El milagro de la concepción

martes, 29 de enero de 2008

Vaya por Dios, otra vez esta molestia en el pecho que tan malos recuerdos me trae. Ya me dijo la doctora que podría volver a ocurrir, pero tan pronto... Tranquilízate, sólo será un nuevo aviso, una falsa alarma. He estado haciendo todo lo que me han aconsejado, así que no veo motivos para... ¡aaaaaaahg! ¡Dios, nooooo, otra vez no! Me pincha, me atraviesa el corazón, por favor, Dios, no, aquí no, ahora no, solo en el baño de mi casa no es forma. ¡Aaaaahggggggg, qué dolor, me quema! Tengo que salir como sea de aquí, aunque sea a rastras; debo pedir ayuda... pero no puedo, no puedo, cada movimiento que hago es como un mazazo en mis quebrantados músculos; esto no puede estar sucediendo, no, a mí no, es como una pesadilla; pero qué digo, nunca he tenido una pesadilla tan horrible, esto es peor, mucho peor. ¡Agggggg! Necesito tranquilizarme, si me quedo inmóvil seguro que pasará pronto, debe pasar, necesito que acabe ya, no creo que pueda soportarlo mucho más. Por favor Señor no me hagas esto, déjalo ya, he aprendido la lección, si detienes de una vez este sufrimiento imposible te prometo que tendré fe, creeré, te lo juro, esta vez va en serio, no será como las otras, ¡PERO PÁRALO YA, POR LO QUE MÁS QUIERAAAAS! No puedo más, no puedo más, este dolor apenas me deja ver, se me nubla la vista, no recuerdo que la otra vez llegase a esto, quizá esta sea la definitiva... Pero no, no puede ser, soy joven, qué sería de mi mujer y de mi hijos, no puedo morir, debo tener esperanza, todo pasará pronto, ¡DEBE PASAR! ¡AAAAAAHGGGGGG, DÍOS MÍO NO, NO ME HAGAS ESTO! Siento que me voy, pierdo el conocimiento, puede que sea lo mejor, cuando despierte todo habrá pasado... pero... ¿y si no despierto? No, no, ya he dicho que eso es imposible, se supone que estoy fuerte, saldré de esta, estoy seguro, debo luchar, este maldito corazón no acabará conmigo... ¡AAAAAHGGGGGGGGG! Las tinieblas me envuelven, este nuevo pinchazo ha sido como una puñalada en lo más hondo de mi ser, tengo frío, mucho frío.... no puedo más, me voy, me voy, todo está negro, una oscuridad profunda, como nunca antes la había experimentado; pero yo no quiero morir, no puedo morir, hoy no, ahora no. Ya no me quedan fuerzas para luchar, este dolor insufrible está acabando conmigo y no puedo hacer nada por echarlo de mí; el misterioso frío sube por mis miembros, me atenaza... ¡NOOOOOOO, NO QUIERO MORIR, QUIERO VIVIR, QUIERO VIVIR! Quiero viviiiir...
... El dolor va remitiendo. Creo que ya la crisis está acabando, por fin. Sabía que ocurriría tarde o temprano... pero... un momento.... algo no va bien. Estoy consciente, pero la tenebrosa oscuridad sigue presente, me veo incapaz de reaccionar, de moverme, de hacer nada. Ya no siento dolor... tampoco siento nada; el gélido frío se fue... ¿o no? No lo sé, tampoco tengo calor, no siento nada, ¡NADA! Dios mío, no sé si esto será bueno o malo. Mi mente está activa, eso es bueno, de hecho, creo recordar sucesos de mi pasado, incluso de mi infancia más lejana, que hacía ya años que no pasaban por mi aletargada memoria; pero la insensibilidad de mi cuerpo y de mis sentidos me preocupa, y, sobretodo, esta oscuridad tan espesa... Pero, ¿qué es eso? ¿qué es aquello que aparece a lo lejos? Creía que la distancia era una dimensión inexistente durante la inconsciencia, no comprendo... Parece una pequeña luz; y parece que se aproxima, a cada instante se hace mayor; ¿o soy yo el que me acerco? Pero es imposible, estoy inconsciente, todo esto no puede ser más que un sueño... o no, espera un momento... no, no puede ser, no puede ser que ya esté muerto, claro que no, había escuchado muchas veces eso de la luz al final del camino, pero esto... no, sólo son alucinaciones de enfermo, estas cosas nunca les ocurren a tipos como yo. Pero el caso es que la luz no se detiene, parece que me vaya a tragar... tengo miedo. Sí, definitivamente está ocurriendo algo fuera de lo normal, mi corazón debería de estar palpitando con fuerza y... sin embargo... no lo siento, parece que no está, ¡NO ESTÁ! No puedo dejarme engullir por esta luz amenazadora, siento que si dejo que me alcance nunca podré salir de ella. Tengo que lograr detenerla, o retroceder, huir, aferrarme a la vida; Dios, ¿por qué me haces esto? Siento mucho miedo, seguro que mi cuerpo estará temblando desde los pies hasta la cabeza; no puedo pararla, se acerca, es enorme, ya está aquí, nunca antes había experimentado este estado de ansiedad ausente de tormentosas palpitaciones; es extraño... ¡NOOOOO, AAAAHGGGGGGGGG! Dios mío, otra vez el dolor, es horrible, nunca había sentido nada parecido, esta extraña dolencia es mucho peor que ninguna otra, me aprisiona, me aprieta, parece que voy a reventar, no lo puedo soportar; ahora es la luz la que me envuelve, me rodea por todas partes, ¡QUIERO VIVIR, POR FAVOR QUE TERMINE YA ESTA PESADILLA! No puedo más...
... Ya está. Se fue. Qué alivio. Pero sigo inmerso en esta luz cegadora, aunque ahora parece algo más suave, menos amenazadora. ¿Qué significa todo esto que me está ocurriendo? ¿Por qué a mí? Estoy asustado, qué digo asustado, aterrado.... Espera; me ha venido a la mente con una claridad espeluznante otro momento de mi vida donde experimenté lo mismo; no lo había vuelto a recordar hasta ahora. Fue hace cuarenta y ocho años, el día de mi nacimiento. También entonces tuve mucho miedo y sufrí lo mismo que hace unos instantes, y después... todo pasó; como ahora. ¿Qué podrá significar? El miedo también se va marchando, estoy más tranquilo. Ya no me preocupan tanto mi familia ni mis seres queridos, sé que ellos están bien; sufrirán por mi partida, pero se les pasará, porque ellos aún disponen del tiempo sanador. Todo va bien; ahora lo sé. El cambio ha sido duro, pero necesario. Dios mío, esto es increíble; no sé donde estoy, si en el Cielo, en el Paraíso o en el Infierno, esto no se parece a nada que haya podido imaginar con anterioridad, pero no me importa, sé que estoy donde debo estar, de hecho, nunca me he encontrado mejor que ahora; nada me preocupa, ya nada me puede causar dolor. Ahora mi mente está clara como un día despejado; desaparecieron para siempre las dudas, los temores y las inquietudes. Sé que esto me va a gustar. Aún me queda mucho por explorar de este nuevo mundo, pero no hay prisa, aquí no existen ni el tiempo ni el espacio, tengo toda la eternidad por delante. La luz pierde intensidad, se disuelve, se vuelve transparente; vaya, aquí hay más gente de lo que creía, y muchos de ellos me suenan incluso; no puedo verles, pero sé quienes son, los intuyo, los presiento; también ellos deben haberme visto llegar, ya que vienen a darme la bienvenida; se alegran de que esté yo aquí, me esperaban. Estoy en casa.

Importancia de la Sabiduría para la educación

miércoles, 23 de enero de 2008

Dijimos al principio que la sabiduría nos enseña a usar el sentido común pero, ¿a qué llamamos «sentido común»? Al igual que el sentido de la vista le dice a la persona lo que tiene o no tiene delante de sus ojos, o el sentido del tacto le dice la textura de los objetos que toca, el sentido común es aquel sentido que le dice a toda persona adulta qué es lo que le conviene o no le conviene hacer en cada momento. O sea, que es el que determina el curso de todas nuestras decisiones y, por consiguiente, de nuestra vida.
¿Y por qué digo que sólo actúa en las personas adultas? Es una cuestión puramente morfológica; a estas alturas, los neurólogos conocen ya la función de casi todas las zonas que componen nuestro cerebro. Es decir, saben con exactitud qué parte del cerebro traduce los impulsos eléctricos que recibe de cada ojo, en imágenes comprensibles para nosotros, o qué zonas de éste son las encargadas de interpretar esos mismos impulsos pero, en esta ocasión, provenientes de los oídos, permitiéndonos así escuchar con claridad todos los sonidos que nos rodean. De la misma forma, también el sentido común posee su parcela particular en nuestro cerebro, pero, al contrario de las descritas anteriormente, ésta no llega a formarse completamente hasta la edad adulta, tal y como nos dice Jay Giedd, neurocientífico y psiquiatra infantil experto en el cerebro adolescente:
El cerebro sigue formándose hasta los veinte años. Los cambios afectan a regiones claves como los lóbulos parietales, asociados al razonamiento lógico y espacial; las áreas temporales, vinculadas al lenguaje; los lóbulos frontales, donde se generan la resistencia a los impulsos, se desarrolla la intuición, se enlazan las causas con los efectos y se establece el sentido común que caracteriza a la edad adulta; y el cerebelo, que permite la captación de claves sociales y el entendimiento, entre otras cosas.”
Imagínense, ¡hasta los veinte años aproximadamente no disponemos de ese sentido común que todos consideramos imprescindible para guiar nuestros pasos por la vida! Pero eso no es todo; a esa edad, donde se supone que tenemos el cerebro completamente desarrollado, tan sólo disponemos del contenedor pero no del contenido; es decir: ahora tenemos que desarrollar ese sentido común y tenemos que aprender a utilizarlo al igual que aprendimos a utilizar los ojos, lo oídos, la nariz, la boca y las manos cuando éramos unos niños.
¿En qué se traduce todo esto? Supongo que ya se lo habrán imaginado. Si hemos quedado en que el sentido común es aquel que nos ayuda a tomar las decisiones correctas en cada momento, sería imposible que una persona que no dispusiera de él pudiera llevar una vida normal y segura, de forma autónoma, o sea, sin la ayuda y los consejos de otros que sí dispusieran de este sentido bien desarrollado.
Esto no es nada nuevo; todos sabemos que los niños y jóvenes necesitan de padres y educadores que conduzcan sus vidas de la forma correcta. ¿Todos? Pues no, todos no. Resulta que ellos no lo saben, es más, ni se lo imaginan. De ahí que cometan tantos errores, sean tan rebeldes, tengan tanta falta de respeto ante la autoridad, etcétera.
Pero ustedes dirán: “Tampoco será para tanto, todos hemos sido jóvenes alguna vez”. Pues sí, tienen razón; hay quienes dicen que la juventud es una enfermad que se cura con el tiempo; pero da la casualidad que, en los últimos tiempos, esta enfermad cada vez empieza antes y se prolonga más y, además, cada día son más los jóvenes que se quedan por el camino, que no sobreviven a ella, o sea, que para muchos, ésta es una enfermedad mortal o bien, una enfermedad que deja secuelas graves para el resto de sus vidas; por desgracia, son muchos los que mueren a consecuencia de la irresponsabilidad de sus acciones y otros muchos nunca se recuperan, llevando para el resto de sus vidas una existencia desgraciada también a raíz de su insensatez en la edad moza.
No me podrán negar que no es así. Sólo es necesario echar un vistazo a los noticiarios y crónicas de sucesos de todos los días: accidentes automovilísticos, violencia callejera, fracaso escolar, denuncias de padres a sus hijos, violencia en las escuelas, falta de respeto a padres y profesores. Todo esto es algo que va en aumento progresivo y da la sensación de que nadie lo puede parar ni controlar.
¿Qué sucede? La ciencia nos ha mostrado una de sus causas raíces, yo diría que una de las principales, por no decir la que más; me refiero a lo que comentaba antes: al no poseer una persona menor de veinte años la zona cerebral que alberga el sentido común, es imposible que pueda tomar decisiones acertadas con respecto a lo que le conviene o no. Y una vez pasada esta edad, también es necesario desarrollar este sentido con el aprendizaje por parte de personas preparadas y con la experiencia personal adquirida con los años.
Pero resulta que nosotros, sus padres, profesores, tíos, abuelos, etcétera, sí que poseemos este sentido común para saber qué es lo que les conviene a ellos (o eso se supone). En ese caso, ¿por qué les dejamos actuar con tanta impunidad?, ¿por qué permitimos que tomen esas decisiones que sabemos le pueden perjudicar tanto posteriormente en sus vidas? Me imagino sus respuestas: “Es que no se dejan aconsejar”.
Puede que tengan razón, pero esa no es excusa como para dejar que un hijo eche a perder toda su vida, y en ocasiones también la de sus familias, por un par o tres de decisiones mal tomadas en su juventud, cuando, en teoría, estaba a cargo de sus padres.
Yo lo veo de la siguiente manera: la etapa de desarrollo y aprendizaje de una persona, o sea, la juventud, puede ser una tercera o cuarta parte más o menos de toda su vida. Es decir, la mayor parte de su existencia, lo que podríamos llamar su auténtica vida, viene después; me refiero a su vida laboral, profesional, familiar, social, en definitiva su madurez como persona, que a la postre es la que interesa y a la que, se supone, debe estar enfocada esta primera etapa de aprendizaje y educación. Pues bien, resulta que esta vida de adulto, nos guste o no, depende directamente de cómo desarrollemos esta fase de nuestra niñez, adolescencia y juventud, y de muchas de las decisiones que tomemos en ella.
Como pueden deducir, la cosa no es como para tomársela a broma. Unos padres que de verdad quieran a sus hijos, deben de tener todo esto muy en cuenta a la hora de dejarlos decidir por sí mismos, por muchos sacrificios que ello conlleve. Quizás no se lo crean, pero yo he visto con mis propios ojos, y en más de una ocasión, a padres de mediana edad, supuestamente inteligentes, con una buena formación y educación (al menos en apariencia), dejar a sus hijos de cuatro o cinco años tomar decisiones importantes, que afectan a toda la familia; decisiones que siempre habían sido los padres los que las tomaban y los hijos teníamos que acatar sin rechistar. Decisiones como por ejemplo lo que deben comer, qué ropa ponerse, a donde ir de vacaciones, qué programas ver en la televisión, si deben o no ponerse el cinturón de seguridad al subir al coche, etcétera. A ustedes todo esto pueden parecerles nimiedades, cosas sin importancia, pero les aseguro que sí que tienen importancia, y mucha. Para empezar, estos padres, acostumbran a sus hijos desde muy pequeños a que en su casa mandan ellos, con todo lo que ello conlleva de pérdida de autoridad y una excesiva libertad para unas personas que necesitan, por su bien, una serie de normas de conducta que deben cumplir a rajatabla si queremos que en un futuro sean unas personas adultas responsables y útiles para la sociedad. Y lo peor de todo es que, en muchas ocasiones, estos padres actúan así por comodidad de ellos mismos; para no tener que aguantar las rabietas de los niños, o no tener que andar castigándoles, sin darse cuenta de que los primeros perjudicados serán sus propios hijos cuando crezcan.
La evolución nos ha dado a casi todas las especies que pueblan la Tierra un arma excepcional para la supervivencia: la necesidad de perpetuar nuestros genes y, por ello, el amor incondicional que todo padre ofrece a su hijo, sea éste como fuere. Todo padre quiere siempre lo mejor para su hijo, da igual que éste sea un canalla, un grosero o un necio. Y entonces, ¿por qué no se lo damos? En mi humilde opinión, no lo hacemos simplemente porque no sabemos; nadie nos ha enseñado. Cierto que hay clases para padres y muchos libros bastante buenos, escritos por auténticos profesionales, pero seamos sinceros, pocas gentes son las que los leen o se preocupan por aprender. Casi todo el mundo piensa que está suficientemente preparado para emprender tan difícil tarea (de las más complicadas que puede afrontar cualquier ser humano). Y ¿qué ocurre cuando nos ponemos a hacer algo para lo que no estamos preparados? Es evidente; improvisamos, experimentamos, en definitiva, cada uno hace lo que puede.
A mí se me ocurre un ejemplo. Imagínense que de buenas a primera desaparecen todos los arquitectos, aparejadores y albañiles, o sea, que cada uno nos tendríamos que construir nuestra propia casa. Les puedo asegurar que la mía se caería sin remedio, por lo menos la primera; quizás cuando llevase cuatro o cinco casas mal construidas, aprendiese algo. Un muro se puede derribar y volver a construir, pero esto no pasa con un ser humano; si lo hacemos mal con nuestro hijo, éste acarreará esta falta durante toda su vida; no hay vuelta atrás. Si no somos capaces de afrontar la construcción de nuestra propia casa por no estar preparados, por qué lo hacemos con nuestros hijos, acaso no son ellos más importantes. Podríamos dejarlo en manos de profesionales, como hacemos con la casa, pero hay una opción mucho mejor y más gratificante: aprender nosotros.
No es mi intención enseñarles a educar a sus hijos, como ya he mencionado antes, existen multitud de profesionales altamente cualificados que llevan mucho tiempo intentando hacerlo a través de sus libros o en sus escuelas o consultas privadas. El que lo desee y esté realmente interesado en aprender, sólo tiene que acudir a ellos. Yo personalmente se lo recomiendo; no es ninguna humillación reconocer que no se está suficientemente preparado para educar a un hijo correctamente, todo lo contrario, ese sería un paso que demostraría sin lugar a duda su inteligencia y madurez a la hora de afrontar algo tan importante y crucial como es la formación de una persona para su vida adulta. Por otro lado, es lógico pensar que nadie puede saber de todo y que para eso están los profesionales.
A estas alturas, muchos de ustedes ya se habrán preguntado qué es lo que ocurre hoy en día para que un padre (cuando digo padre, se entiende que también me refiero a la madre), tenga que aprender a ser padre o necesite la ayuda de profesionales para educar a sus hijos. Ustedes dirán: “A mis padres no tuvo que enseñarlos nadie, ni necesitaron a nadie y, aquí estoy yo, una persona perfectamente normal y útil para la sociedad”. Así es, pero hay una gran diferencia: la sociedad de hace veinte o treinta años no tiene nada que ver con la nuestra.
Efectivamente; estamos muy equivocados si pensamos que a nosotros nos educaron nuestros padres; no es así. Nosotros, como todo el mundo, fuimos educados por la sociedad, es decir, por nuestros profesores, por el cura del barrio, por el de la farmacia, por el de la tienda de al lado, por los vecinos, por la televisión, por los juegos de la época y, por supuesto, también por nuestros padres. Es la sociedad la que educa (o mal educa).
Cuando yo era un niño, me pasaba casi todo el día en la calle, jugando con los vecinos y amigos. En cuanto terminaba de hacer los deberes y merendaba, corría como loco a la calle o a casa de algún vecino que tuviera espacio para jugar. Mi padre estaba todo el día trabajando y mi madre, metida en la cocina; no tenían nada por qué preocuparse, sabían que en la calle apenas había nada que pudiera hacer daño a sus hijos o que los apartara del buen camino. Por supuesto que había excepciones, pero eran eso, excepciones. Eso era lo normal hace ahora unos treinta o cuarenta años.
¿Qué ocurre hoy en día? Ningún padre medianamente preocupado por sus hijos los dejaría ir hoy a la calle tan pequeños, solos, sin saber en todo momento dónde y con quién están. Y esto es así porque la sociedad de hoy no es la misma de hace treinta años. Hoy sí que existen en la calle muchos peligros que pueden desviar la correcta formación de un niño. La sociedad de hoy, no sólo no educa, sino que maleduca. Es por eso que los padres tenemos que afrontar prácticamente solos esta complicada tarea de la que se libró la anterior generación.
Podríamos llevarnos horas analizando los diferentes problemas que la sociedad actual nos plantea para la correcta educación de nuestros hijos; la pésima programación televisiva, juegos cada vez más violentos, sistemas educativos en las escuelas demasiado permisivos, legislación juvenil poco eficaz, y un largo etcétera. Tampoco quiero profundizar demasiado en ello ya que no lo creo necesario, todos conocemos los defectos y deficiencias de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, dicho sea de paso, la que nosotros hemos edificado.
La situación actual en lo que respecta a la educación, se puede identificar, como si de dos gotas de agua se tratasen, con aquella que nos describió Ortega y Gasset a finales de los años veinte del siglo pasado, lo cual es bastante preocupante teniendo en cuenta cómo acabó; compruébenlo ustedes mismos:
En las generaciones anteriores la juventud vivía preocupada de la madurez. Admiraba a los mayores, recibía de ellos las normas –en arte, ciencia, política, usos y régimen de vida–, esperaba su aprobación y temía su enojo. Objetivamente se manifestaba esto en el hecho de que la vida social no estaba organizada en vista de ellos. Las costumbres, los placeres públicos habían sido ajustados al tipo de vida propio para las personas maduras, y ellos tenían que contentarse con las zurrapas que éstas les dejaban o lanzarse a la calaverada. Hasta en el vestir se veían forzados a imitar a los viejos; las modas estaban inspiradas en la conveniencia de la gente mayor. En suma, la juventud vivía en servidumbre de la madurez.
Hoy la juventud parece dueña indiscutible de la situación, y todos sus movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente que no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal abandono y seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin cuidado lo que piense de ella la madurez; es más, ésta tiene a sus ojos un valor próximo a lo cómico.
Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi azorados, con la vaga impresión de que casi no tiene derecho a existir. Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan a hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. No se trata de fingir una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como con el vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos.
La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta. Hoy goza del ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud.

No sé ustedes, pero a mí se me ponen los bellos de punta teniendo en cuenta como acabó esta sociedad que describe Ortega y Gasset, y que, dicho sea de paso, no es el único ejemplo con el que contamos a lo largo de la historia de la humanidad; de hecho, han sido muchas las civilizaciones que han caído víctimas de su propia deshumanización.
Pero en fin, será mejor que continuemos por donde íbamos. Si no voy a enseñarles a educar a sus hijos ni voy a analizar los problemas de nuestra sociedad, ¿de qué se supone que trata este libro? A mi entender, trata del más importante legado que se le puede dejar a una persona: la sabiduría.
Definimos la sabiduría en un principio como la ciencia de la vida, aquella que nos enseña a razonar de forma provechosa para ser más felices, como dijimos, nos enseña a utilizar el sentido común que todos poseemos pero del que no todo el mundo es capaz de sacar provecho. Ya hemos dejado claro la importancia de un correcto uso de este sentido en la educación en general, no sólo en la de los niños.
Enseñar sabiduría no es enseñar educación; es algo que va mucho más allá. La sabiduría es la herramienta más potente con la que cuenta el ser humano para ser feliz, que, en definitiva, es lo que todos buscamos.
Texto extraído de mi libro Tratado sobre la Sabiduría

¿Por qué es necesaria la Sabiduría en nuestra sociedad?

miércoles, 16 de enero de 2008

Esta puede parecer una pregunta obvia. Su respuesta más inmediata podría ser: para vivir mejor y ser más felices. El problema viene cuando la mayoría de personas creen que ya viven bien, que son felices y que las cosas no pueden ir mejor de lo que van y que siempre van a seguir así de bien. En muchos casos, esto puede ser cierto, pero les aseguro que en la mayoría no lo es.
Todo el mundo cree vivir su vida de la manera que él desea, en virtud de unas razones personales que a nadie más competen. Pero lo cierto es que no es así; bajo esa inconsciencia nuestra actúan fuerzas mucho más poderosas que nuestros verdaderos deseos y que conducen nuestras vidas a su antojo sin tener para nada en cuenta nuestras auténticas necesidades e inquietudes. Esta fuerza anónima que nos arrastra inexorablemente a su capricho es la sociedad en la que nos ha tocado vivir.
Nos consideramos privilegiados por haber nacido en un país civilizado y desarrollado, donde existe una sociedad bien organizada y estructurada que nos proporciona todo lo que podemos necesitar. Esto es verdad, pero conlleva un peligro latente que muy pocos parecen ver: para que siga siendo así, esta sociedad necesita que los que la componemos, la mantengamos, al mismo tiempo que disfrutamos de ella, para que puedan seguir haciéndolo los que vengan detrás nuestra, es decir, nuestros hijos y nietos.
Esto que parece una obviedad, en la práctica no se lleva a cabo. Cuando una persona llega a lo más alto de su carrera, tiende a dormirse en los laureles; piensa que ya lo ha conseguido todo y, por tanto, no hay más por lo que esforzarse. Todos sabemos que esto es un error y que termina llevando a esa persona al fracaso. Pues bien, con la sociedad pasa exactamente lo mismo pero con la gravedad de que, al estar compuesta por muchas personas, todos piensan que ya habrá otros preocupándose por que todo siga igual, y a la hora de la verdad resulta que no hay nadie, o son tan pocos los que lo hacen que no dan abasto. El resultado de esto es que la sociedad entra en un estado de crisis y decadencia del que es muy difícil salir y que nunca se sabe cómo ni cuándo acabará. Ha ocurrido cientos de veces a lo largo de la historia del hombre y no hay ningún motivo que nos haga suponer que no seguirá ocurriendo.
Hoy en día es más difícil de detectar estos períodos de crisis que en otros tiempos debido al alto desarrollo tecnológico y mediático con que contamos. Esto puede parecer una contradicción ya que, en teoría, la tecnología y los medios de comunicación tan adelantados que poseemos deberían de ayudarnos para prevenir estas situaciones no deseadas, pero no es así; la razón es muy sencilla: a nadie le interesa conocer las miserias y desdichas de la sociedad en que vive. Por el contrario, preferimos seguir pensando que todo va de maravilla y que no tiene por qué cambiar. Por consiguiente, utilizamos esta tecnología y estos medios de comunicación tan sofisticados para decirnos sólo lo que queremos oír, aunque ésta no sea necesariamente toda la verdad o sea sólo parte de ella. Ocurre igual que cuando vemos un noticiario por televisión, escuchamos la radio o compramos un periódico para estar al día; casi todo el mundo pone el canal de televisión o compra el periódico que corresponde con su ideología política ya que, sabe con seguridad que le va a contar las cosas del modo que a él le interesa, dándole la razón en todo lo que piensa, independientemente de que la lleve o no.
¿Qué me hace suponer que nuestra sociedad ha entrado ya en ese período de decadencia? Existen montones de tendencias que cualquiera puede ver y que nos indican que, en muchos aspectos, la sociedad, en vez de avanzar hacia algo mejor, está retrocediendo. Pero en mi humilde opinión, hay una de ellas que es un claro síntoma de la degeneración de un Estado; y lo es, no porque yo lo crea así, sino porque se ha repetido en demasiadas ocasiones en la historia, desembocando en la destrucción o desaparición de grandes Imperios y civilizaciones. Es la siguiente:
Una nación viene a ser como un edificio. Éste está sustentado por lo más bajo, por lo que nadie ve y a nadie le interesa, por lo más feo y desconocido, es decir, por sus cimientos; si éstos fallan, todo el edificio se viene abajo. Lo mismo ocurre con cualquier nación; ésta no está mantenida por los políticos, banqueros, gerentes de grandes empresas, arquitectos, ingenieros, cirujanos, escritores, periodistas, etc. Lo que realmente mantiene un Estado es lo que está más abajo, lo que a nadie le gusta ni quiere saber de ello, o sea, los agricultores, ganaderos, albañiles, electricistas, zapateros, fontaneros, barrenderos; en definitiva, los trabajadores de toda la vida. Precisamente aquellas profesiones que nadie desea para sus hijos.
¿Qué está ocurriendo en este país, así como en casi todos los países desarrollados? Al haber alcanzado la mayoría de la población un nivel económico y social alto, es normal que nadie quiera desarrollar este tipo de trabajos tan mal cualificados y que tanto sacrificio suponen. Por el contrario, lo que todo el mundo desea es realizar tareas administrativas, trabajos técnicos, dedicarse a la enseñanza, a la ciencia, a la ingeniería, en definitiva todo lo que no suponga un gran esfuerzo físico y esté poco remunerado. Así que poco a poco vamos relegando estas profesiones tan injustamente cualificadas para aquellos extranjeros que provienen de países pobres y necesitados, y para colmo, en la mayoría de ocasiones, se hace de forma ilegal, pagándoles sueldos muy por debajo de lo habitual y en condiciones muy precarias.
Conforme van pasando los años, toda esta gente que malviven entre nosotros, irán creciendo en número y se irán haciendo más fuerte dentro de la sociedad, adquiriendo un papel importante dentro de la misma. Debido a su precariedad, estarán muy mal vistos por muchos sectores de la población; serán discriminados, ignorados y rechazados, sin darnos cuenta de que, para entonces, se habrán convertido en un pilar fundamental para el sostenimiento de la sociedad.
Si esta situación no se detecta y se corrige a tiempo, el resultado puede ser catastrófico, como ya he comentado que ha ocurrido en otras ocasiones ya que, al mismo tiempo que estos inmigrantes se fortalecen, la población original se debilita, debido a que la opulencia y la holganza, lo único que trae consigo es el desgaste del pueblo, tanto físico como mental.
Con esto no estoy diciendo que haya que evitar la entrada de extranjeros dentro de nuestras fronteras; no, todo lo contrario, ellos NO son la causa del deterioro, son sólo uno de los síntomas. Como ya hemos visto, los inmigrantes de países en vías de desarrollo son necesarios para el mantenimiento de un país desarrollado, por tanto lo que hay que hacer es facilitarles el camino, no permitir esas situaciones injustas que les obliguen a vivir en la miseria o a delinquir. Aquí es donde entra en juego la sabiduría; al mismo tiempo que nos aprovechamos de su situación más penosa para realizar aquellos trabajos que a nosotros nos incomodan, podemos contribuir al desarrollo de sus respectivos países. Casi todos los países desarrollados han tenido que pasar antes por períodos donde sus habitantes han tenido que emigrar a otros en mejor situación; es algo normal y no tiene por qué suponer ningún problema.
Como dije más arriba, ésta es sólo una de las muchas tendencias que terminan deteriorando a un pueblo, pero existen muchas más. El futuro es imposible de adivinar; ni siquiera la persona más sabia del mundo sería capaz de hacerlo, pero, en muchas ocasiones, sí que es fácil de prever. Tan sólo hay que estar atentos a las tendencias y a las señales que las mismas nos dan; éstas raras veces se equivocan.
Una tendencia se podría definir como una actitud, conducta o inclinación que se va generalizando con el tiempo, afectando cada vez a un mayor número de personas. Ésta puede ser positiva o negativa; evidentemente, las que nos competen en esta ocasión son las negativas que, por desgracia, son la mayoría. Estoy seguro de que estarán hartos de escuchar en los distintos medios de comunicación: “Cada vez hay más ...” o “Cada año existen más personas que...”; este tipo de noticias que en muchos casos suelen darse como curiosidades, sin que se le presten la mayor importancia, son las que con el tiempo terminan convirtiéndose en auténticos problemas de muy difícil solución, perjudicando por día a más y más personas.
En la actualidad existen cientos de tendencias negativas bastante preocupantes, como por ejemplo: el aumento de la delincuencia extranjera, el aumento de la violencia callejera, el aumento de enfermedades como la diabetes, el cáncer, problemas respiratorios, obesidad, enfermedades mentales (todas ellas cada vez en personas más jóvenes), la falta de respeto hacia las personas mayores, la drogadicción en edades cada vez más tempranas, el aumento de la infertilidad en las parejas, los problemas climatológicos y medio ambientales, como la escasez de agua en determinadas zonas, el aumento de la desertización, el aumento o disminución de temperaturas extremas, tanto en invierno como en verano, el aumento de desastres naturales en cualquier parte del mundo, etcétera, etcétera.
Cualquiera de estas tendencias pueden ser provocadas por múltiples y complicadas causas, lo que hace muy difícil el que puedan ser controladas. Pero una cosa sí que es cierta, sólo hay dos formas de detener una tendencia: una es acabando con las causas que la provocan que, como ya hemos dicho, suelen ser múltiples y complicadas, dificultando bastante su resolución. La otra es dejando que esta tendencia llegue a su límite, ya que toda tendencia tiene un límite. Tanto un método como el otro suele conllevar una gran crisis, donde su gravedad dependerá de la gravedad de la tendencia y del número de personas a las que afecte. De nosotros depende la forma que elijamos para acabar con estas tendencias negativas.
Actuando con sabiduría les puedo asegurar que estas tendencias serán detectadas antes, con lo que se les podrá poner freno de forma menos costosa y traumática y, al mismo tiempo, también nos ayudará a evitar que surjan otras también negativas. La sabiduría nos enseñará que sólo está en nuestras manos, y las de nadie más, que los problemas se solucionen satisfactoriamente, que no podemos quedarnos esperando a que vengan otros a sacarnos las castañas del fuego.
Todo el mundo tiende a pensar que deben ser nuestros líderes políticos y gobernantes los que se encarguen de solucionar todos estos problemas. En la mayoría de los casos es así, ellos tienen la llave para acabar con las causas raíces; pero existe un problema inherente a la democracia: la primera prioridad de todo partido político es sin duda alguna conseguir el poder (o mantenerlo en caso de tenerlo ya), a costa de lo que sea y dejando todo lo demás en un segundo plano. Hay dos formas de conseguir el tan ansiado poder: una es convencer a los ciudadanos de que efectivamente, sus prioridades son las de ellos y de que no les defraudarán nunca. Pero esta forma es difícil, ya que hay que contentar a demasiada gente, es costosa porque requiere el tener que cumplir promesas y es lenta porque se necesita mucho tiempo para que la gente les conozcan y comprueben que son sinceros.
Hay una segunda forma mucho más fácil, rápida y barata: convencer a los ciudadanos de que los demás son peores que ellos. Ni que decir tiene que ésta es la que suele utilizarse. De esta manera no es necesario demostrar nada ni hacer, prácticamente nada. Tan sólo hay que hacer uso de la palabra convenientemente, con la facilidad que nos da nuestro lenguaje para decir medias verdades, tergiversar los discursos ajenos, extraer de ellos sólo lo que interese, o exagerar cualquier cosa que se diga, con el claro objetivo de desacreditar al contrario poniéndolo en evidencia ante la opinión pública. En estas prácticas son unos auténticos maestros nuestros políticos.
También en este caso la sabiduría nos ayudará a distinguir entre unos y otros con lo que, a la hora de ir a votar a las urnas, lo tendremos mucho más claro y, en cualquier caso, en nosotros está el salir a la calle y hacerles ver a nuestros políticos cuales son los auténticos problemas del pueblo.
Extracto de mi libro Tratado sobre la Sabiduría

¿Es necesario ser un erudito o intelectual para posser sabiduría?

miércoles, 9 de enero de 2008

Hace tiempo, cuando empecé a leer a los filósofos clásicos de la Grecia antigua, Sócrates, Platón y Aristóteles, llegué a pensar que sí era necesario tener muchos conocimientos sobre diversas materias para poder aspirar a tener un poco de sabiduría. Con el correr de los años, me he podido dar cuenta de que no tiene por qué ser así.
Y esto ha sido gracias a haber conocido a personas, ancianas por lo general, prácticamente analfabetas, que en sus vidas no han leído ningún libro y, sin embargo, hablando con ellas pude comprobar que rebosan sabiduría por los cuatro costados.
¿Qué quiere decir esto? Pues muy sencillo, que la sabiduría es una ciencia que, no sólo se puede adquirir a través del estudio, sino también con la experiencia, de ahí que sea la ciencia de la vida, ya que es ésta la que te la proporciona. Intentaré ilustrar esta idea con un ejemplo sacado de un texto del escritor Paulo Coelho:
La tradición sufí nos cuenta la historia de un filósofo que cruzaba un río en barco. Durante la travesía, intentaba mostrar su sabiduría al barquero.
–¿Conoces los textos de Horbiger?
–No –respondió el barquero–. Pero conozco lo que la naturaleza me enseñó para desempeñar bien mi trabajo.
–¡Pues has de saber que has desperdiciado media vida!
En mitad del río, el barco chocó con una piedra y naufragó. El barquero empezó a nadar hacia una de las orillas, cuando vio que el filósofo se estaba ahogando.
–¡No sé nadar! –gritó éste, desesperado–. ¡Yo te dije que habías perdido media vida por no conocer a Horbiger, y ahora yo pierdo mi vida entera por no entender algo tan simple como las corrientes de un río!”

Efectivamente, la experiencia diaria es nuestra mejor fuente de conocimiento y es algo que está al alcance de todos. Pero para aprovecharla al máximo, no sólo es suficiente vivir mucho, la prueba está en que no todo el que llega a anciano es sabio. Hay dos formas de andar un camino; una es preocupándote solamente de donde pones los pies para no tropezar hasta llegar al final.
En la segunda, no sólo nos fijamos en el camino en sí, sino también en todo el paisaje que lo rodea; en los árboles, los pájaros con sus distintos cantos, las distintas especies de plantas, los insectos, saludamos a otros caminantes con los que nos cruzamos; en definitiva, no sólo andamos el camino sino que también nos dedicamos a su contemplación.
De la misma forma se puede pasar por la vida. Es fácil distinguir a aquellas personas que viven de la primera forma de aquellas que lo hacen de la segunda; la diferencia está precisamente en la sabiduría que adquieren estos últimos, sin necesidad de estudiar ni de hacer esfuerzos o sacrificios supremos, simplemente dedicándose a vivir con una filosofía distinta y, les puedo asegurar, que mucho más provechosa. Tanto es así que para los segundos la felicidad será algo que tendrán al alcance de la mano, mientras que los otros es seguro que llevarán una vida más complicada y desdichada.
Además, al hablar de conocimientos hay que hacerlo siempre desde un punto de vista relativo ya que éstos son infinitos. Es imposible que nadie lo sepa todo; yo suelo decir que por cada cosa que sé, existen al menos un millón de ellas que no conozco, y que por mucho que una persona crea saber siempre habrá otra que sepa más. El hecho de que una persona sepa mucho o no, depende de con quién se la compare simplemente. Una persona puede saber mucho sobre una o varias materias en concreto, pero eso no la hace estar más capacitada para la vida que otras personas con otros tipos de conocimientos. Lo importante es que cada uno estemos bien capacitados para lo que hacemos a diario. Un agricultor, por ejemplo, debe tener un perfecto conocimiento de la tierra, la climatología, la calidad del agua, los distintos tipo de abonos, etcétera; mientras que un físico teórico debe ser un experto en matemáticas y astronomía. Cada uno puede ser un erudito en su materia, pero no tienen por qué conocer nada de las ocupaciones del otro. Por supuesto que nunca está de más cualquier tipo de conocimiento extra, pero sin hacer de ello una cuestión de vital importancia. Seguro que todos conocemos o hemos oído hablar de personas muy inteligentes, grandes intelectuales que no han sido felices y que incluso han acabado sus vidas de forma traumática.
Debemos de tener muy claro que todo el mundo está capacitado para algo en concreto, por tanto, cada vida es de igual importancia. El árbol cuya madera no es apta para hacer grandes obras, por ser demasiado rígida o blanda, llegará a convertirse en un gran árbol, capaz de dar mucha sombra y de albergar entre sus ramas y tronco a una gran cantidad de especies vivas; en la inutilidad de su madera, está su utilidad como árbol. Lo mismo ocurre con cualquier persona, nadie debe sentirse menospreciado por no estar capacitado para alguna determinada tarea ya que, sin duda, lo estará para otras. La sabiduría nos enseñará cual es nuestra verdadera misión en la vida.
Al haber definido la sabiduría como una ciencia, la estamos dotando de un ámbito específico dentro de lo que podríamos englobar como conocimientos generales. Estos conocimientos específicos que corresponden a la ciencia de la sabiduría son los que yo propongo en este libro, al menos una parte de ellos. Quién aspire a convertirse en algo más, a parte de ser un experto en su trabajo, debería de tener muy en cuenta estos conceptos; ya hemos dicho que la sabiduría es la ciencia de la vida, y la vida es algo en la que todos estamos inmersos, así que, igual que para un físico son imprescindibles las matemáticas, para cualquier ser humano debería ser también imprescindible, al menos, un poco de sabiduría. Mi propuesta es no esperar a que el tiempo nos enseñe estos conocimientos básicos, que sin duda lo hará, sino empezar cuanto antes, de manera que podamos aprovechar mejor nuestras vidas que, probablemente, será la única que tendremos. Cuántas veces habremos oído a una persona anciana decir: “¡Ay si yo tuviera tu edad sabiendo lo que ya sé!”. No cometamos el error de esperar a la vejez para aprender a vivir.
Hablando de la vejez, se me viene a la mente la respuesta que le dio el anciano Céfalo a Sócrates cuando éste le preguntó si consideraba la situación de la vejez como la más cruel de la vida; quizás no venga mucho a cuento pero fue una interesante respuesta, y muy sabia por cierto; juzguen ustedes mismos:
Me sucede muchas veces, según el antiguo proverbio, que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y toda la conversación por su parte se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento los placeres del amor, de la mesa y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su juventud. Se afligen de esta pérdida como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. La vida de entonces era dichosa, dicen ellos, mientras que la presente no merece ni el nombre de vida. Algunos se quejan, además, de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de carácter bien diferentes, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor, «Dios me libre –respondió–, ha largo tiempo he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano». Entonces creía que decía la verdad, y la edad no me ha hecho mudar de opinión. La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. En cuanto a las lamentaciones de los ancianos de que hablo, a los malos tratamientos de que se quejan, hacen muy mal, Sócrates, en achacarlos a su ancianidad, cuando la causa es su carácter. Con costumbres suaves y convenientes, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo mismo la vejez que la juventud son desgraciadas.”
Extracto de mi libro Tratado sobre la Sabiduría

Se acordaron de mí: