mismo le llevo ventaja a mi adversario. Tengo amigos, cosa que no podía decir hace algunos años, personas que me quieren tal y como soy, que se preocupan por mí aun conociendo mis debilidades y defectos. Y esto es algo que a mi enemigo le hace gritar de rabia e impotencia. Ya no estoy solo en el campo de batalla; estas personas me hacen fuerte, se han convertido en mi escudo y en mi espada, y con ellos (o sea, vosotros) continuaré la lucha hasta que uno de los dos caiga abatido para siempre.

Existen muchos otros monstruos, unos más peligrosos, otros menos, ¿cuál es el tuyo? ¿Aún no lo conoces? ¿Cómo combates contra él? ¿Quién va ganando?

La Libertad

martes, 28 de octubre de 2008

Una de mis últimas entradas, la titulada “El Esclavo” y, sobretodo, los comentarios que suscitó, me hicieron pensar mucho acerca de lo que llamamos “libertad” y el concepto que cada uno tenemos sobre ella. Intentar definir esta palabra es tarea ardua difícil, ya que es un término muy personal e íntimo. Cada cual tiene el umbral de su libertad a diferente altura.
Es evidente que todos tenemos que ganarnos la vida de alguna manera, mantener una familia, alimentarnos, cobijarnos bajo un techo... en definitiva, vivir. Todo esto es costoso, ya se haga en medio de la naturaleza recolectando fruta, cazando animales salvajes y fabricándonos una choza o acudiendo a diario a una oficina durante ocho horas a cambio de un sueldo. Ambos métodos pueden ser perfectamente válidos y tan dignos y respetables tanto el uno como el otro. Por consiguiente, no creo que hablar de libertad sea hablar de la forma en la que cada cual se gana la vida.
Y entonces, ¿en qué consiste la libertad?, ¿qué persona se puede considerar más libre? Quizás la libertad radique en la capacidad de elección de cada uno de ellos. Josep Lluís mencionaba la siguiente cita de Forges:
Soy libre...
... puedo elegir el banco que me exprima; la cadena de televisión que me embrutezca; la petrolera que me esquilme; la comida que me envenene; la red telefónica que me time; el informador que me desinforme; y la opción política que me desilusione
.”
Suena bastante deprimente, pero a mi entender, Forges, con su habitual ironía, no iba mal encaminado. Tenemos capacidad de elección, por tanto, somos libres. Si en vez de vivir en una sociedad civilizada y democrática, viviésemos en medio del campo a expensas de los elementos, no tendríamos bancos que nos exprimiesen ni televisiones que nos embruteciesen, pero nuestra supervivencia y felicidad seguiría dependiendo de otros factores también ajenos a nuestra voluntad, como pueden serlo las condiciones medioambientales, la variedad vegetal y animal del hábitat, nuestras habilidades naturales, nuestra salud, etc. Es decir, todo es muy relativo.
Pero si es así, ¿por qué nos sentimos tan maniatados y esclavizados de todo lo que nos rodea? A mi parecer, puede que esto se deba a que no utilicemos esta capacidad de elección que tenemos debidamente, o sea, que la mayoría de la gente es incapaz de elegir lo que en verdad le conviene de entre toda la oferta que se le ofrece. Por ejemplo, es cierto que la televisión puede embrutecer, pero también es verdad que existen algunos programas de calidad que nos enseñan algo positivo; o, a unas malas, nadie nos obliga a tenerla encendida. También con los bancos tenemos una amplia gama donde escoger, y a los que poder exigir; siempre habrá algunos menos malos. Y lo mismo se podría decir de todo. Sólo es cuestión de conocer todas las ofertas que tenemos a nuestro alcance y elegir la que mejor se adecue a nuestras necesidades. Evidentemente siempre habrá unos límites insuperables, pero como ya hemos dicho, esos límites existirán en cualquier situación en la que nos encontremos. Son los límites que establecen las circunstancias.
Por lo expuesto, pienso que seremos más libres cuanto más opciones tengamos a nuestra disposición donde elegir. Pero no sólo eso, también es esencial el conocerlas todas a fondo y el poder decantarnos libremente por la que queramos, cosa que habitualmente no ocurre. Lo normal es que nos fiemos ciegamente de lo que nos vendan otros, atendiendo a sus necesidades particulares que nada tendrán que ver con las nuestras. O que nos dejemos llevar confiadamente por las corrientes impuestas también por otros, sin pensar siquiera en otras posibilidades que también existen y que podrían ser mejores y estar a nuestro alcance si nos preocupásemos por conocerlas. Sin este conocimiento, nuestra libertad se verá sensiblemente mermada, además de manipulada. Y estos otros a los que hago referencia no tienen porqué ser siempre extraños, pueden ser perfectamente personas de nuestro entorno, como padres, hermanos, vecinos, pareja sentimental, hijos, etc.
Resumiendo, se podría decir que será más libre la persona que disponga de más opciones donde elegir, mejor conocimiento tenga sobre cada una de ellas y, por supuesto, menor coacción sufra a la hora de optar por la que desee. Y esto es algo que se podría aplicar a todos los ámbitos de la vida: trabajo, amigos, lugar donde vivir, creencias religiosas, aficiones, ocio, etc.
Pero hasta ahora no se ha dicho nada sobre la libertad de pensamiento tan comentada en la entrada anterior mencionada. ¿Cómo podría influir un pensamiento libre en todo lo expuesto anteriormente? Recordarán que también yo mencionaba la posibilidad de ser más libres encerrados en una prisión que viviendo en libertad y rodeados de toda clase de lujos y placeres; ¿cómo puede ser esto posible?
Intentaré explicarme, aunque no es fácil. La sensación de libertad está íntimamente asociada con las necesidades de cada uno, de ahí que sea algo tan personal. Pondré un ejemplo sencillo: si yo necesito un automóvil, me sentiré más libre conforme más modelos tenga donde elegir, mejor los conozca y mayor sea mi capacidad para poder comprarme el que desee. Pero quizás me sienta aún más libre si resulta que me doy cuenta de que en verdad no necesito ningún automóvil; entonces no tendré la necesidad de buscar distintas ofertas, informarme sobre cada una de ellas, ni de dinero para comprar el que quiera. Lo mismo se podría deducir sobre cualquier otra necesidad que tengamos, o creamos tener. Es decir, a menor número de necesidades y deseos, mayor libertad.
Es esta última idea la más difícil de llevar a la práctica, debido a la sociedad tan consumista y meritocrática donde vivimos, y donde nos obligan desde nuestra niñez a desear más y más cosas de todo tipo, y aumentando desaforadamente esta pasión consumidora conforme vamos creciendo y vamos acomodándonos sin percatarnos de ello a esa idea equivocada y tan extendida del “tanto tienes, tanto vales”, y que sólo termina conduciéndonos de cabeza al pozo sin fondo de la esclavitud y la desdicha. Esta idea, no sólo es aplicable a las necesidades materiales, sino también a aquellas otras necesidades sociales y anímicas que todos tenemos, el deseo de ser amados, queridos por otros, la necesidad de sentirnos integrados, tener éxito o ser respetados por los demás.
Pero aún se me ocurre otra de las grandes lacras que no hacen más que mermar nuestra limitada libertad: el miedo injustificado. Miedo a perder el trabajo, la pareja, a no conseguir nuestros objetivos estipulados, a no ser aceptados por la sociedad, a parecer extraño, a sentirnos vigilados, a padecer alguna enfermedad grave, al futuro incierto, a la soledad, al olvido, a la muerte.... y un largo etcétera. Cada uno de estos miedos lo único que consiguen es paralizar nuestras mentes y sumergirnos es un estado de continua alerta y estrés mortificante. En pocas palabra, nos impiden actuar con libertad. De nada nos sirve el disponer de todo y tener todas las posibilidades de obtener lo que queramos si continuamente estamos asustados por el qué dirán o el qué pasará. Simplemente, el miedo evitará que utilicemos nuestra libertad debidamente, siendo él el que gobierne directamente nuestros actos y, por tanto, nuestras vidas.
La única forma que se me ocurre de evitar este sentimiento pernicioso y de poder llevar a la práctica el desapego mencionado anteriormente, es con una educación adecuada, donde se nos enseñe de verdad a pensar por nosotros mismos, apartados de modas y corrientes actuales, que evite que entremos, o si ya lo hemos hecho, que nos permita salir de esa fosa oscura a la que nos lleva sin remedio la insensatez y la ignorancia, y que sólo puede tener un final: el sufrimiento.

Para el que esté interesado en algo de lo que he dicho, le dejo este enlace a una entrada que publiqué hace poco en el blog Preludio a un acontecer titulada: Declaración de Guerra. Ahí podrían encontrar algunas claves para conseguir la tan ansiada libertad (al menos material). Aunque, insisto, es algo mucho más complicado y que requiere sacrificios que sólo con el tiempo darán los resultados esperados y que, sin duda, merecerán la pena.

Espero encontrar en vuestros comentarios, como es habitual, algunas claves más para ser un poco más libres.

Dedico esta entrada a Raquel, de El Piano Huérfano; una persona que lucha por conseguir su libertad y que tendría mucho que enseñarnos al respecto.

La Sabiduría nos enseña a encontrar la mejor compañía

jueves, 23 de octubre de 2008

En una ocasión, Paulo Coelho escribió: “Tus aliados no serán necesariamente aquellas personas a quienes todos miran y de quienes afirman: «No hay nadie mejor». Muy al contrario: son personas que no temen errar y, por lo tanto, yerran mucho. Lo que hacen no siempre es elogiado o reconocido.
Efectivamente así es. No siempre las personas mejor reconocidas por la sociedad son las más valiosas, de hecho sucede muy a menudo todo lo contrario. ¿Por qué ocurre esto? Vivimos en una sociedad meritocrática; esto quiere decir que se le da demasiada importancia a los méritos individuales. Da igual el valor interior de una persona, su calidad moral; lo único que se suele tener en cuenta es lo que haya hecho esta persona en la vida, lo que haya estudiado, a qué se dedica.
Si nos encontramos con antiguos compañeros de la escuela, lo primero que nos interesa saber de ellos es cuál es su profesión, qué hacen para ganarse la vida. Si éste o ésta nos dice que es gerente de una gran compañía, seguro que le prestaremos mayor atención que si nos cuenta que se dedica a vender seguros, por ejemplo. Queramos o no, lo hacemos inconscientemente; y lo mismo harán los demás con nosotros. Injustamente, tendemos a juzgar a cualquiera por lo que hace y no por lo que es.
Una persona sabia se enfrenta a otra, sea ésta quien sea, sin prejuicios, con la mente abierta, dispuesto a escucharlo y a conocerlo antes de hacer ningún juicio. De esta forma, las probabilidades de conocer a gente interesante, que de verdad merezcan la pena, se multiplican enormemente, así como las posibilidades de encontrar un auténtico amigo, de esos que tanto escasean.
Para ello es necesario aprender el difícil arte de escuchar, de opinar cuando sea necesario y de forma concienzuda, de no hacer juicios gratuitos e innecesarios, de no censurar a nadie por su apariencia y de dar una oportunidad a todo el mundo. Parece mucho pedir, sobretodo en un mundo donde las apariencias lo son todo, pero les puedo asegurar que la sabiduría les ayudará a todo ello.
Sólo hay una forma de conocer realmente a una persona: escuchándola y dándole al menos una oportunidad de demostrar su valía. Si no hacemos esto, podemos dejar pasar de largo a auténticas personas que nos podrían ayudar mucho en nuestra vida.
Relacionarse con los demás, no sólo es bueno, sino que además es necesario para lograr una existencia plena y satisfactoria. Tenemos que compartir nuestras vivencias, tanto las malas como las buenas; me van a permitir que les muestre de nuevo otro texto de Paulo Coelho que viene muy bien al respecto:
Tenemos que compartir. Aunque sea informaciones que todos sabemos ya, es importante no dejarse llevar por el pensamiento egoísta de llegar solo al fin de la jornada. Quien hace esto descubre un paraíso vacío, sin ningún interés especial, y pronto se morirá de aburrimiento.
Habla. Dialoga. Participa. Nada hay más despreciable que el ´observador` acomodado y cobarde. Tu valor al expresar opiniones te ayudará a crecer en cualquier dificultad. Habla de las cosas buenas de tu vida a todo el que quiera oír. Habla de los momentos difíciles que puedes estar viviendo: da una oportunidad a los demás para que te den lo que necesitas, aunque sea tan sólo una palabra de apoyo.
La palabra es poder. Las palabras transforman el mundo y al hombre. Cuanta más energía positiva haya a tu alrededor, más energía positiva atraerás, y más se alegrarán los que bien te quieren. En cuanto a los envidiosos, a los derrotados, éstos sólo podrán hacerte daño si tú les das ese poder
.”
Como decía antes, es necesario en la vida encontrar aliados, compañeros de tertulias, gente con la que compartir aficiones. Cuando nos abrimos de esta manera al mundo nos damos cuenta de la cantidad de gente que hay dispuesta a abrirnos sus puertas, a escucharnos; gente que tienen muchas cosas en común con nosotros y muchas otras que enseñarnos y que se interesan por nuestra vida y nuestros asuntos.Por supuesto que también hay muchas otras personas con las que no merece la pena ni compartir un segundo de nuestra vida. La sabiduría nos puede ayudar también a distinguir a este tipo de personas inmediatamente, antes de que éstas nos puedan hacer daño. Por desgracia, en el mundo hay demasiada gente egoísta, envidiosa, que sólo piensan en su propio interés. Pero como decía Paulo Coelho, estas personas sólo nos pueden hacer daño si se lo permitimos; para evitarlo sin entrar en conflictos innecesarios, lo mejor es alejarse de ellas cuanto antes. Conviene apartarse de todas aquellas personas que creen saberlo todo, que son incapaces de decir “no lo sé” cuando le preguntas lo que sea; de todas aquellas que jamás reconocen un error (ya que piensan que no se equivocan nunca); aléjate de los que acostumbran a criticar a los demás que no están delante, ya que harán lo mismo contigo cuando seas tú el que no esté. No te juntes con aquellos otros que sólo saben hablar de sí mismos, que no se preocupan nunca de los asuntos de los demás (aunque sea sólo por compromiso). Recuerda las palabras que le dijo el jesuita William de Baskerville a su discípulo en el libro El nombre de la rosa: “Huye de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la de la propia.”

En esta sociedad en que nos ha tocado vivir, donde lo que prima son las apariencias y lo que los demás opinen de ti, sin importar si es cierto o no, es preferible juntarse con aquellos que no siguen la corriente, que no opinan como la mayoría, si lo prefieren, a los que se les suele llamar «bichos raros». No conviene dejarse llevar por la opinión de la mayoría, ya que éstos suelen juzgar a la gente atendiendo a prejuicios y temores y, sobretodo, a las propias limitaciones de cada uno debido a la gran competencia que existe. Únete a las personas que sonríen, que cantan, que bailan, que aprovechan la menor oportunidad que les da la vida para disfrutar, que saben arriesgarse. Huye de esas otras que están siempre tristes, que creen que todo el mundo está en contra de ellos, que sólo buscan el respeto de los demás sin arriesgar nunca nada por ello, que sólo ven el lado negativo de las cosas; en definitiva, que no tienen ni idea de lo que es la vida, ni desean tenerla.
Y un último consejo; cuando encuentres a alguna de esas personas que siempre están dispuestas a hacer lo que sea por los demás, que nunca ponen mala cara cuando se les pide algo, cuídala, trátala bien, no caigas en el error que solemos caer la mayoría en estos casos abusando de la buena voluntad de estas personas. Con esto lo único que se consigue es terminar quemándola y provocar que, tarde o temprano, se aleje de ti; al principio lo hará con cautela, dándote largas y poniéndote excusas cuando le pidas algo y, con el tiempo, llegará un momento en que sabrás que ya no podrás contar con esa persona para nada más. En cambio, si no abusas de ella, si le agradeces y le correspondes cada favor que te haga debidamente, si sólo le pides los favores que realmente te son necesarios, siempre sabrás que tienes a alguien cerca con quien puedes contar cuando lo necesites, y eso es algo muy importante en la vida y que no todo el mundo puede poseer. Como dijo William Shakespeare en una ocasión: “Los amigos que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba, engánchalos a tu alma con ganchos de acero”.
Y, en cualquier circunstancia, no olvides nunca la regla de oro del confucianismo: No hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti mismo.

El Esclavo

viernes, 17 de octubre de 2008


Tiempo atrás, el esclavo era azotado, humillado y tratado como la peor de las escorias existentes. Transcurrían sus días junto a los perros, su vida valía menos que nada, su única ilusión consistía en sufrir lo menos posible; su mayor anhelo, una muerte apacible. No poseía bienes, el tiempo no le pertenecía, el respeto le era desconocido y el mejor de los dones que podía recibir era un trato apacible. Su condición le era impuesta a la fuerza, por herencia o por la mala suerte de pertenecer al bando perdedor; en nada contribuían sus dotes para las letras, la ciencia, las armas, la política o cualquier otro tipo de saber. La única habilidad que se le exigía era la perfecta sumisión y la disposición inalterable para el duro trabajo. Tal era la vida del esclavo, y nadie se cuestionaba su existencia y utilidad. Eran indiscutiblemente necesarios para el buen desarrollo de cualquier nación, ¿quién si no iba a trabajar en el campo, recoger las cosechas, servir a los señores, arriesgar sus vidas en interminables construcciones descomunales, extraer los minerales necesarios...?
Por entonces no existía duda alguna sobre la posición de cada cual. Mientras el esclavo se arrastraba suplicando por un mendrugo de pan, el señor le pateaba sin contemplaciones y, si tenía a bien, le arrojaba algunas migajas. La vida del esclavo no solía ser demasiado larga, lo cual acortaba su agonía, proporcionándole la muerte prematura el merecido descanso. Era lo que había... y estaba bien.

En la actualidad, el esclavo se levanta temprano, cuando el estridente sonido del despertador le anuncia el comienzo de su jornada. Desde ese preciso momento en el que abandona la realidad de sus remotos e intransferibles sueños, su mente deja de ser libre y pasa a ser propiedad indiscutible del Señor que la haya entrenado para su uso personal. Ya no es azotado ni golpeado brutalmente, ahora se le domestica desde el mismo día de su nacimiento para que su sumisión sea total, pacífica y consentida, como siempre se ha hecho con cualquier animal doméstico: trabajo a cambio de comida, techo y pequeños placeres engañosos.
Pero el hombre ha llegado a ser más inteligente que el animal, así que los medios para lograr este sometimiento incondicionado han tenido que avanzar también en la misma proporción, siendo ahora más sutiles e imperceptibles de lo que nunca han sido; ya no basta el mendrugo de pan. El infernal despertador tan sólo es uno de los muchos aparatos inventados por los poderosos para tener al esclavo en su mano cuando lo desee. Existen otros muchos más sofisticados y eficaces, como la televisión, la radio, los periódicos, las escuelas o las actividades de ocio, con su tremendo poder de sugestión y absorción.
Pero el mayor y más inteligente de todos estos inventos es sin duda alguna el dinero. Pagarle un sueldo al esclavo para luego exigírselo con intereses para que éste pueda ejercer cualquiera de sus “derechos” con “libertad”, es de una genialidad sin precedentes en el mundo. Cierto que también es la única forma que tiene el esclavo de dejar de serlo para convertirse en Señor, o para subir algún peldaño en la jerarquía, ya que también hay esclavos de primera, de segunda y de tercera, pero precisamente ahí radica su originalidad tan excepcional. Porque aun cambiando de condición, siempre continuará siendo esclavo del mismo dinero que lo ha encumbrado; sencillamente perfecto.
El dinero, junto con el adoctrinamiento previo del esclavo para inculcarle el deseo inamovible de convertirse en Señor, son las mejores armas con las que cuentan los señores de la actualidad para seguir disponiendo hasta el infinito de un ejercito de esclavos sumisos, obedientes y disponibles a toda hora, para cualquier fin que ellos tengan a bien, siempre con las miras de aumentar más y más su poder y grandeza.
Y para ello, estos señores conocen a la perfección los entresijos mentales que gobiernan los actos del esclavo: su insaciable sed de poder, el deseo irrefrenable de placer ilimitado, la ira y la envidia que le mueven a cometer las acciones más viles e indignas por igualarse al vecino o por someter a todo el que es diferente. Todo ello es explotado hasta la saciedad con el único objetivo de mantener a las hordas de esclavos subyugadas y resignadas a su condición de esclavitud. Incluso el alargamiento de la vida y su mejor calidad es aprovechado convenientemente para que el esclavo sea más productivo y eficiente, lo cual da que pensar y sospechar.

Porque, ciertamente, el esclavo ha mejorado mucho su calidad de vida a lo largo del tiempo... pero aún queda mucho trabajo por delante hasta acabar del todo con la perniciosa esclavitud... si es que ello es posible. Porque se me ocurre que quizás sea condición indispensable para la existencia humana la presencia de amos y servidores, ya que siempre habrá mucho trabajo por hacer y pocos que quieran hacerlo.

Por todo lo expuesto, lo único que se me ocurre para abandonar de una vez por todas esta miserable condición de esclavitud, es aprender a vivir de forma sencilla, con las menores necesidades posibles, siendo autosuficientes y alejándonos del voraz consumismo que nos sumerge hasta el cuello en el infierno de la podredumbre desde el que se sustenta el puesto de poder del amo. La lucha por la libertad es la única batalla que se me antoja justa y necesaria, y creo que tampoco es tan difícil ganarla, ya que se puede ser más libre estando encerrado en la más sombría prisión del lugar más alejado y olvidado de la Tierra, que viviendo en una suntuosa mansión rodeado de todos los lujos y placeres creados por el hombre. Porque, mientras te dejen pensar libremente, podrás ser libre. Sólo así se podrá derribar la tortuosa barrera de la educación impuesta y del modo de vida establecido por otros, para poder dar rienda suelta al divino libre albedrío, con el que aún no han podido. No sabemos el tiempo que tardarán en hallar el modo de hacerlo.

La Libertad es la única forma de vida digna, por ello, SÉ LIBRE, aunque tengas que comportarte como un esclavo ante los demás (¡qué sabrán ellos!).

Recomendación a tener muy en cuenta.

lunes, 13 de octubre de 2008

Hace algún tiempo, mis grandes amigos blogeros M. Jose y Carlos Eduardo, me invitaron muy amablemente a participar en sendos proyectos de su creación: los blogs Preludio a un acontecer y Trueque Muisca.

Confieso que al principio acepté más por compromiso que por otra cosa, ya que mi tiempo libre no es todo el que a mí me gustaría tener para dedicarme a esto de la literatura a través de la Red. Pero también es de justicia confesar que a día de hoy me alegro enormemente de haberlo hecho, y de formar parte de este bellísimo proyecto compartido entre los más diversos autores de diferentes rincones del planeta.

Y ya puestos aprovecho también para hablaros sobre el tercer blog en el que participo: Escuela de Letras Libres. Pertenece al taller literario del mismo nombre, y del que soy miembro muy orgullosamente desde hace un año. En él escribimos todos los miembros del taller que deseemos hacerlo, y os puedo asegurar que en su interior encontraréis montones de sorpresas agradables.

Desde aquí invito a participar también a todo el que lo desee con vuestros comentarios y opiniones. Os aseguro que la visita a estos blogs nunca os dejará indiferentes, no sólo por la calidad literaria que en ellos encontraréis, sino también, y sobretodo, por la calidad humana.

Os espero.

El anciano y el caminante

jueves, 2 de octubre de 2008

Como voy a estar fuera unos días, os dejo este texto algo más extenso de lo habitual. Espero que lo disfrutéis igualmente.

Al terminar de comer el caminante las frutas con las que solía saciar su apetito a media mañana, se dirigió a un cercano riachuelo con la intención de lavarse las manos y el cuchillo utilizado, al mismo tiempo que aprovecharía para refrescarse un poco, dado que el día estaba resultando bastante caluroso. En ello se encontraba cuando se percató de la presencia de otra persona no lejos de donde él estaba situado. Comprobó que se trataba de un anciano de edad indeterminada, con una poblada barba blanca y cabello ralo y despeinado también encanecido. Estaba inmóvil, sentado sobre una gran roca al borde del mismo río, y con la mirada fija en un punto concreto de la orilla opuesta.
El caminante se acercó con intención de saludar creyendo que el hombre se encontraba distraído y no se había percatado de su presencia, pero antes de que pudiera salir una palabra de su boca, éste le hizo una rápida señal de silencio con su mano sin apartar la vista del punto en el que tenía fijada su total atención. Seguidamente, le indicó con la misma mano que mirara en la dirección que él lo hacía, todo ello sin dejar de hacerlo él ni por un momento. El caminante obedeció sumiso y confundido, quedándose también inmóvil por miedo a estropear el espectáculo que tanto interés despertaba en aquel anciano. Desde donde él se encontraba, lo único que podía ver en la dirección señalada eran algunas libélulas revoloteando sobre las remansadas aguas del riachuelo. Pero no tuvo que esperar mucho; al instante siguiente, sin previo aviso, emergió como un rayo de la superficie del agua una pequeña cabeza de pez que escupió con gran precisión y energía un chorro de agua sobre uno de estos insectos que se encontraba posado sobre una delicada rama que colgaba a escasos centímetros del agua, derribándolo para, posteriormente, atraparlo con su boca y volverse a sumergir con la misma premura. Todo ocurrió en un par de segundos.
–¿No le parece increíble? –dijo por fin el hombre, girando, ahora sí, la cabeza hacia el caminante–. Nunca fallan.
–Nunca había visto nada semejante –respondió el sorprendido caminante–. ¿Qué peces son esos?
–No tengo ni idea de cómo se llaman; sólo sé que son tan certeros como esquivos. ¿Qué tal está? Espero no haberle asustado con mis manías –comentó el anciano al tiempo que se levantaba y se le acercaba.
–Oh no, muy al contrario; ha sido un espectáculo fascinante –contestó el asombrado caminante, que se había dispuesto a escuchar una lección sobre peces e insectos, la cual nunca llegó; algo que no le decepcionó, por cierto–. La naturaleza siempre cuenta con algo con lo que sorprendernos.
–Nunca lo dude. Lo difícil en estos tiempos es encontrar a alguien que quiera dejarse sorprender por ella.
–Dígame, ¿cómo sabía que iba a aparecer el pez en ese momento? –quiso saber el caminante.
–No lo sabía. Sólo lo esperaba. Tampoco sabe usted el tiempo que llevaba esperándolo, ¿verdad?
–Tiene razón –asintió el caminante–. ¿Y llevaba mucho?
–Qué más da –respondió el hombre restándole importancia–. Cuénteme, ¿qué le trae por aquí?
–No gran cosa. Me gusta tomarme de vez en cuando unos días de respiro caminando por estos bosques.
–Eso está muy bien. No todo el que quiere puede permitírselo; es usted un hombre afortunado.
–Sí, no puedo quejarme. También usted parece encontrarse donde desea, ¿no es así?
–¿Usted cree? Si en vez de vivir en un pueblo cercano, lo hiciese en Egipto, por ejemplo, lo más fácil es que no podría estar ahora aquí, por mucho que lo desease –contestó el anciano sorprendiendo de nuevo al caminante.
–Bueno... supongo, claro. Pero yo me refería teniendo en cuenta sus posibilidades.
–Tranquilo hombre, no se apure. Ya sé a lo que se refería usted –le dijo con una amplia sonrisa burlona–. Si estuviese en Egipto estaría contemplando las pirámides seguramente.
–Igualmente un espectáculo maravilloso, aunque en ese caso no de la naturaleza, sino de la mano del hombre.
–También los hombres somos obra de la naturaleza, ¿no?
–Sí. De hecho, algunos científicos opinan que somos la culminación de esta magna obra.
–Esos científicos no tienen ni idea. Yo los reduciría al tamaño de una hormiga y los invitaría a entrar en uno de sus inmensos hormigueros, por mencionar sólo a una de las muchas criaturas que existen bastantes más asombrosas que el limitado e inestable ser humano. Incluso hay plantas que nos aventajan en determinadas virtudes. El hombre es sólo una especie a medio hacer, muy lejos de ser la culminación de nada.
–Parece conocer usted mucho sobre la naturaleza.
–No crea; tan sólo conozco lo que me rodea, lo cual tampoco es que tenga mucho mérito. Basta con utilizar aquello que nos ha sido concedido gratuitamente, es decir, los ojos, la nariz, los oídos... Ya me entiende.
–Claro. Entonces no cree usted que el ser humano sea la especie más inteligente del planeta, por lo que dice.
–Bueno, no sabría qué decirle. Según esos mismos científicos que usted mencionaba, seremos la especie que menos tiempo habitaremos el planeta antes de extinguirnos. Eso no dice mucho en nuestro favor. Ya ve qué contradicción.
–Es verdad. Menos mal que no tienen ni idea, ¿no fue eso lo que dijo?
–Oh sí. Pero no me malinterprete, yo no soy tan pesimista. Estoy seguro de que algún día aprenderemos a usar la mente; en cuestión de supervivencia la naturaleza no se anda con tonterías.
–Algo habremos aprendido, ¿no? El hombre ha avanzado mucho en muy poco tiempo gracias a la inteligencia; eso no hay quien lo pueda negar.
–El hombre no es tan inteligente como queremos pensar, pero sí que somos muy hábiles, de ahí que hayamos progresado tanto. Además tenemos a las mujeres; ellas sí que son inteligentes de verdad. La naturaleza es muy sabia; empareja a un ser inteligente con otro hábil y conseguirán todo lo que se propongan –sentenció el hombre.
El caminante no sabía si aquel extraño hombre hablaba en serio o sólo hacía ingeniosas conjeturas particulares con la idea de enfrascarse en una conversación amena y relajada. Lo que sí parecía seguro era que aquella era una persona que había vivido mucho y tenía ideas muy claras y precisas, así que el caminante pensó que podría ser agradable y provechoso hablar con él durante un rato, aunque para ello tuviese que abandonar el camino por el que andaba en esos momentos.
–Así que los hombre somos hábiles y las mujeres inteligentes –dijo el caminante–. Curioso, nunca lo había oído antes. No es que yo no esté de acuerdo, de hecho, ahora que lo pienso, creo que lleva razón, pero dígame, si es verdad que la mujer es más inteligente que el hombre, ¿por qué cree usted que ha sido el hombre el que ha dominado siempre mientras que ellas permanecían en un segundo plano?
–Pues por eso mismo, porque son más listas. Si nosotros tuviésemos un mínimo de inteligencia las dejaríamos a ellas en el mando. Seguro que todo nos iría mucho mejor.
–Seguramente. La verdad es que no se puede decir que lo estemos haciendo muy bien. Aunque me parece que habrá muchas personas que discrepen con usted; tenga en cuenta que a lo largo de la historia y también en la actualidad, ha habido algunas mujeres dominantes que también han creado bastantes problemas.
–Sólo las que intentan parecerse a los hombres, o aquellas que ansían estar por encima de él. La que se comporta como lo que es, es decir, como una mujer, difícilmente causará graves perjuicios. Pero claro, éstas nunca alcanzarán el poder, en primer lugar porque no lo pretenden. Así nos va.
–Tiene usted en muy alta estima al sexo femenino. Deben haberse portado muy bien con usted.
–No me quejo. Yo sólo me limito a dejarlas hacer, es la mejor opción.
–Es lógico, ya que piensa que son más inteligentes. Pero digo yo que también se equivocarán de vez en cuando, ¿no cree?
–De vez en cuando no, se equivocan muchísimo, como todo el mundo. La diferencia es que cuando ellas se equivocan no muere gente ni se cometen tantas injusticias, ya que sus intereses son distintos a los nuestros. Por eso merece la pena sufrir de vez en cuando con sus errores que, por lo general, suelen ser bastante tontos y fáciles de subsanar.
–No sé, no sé. Yo no creo que exista tanta diferencia entre ambos sexos, aunque es verdad que recientemente se ha descubierto que genéticamente presentamos algunas diferencias que pueden derivar en el distinto comportamiento al que usted hace referencia.
–Yo no entiendo de genes ni cosas así, como le dije antes, sólo me dedico a observar lo que se encuentra a mi alrededor, y de ahí saco mis propias conclusiones. Tampoco los antiguos conocían la genética y sin embargo sabían la labor a la que se tenía que dedicar cada uno para que la convivencia fuese lo más armónica y estable posible; conocimiento que, por cierto, se ha perdido, a pesar de que en la actualidad hayamos sido capaces de completar el genoma humano, algo que demuestra que seguimos creciendo en habilidades y mermando en inteligencia, para nuestra desgracia.
–O sea, que, según usted, cualquier tiempo pasado fue mejor.
–No, por Dios –respondió el anciano tajantemente–. Ningún tiempo pasado conocido creo que fuese mejor que éste que vivimos, al menos para algunos. Cuando yo digo los antiguos, me refiero a aquellos primeros seres humanos que poblaron la tierra y que aún se necesitaban los unos a los otros para poder sobrevivir. Es de suponer que existió una época en la cual no se habrían creado aún las fronteras, ni se conocerían las necesidades que no viniesen impuestas por la propia naturaleza y para todos por igual; una época en la que los líderes serían los más fuertes e inteligentes y en la que cada cual tuviese que cumplir con su parte de responsabilidad para contribuir al mantenimiento de la comunidad. Es a esa época a la que yo hago referencia, mucho antes de que apareciese la riqueza y la pobreza que creó la agricultura y la ganadería. No sé si me explico con claridad o me estoy yendo mucho por las ramas.
–No, no, le comprendo perfectamente. Pero sigo sin tener muy claro la diferencia que usted ve entre hombres y mujeres –insistió el caminante, que aquel le parecía un punto de vista muy notable y en el que le interesaba profundizar–. Es evidente que ambos hemos tenido siempre roles diferentes, pero no hay evidencias que hagan suponer que la evolución intelectual fuese mayor en el sexo femenino. De hecho, usted parece bastante inteligente para ser hombre.
–Puede ser, pero resulta que yo sólo soy un pobre viejo al que nadie escucha. Precisamente ese es el problema de los hombres, que necesitamos muchos años para aprender lo que ellas llevan sabiendo desde siempre, y para cuando lo aprendemos, ya es tarde, nos habrán reemplazado otros más jóvenes, más hábiles y también más tontos. Pero no se esfuerce mucho por comprenderme, no es necesario; como le he dicho, sólo soy un pobre viejo desahogándose con el primero que le escucha. Además, tampoco pretendo en absoluto llevar la razón. Seguramente no estoy diciendo más que tonterías, pero, compréndame, a mi edad creo que tengo derecho a hacerlo.
–Por supuesto. Y yo no creo que sean tonterías; a mí me parece que tiene usted unas opiniones muy interesantes y dignas de ser escuchadas. Es una pena que las personas mayores queden muchas veces relegadas a un segundo plano, con la cantidad de conocimientos y experiencias que podrían transmitir a los más jóvenes.
–Bah, sinceramente, yo prefiero que me dejen tranquilo. Total, al final, digas lo que digas y hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de la población por lo menos en contra tuya; está demostrado. Así que hacen bien en dejar a los viejos disfrutar de un poco de paz y tranquilidad durante su última etapa en este mundo; nos lo hemos ganado por el simple hecho de haber resistido, ¿no cree? Ahora les toca a otros sufrir, equivocarse, perder y aprender.
–Vaya, lo pinta usted muy negro para no ser pesimista.
–¿De veras? Lo siento, no era mi intención. Lo que ocurre es que yo veo a la mayoría de las personas como a esos muñecos de los niños a los que se les da cuerda y empiezan a andar en línea recta hasta que tropiezan con algún obstáculo, y entonces se giran hacia cualquier lado y continúan hasta volver a tropezar, y así continuamente. Yo, personalmente, prefiero andar con los ojos bien abiertos para poder ver antes los obstáculos y así poder esquivarlos, o, al menos, poder poner las manos delante para que el golpe sea menos dañino. Al final esos muñecos ciegos siempre acaban rodando por unas escaleras o destrozados después de tantos porrazos.
–Cierto; un ejemplo muy ilustrativo. Eso se evitaría, como le dije antes, si se escuchara más a las personas experimentadas, como usted. Aunque no le guste, tendrá que reconocer que podría ayudar a muchas personas si éstas se dejasen aconsejar.
–Puede ser, pero se perderían el entusiasmo de la experiencia. Yo no soy de esos viejos que dicen que les gustaría volver a ser jóvenes pero sabiendo lo que ahora saben; eso sería muy aburrido, seguramente no haría nada emocionante. Lo bonito de la juventud es ese espíritu conquistador que poseen y que los mueve a descubrir cosas nuevas e interesantes. Sin ese empuje de curiosidad propio de la niñez, la vida les sería tan sosa y monótona como lo es la nuestra, con todo nuestro saber y todas nuestras vivencias. No hay nada más aburrido que un joven con sabiduría; por eso precisamente no quieren saber nada de nosotros, porque les parecemos aburridos. Y tienen razón.
–Eso que dice es muy interesante, pero debería de tener en cuenta que, en demasiadas ocasiones, ese comportamiento alocado y falto de sentido común de los jóvenes, les lleva a cometer barbaridades que no pueden remediarse con el tiempo, conduciendo sus vidas por caminos nada positivos ni deseados. Eso se podría evitar inculcándoles un poco de sabiduría antes de que cometan esos irreparables errores, ¿no cree?
–Quizás sí, quizás no. Es imposible que nadie pueda saber nunca cuándo un error nos conducirá por un desgraciado camino sin retorno, o cuándo, ese mismo error, nos terminará llevando hacia otro más feliz. Le puedo asegurar que he conocido a personas que han disfrutado de la más completa dicha, precisamente después de haber sufrido las peores atrocidades a las que se puede enfrentar un ser humano. Pero eso no quiere decir nada; también podría haberles ocurrido lo contrario. A eso es a lo que me refiero. El futuro es tan incierto, que nunca podremos lamentarnos ni agradecer nada hasta que no llegue el final de nuestros días; sólo entonces sabremos lo que de verdad ha merecido la pena o lo que hubiese sido mejor evitar. Aunque yo dudo que ni siquiera entonces podamos hacerlo, ya que tampoco podemos saber nunca hacia dónde nos hubiese conducido cualquier cambio.
–Ya veo –dijo el caminante pensativo–. Todo es mucho más complicado de lo que parece. De todos modos, sigo pensando que una buena educación a tiempo podría ahorrarnos muchas futuras complicaciones.
–Ah, pero eso es distinto; ahí sí que estoy de acuerdo con usted. La educación se centra más en la enseñanza de buenos hábitos y costumbres, a parte de algunos conocimientos más o menos útiles, cosa que nunca viene mal para poder llevar una vida tranquila, ordenada y saludable.
–Pensé que eso lo hacía también la sabiduría.
–No exactamente. La sabiduría no es más que la utilización del sentido común, algo bastante difícil para un niño o un joven, ya que éstos aún no han desarrollado en sus incompletos cerebros la zona que alberga dicha función. Es una cuestión morfológica, simplemente. Por supuesto que una buena educación puede ayudar a desarrollar posteriormente esta función, pero no tiene porqué ser así. También he conocido a gente con una sabiduría sorprendente y una pésima educación, y viceversa.
–¡Madre mía! –exclamó el caminante maravillado por las sagaces conclusiones de su acompañante–. Sería usted capaz de liar a cualquiera.
–Eso tiene fácil solución, no me haga caso. Nadie le puede asegurar que yo tenga razón en lo que estoy diciendo, igual sólo estoy desvariando.
–Eso es lo malo, que creo que tiene usted toda la razón, o al menos a mí me lo parece. Ha conseguido usted que dude sobre algunas de las ideas que tenía yo como ciertas.
–Pues me temo que eso es lo único que puedo yo ofrecerle: dudas. Es el inconveniente que tiene el haber vivido tanto, al final terminas no estando seguro de nada y llegas a la conclusión de que quizás lo mejor sería dejar hacer a la vida y a la naturaleza, y que ellas se encarguen de hacer y de deshacer a su antojo y conveniencia. Nosotros sólo somos meros espectadores de este gran espectáculo que se nos presenta a nuestro alrededor, o, en el mejor de los casos, peones totalmente despreciables y prescindibles en un tablero gobernado por fuerzas invisibles y misteriosas que se nos escapan completamente a nuestro limitado entendimiento. Ya ve, en cuanto me da lo oportunidad, de nuevo empiezo a desvariar con mis chifladuras.
–También yo he pensado en muchas ocasiones que quizás tengan razón los que opinan que la ignorancia produce felicidad, ya que cuanto más creemos saber, más conscientes somos de lo poco que sabemos, y eso es algo que siempre produce zozobra y angustia. Estas incertidumbres se las ahorran todos aquellos que se limitan a cumplir sus funciones diarias sin inquietarse lo más mínimo por descubrir otros aspectos de la existencia que no les sea necesario para su supervivencia diaria.
–Ajá, esa es la gran incógnita, ¿saber sólo lo necesario para sobrevivir o plantearse además los intrincables misterios de la creación? En eso dicen que consiste la sabiduría, ¿no es así? En saber hacer las preguntas correctas que, por regla general, nadie es capaz de responder.
–Hombre, pero piense usted que si el hombre no hubiese sentido nunca curiosidad por los misterios que dice, aún estaríamos viviendo en húmedas cuevas y al amparo de los designios de la naturaleza.
–Más o menos como ahora sólo que un poco más incómodos. Claro que cuando no se ha conocido cierta comodidad, no se la puede echar de menos. Además, tampoco es necesario ser tan extremista; como ya han dicho muchos grandes sabios en el pasado, la virtud siempre está en el justo medio, lo que quiere decir que siempre habrá que sacrificar algunas cosas para conseguir otras más provechosas. Desde hace miles de años el hombre sólo va en busca de su comodidad personal a costa de cualquier otra cosa, sin pararse a pensar en el mucho daño irreparable que se está ocasionando a sí mismo en dicha búsqueda.
–Y en su opinión ¿qué se podría hacer? –preguntó con curiosidad el caminante.
–Poca cosa, me temo. Aunque tampoco soy yo el más indicado para responder a eso; en verdad nadie lo es. Supongo que la respuesta sólo la podrá dar, como siempre, el implacable tiempo. Él, y sólo él, será capaz de poner a cada cual en su sitio, y, mientras tanto, los que quedamos por el camino tendremos que apañárnoslas como mejor sepamos.
–Entonces la conclusión sería que tenemos que resignarnos con lo que venga. Pues yo no termino de verlo muy claro, ¿sabe? Siendo así, sería todo un desperdicio la cantidad de escritos que existen y que han elaborado a lo largo de miles de años personas con una gran visión muy por encima del común de los mortales. ¿No le parece a usted eso una lástima?
–Sí, pero yo no pongo las normas, sólo las sufro. Es verdad que existen miles de documentos muy valiosos que nos podrían ayudar mucho, pero, al mismo tiempo, también existen otros tantos que los contradicen con argumentos igual de creíbles para muchos. Por lo tanto, es imposible que haya unanimidad de criterios, y sin ésta, la convivencia en paz resulta muy complicada.
–O sea, que según usted, podría ser incluso contraproducente que haya tanta variedad de opiniones sobre cualquier tema.
–Exacto. No me negará que no nos iría a todos mucho mejor si el mundo entero creyera en un mismo Dios o no creyera en ninguno. Y lo mismo se podría concluir sobre cualquier otra materia en la que no nos terminemos de poner de acuerdo. Siempre será mejor una mentira beneficiosa y consensuada que miles de verdades a medias, al menos en lo que a la supervivencia y al bienestar se refiere. De todas formas, mi larga experiencia me ha llevado a la conclusión de que nos iba mucho mejor cuando sólo aprendíamos de los animales y de la naturaleza, en vez de dejarnos guiar por otros humanos por muy sabios que fueran.
–Eso que dice es muy curioso –dijo el caminante, que por momentos se encontraba más emocionado con aquella conversación–. También yo creo que la naturaleza nos puede enseñar mucho, pero de ahí a pensar que deberíamos de desdeñar todas las enseñanzas recibidas a lo largo de la historia en materia de filosofía y ética a favor de éstas...
–No digo que sea la solución perfecta, pero cuando se dan tantas contradicciones no estaría mal empezar de cero, o al menos, tener un poco más en cuenta nuestros comienzos. ¿Acaso piensa usted que su vida es más plena, más feliz y con más sentido que la de ese pequeño gorrión que nos mira extrañado? –preguntó el anciano señalando a un pájaro que se encontraba posado en un arbusto a un lado del camino–. Si de verdad piensa usted eso es que está loco. Jamás un humano podrá ser tan libre como lo es ese animal en estos momentos. Le aseguro que ese pequeño pájaro podría enseñarnos lecciones más valiosas que Sócrates y Buda juntos. Pero claro, como no puede hablar ni escribir, ni falta que le hace, tenemos que hacer el esfuerzo de pararnos a observarlo, como hacían antiguamente nuestros antepasados, cosa que hoy resulta muy difícil porque no disponemos de tiempo para esas tonterías.
–Veo que está usted muy desencantado con la especie humana; tendría que intentar ver el lado bueno de la vida que, me supongo, alguno tendrá.
–Tiene razón, me estoy poniendo demasiado melancólico. Debe de ser la edad, que nos hace ver las cosas de un modo diferente. Yo antes también pensaba que podría cambiar las cosas que no me gustaban, y me esforzaba por aprender todo lo que pudiera con el fin de convertirme en una persona erudita con la esperanza de poder ayudar a todos los que me rodeaban y demás cosas así; pero lo cierto es que el tiempo me ha bajado de mi pedestal de una patada y me ha colocado aquí, al borde de este río esperando la aparición de peces que escupen agua.
–Quizás sea que no se ha esforzado lo suficiente en hacer llegar sus sabios consejos a los demás. Cómo ve, yo estoy dispuesto a escucharle.
–¿Esforzarse en qué? ¿Y quién puede asegurarme a mí o a usted que mis consejos podrían servir de ayuda a nadie? Como le comenté antes, uno sólo llega a estas conclusiones con el paso del tiempo, cuando ya no quedan ganas ni de hablar, mucho menos de escribir.
–Pues para que vea que nunca se puede perder la esperanza, puede que algún día sea yo el que escriba sobre todas estas cosas que me está usted contando. Es posible que al final sí que sea usted capaz de ayudar a alguien, le guste o no.
–Vaya, no me diga que es usted uno de esos escritores idealistas –preguntó el hombre mirándolo sorprendido.
–Bueno... no sé si idealista...
–Todos los escritores lo son –le interrumpió–. No sé de ninguno que no se crea capaz de transformar el mundo con sus escritos. Los escritores son las personas más vanidosas que conozco, siento mucho decirle esto, créame.
–¿Y conoce usted muchos?
–Algunos. Además he leído a muchos otros, y creo que eso me da derecho a opinar. ¿No será usted de esos que siempre están leyendo un libro que no conoce nadie, verdad, o que suele contestar cosas raras a preguntas sencillas y muy concretas? Es muy típico de los escritores.
–Me parece que nos conoce usted bastante bien –expuso el caminante esbozando una sonrisa de complicidad–. Admito que he pasado por esa fase que usted menciona, pero creo que a estas alturas de mi vida ya he podido comprender que el mundo va a seguir igual que siempre, a pesar de lo que yo escriba. En estos momentos me contento con intentar cambiar la realidad que me rodea más de cerca. Porque eso, no me negará usted, que no se pueda hacer.
–Claro, claro, si las circunstancias le ayudan, por qué no. Le deseo mucha suerte. Muchos otros lo han conseguido antes que usted; mire si no la relevancia que han tenido en el mundo los escritos de personas como Platón, Aristóteles, Buda, Lao Tse, San Pablo, Mahoma... por mencionar sólo algunos. No todas las transformaciones son para bien, pero eso es algo que sólo el tiempo y las circunstancias podrán confirmar.
–Bueno yo nunca he pretendido alcanzar el nivel de esas personas que usted ha mencionado, para qué voy a engañarle...
–Es usted el que se engaña a sí mismo. Todo el que comienza escribiendo lo hace con las más altas pretensiones, lo sé de buena tinta; se llama ilusión, y es lo que mueve el mundo, no hay nada malo en reconocerlo. Con el tiempo se va perdiendo, por desgracia, pero el hecho de que se mantenga usted activo indica que aún conserva algo, ¿me equivoco?
–Ya veo que es inútil intentar contradecirle; conoce usted bien la naturaleza de las personas. Señal de que ha tratado con muchas y variadas. Pero como le digo, en estos momentos yo me conformo tan sólo con llegar a unas pocas personas.
–Claro, qué remedio. Ese es el problema de la sociedad actual. En épocas anteriores eran pocos los que escribían, si los comparamos con el total de la población, por tanto era fácil que sus palabras llegaran al conjunto de los ciudadanos cercanos sin la sombra de la duda proyectada por otras palabras contradictorias. Hoy en día, y desde hace ya bastantes años, sin embargo, son muchos los que escriben, demasiados a mi juicio, y ocurre que, como en otros aspectos de la vida, la abundancia produce el efecto contrario al que se pretende llegar. Lo hablábamos antes, tal diversidad de opiniones, crean una confusión y una división en el común de los ciudadanos que resulta imposible que nadie pueda tener una relevancia realmente importante en el total de la población, como ocurría en el pasado con los grandes pensadores que se decidían a poner por escrito sus ideas.
–Ya le entiendo. Quizás tenga razón, pero no se le puede negar a nadie el derecho de que se exprese libremente. Precisamente ese es uno de los grandes logros de la democracia. Como todo en la vida, también la libertad de expresión tiene sus inconvenientes, además de sus muchas ventajas.
–Así es; qué le vamos a hacer. Y además, qué más da; ni tan siquiera los grandes y sabios pensadores de la antigüedad que hablábamos antes, con toda su relevancia, han conseguido, al menos de momento, que el mundo sea un poco más justo o más pacífico. O quizás sí, lo cierto es que nunca podremos saberlo. Pero me temo que aquí le voy a tener que dejar. Le agradezco mucho que haya tenido paciencia para escuchar las chifladuras de un pobre viejo.
–Ha sido un auténtico placer, créame. He disfrutado mucho con su conversación –le dijo con sinceridad el caminante.
–Si algún día decide escribir algo de lo que le he dicho, no diga que fui yo, por si acaso –se despidió el anciano con una sonrisa mientras tomaba el camino del pueblo.

El caminante se quedó un momento contemplando como se alejaba, con un andar parsimonioso, aquel enigmático personaje que el destino había hecho que se cruzase en su camino en esa soleada mañana. No pudo reprimir una disimulada risa de complacencia al ver como se detenía a mitad de camino para examinar con precisión de cirujano el vuelo de una pequeña mariposa que revoloteaba indiferente por entre los helechos que bordeaban el sendero.
Sintió un poco de lástima al pensar en lo mucho que se perdía el mundo al ignorar a personas como esas, con tanto saber a sus espaldas y que tanto bien podrían hacer si fuesen escuchadas. Él sabía de pueblos primitivos que aún sobrevivían en algunos países subdesarrollados y que mantenía los llamados consejos de ancianos, formados por las personas de más edad que componían la tribu, los cuales eran los que tomaban todas las decisiones importantes que concernían al resto del pueblo. Sin duda, ésta sería una práctica habitual en la antigüedad, lo que le llevaba a concluir que aquel viejo llevaba toda la razón cuando insinuaba que la sociedad moderna, en algunos aspectos, en vez de evolucionar, estaba involucionando, es decir, no sólo dejamos de adquirir mejores hábitos para la supervivencia, sino que además nos olvidamos de las mejores prácticas que nos ayudaron a llegar hasta donde hemos llegado.

Se acordaron de mí: