Capítulo Catorce

lunes, 22 de junio de 2009


El viaje se prolongó durante varios días de incesante e imperturbable caminar. Afortunadamente, mis amigos poseían un arcaico conocimiento sobre las plantas y frutos silvestres que pueden servir de alimento en caso de necesidad, así como los sorprendentes lugares donde la naturaleza oculta su bien más preciado: el agua fresca; un saber necesario, cuando se viaja de forma tan precaria a como ellos lo hacían. Aunque es de entender que así debe ser, si no, otra manera de actuar diferente conduciría sus pasos por este mundo. Esta sabiduría culinaria nos fue de gran utilidad para poder mantenernos fuertes y erguidos durante la marcha, pero debo confesar que eché de menos encarecidamente las chacinas y la carne tierna del cordero joven, las legumbres con elaborados condimentos de las tierras bajas y el buen vino que solían acompañarme en mis días de peregrinaje con la caravana de mercaderes. Estas hierbas, a las que ellos llamaban comida, apenas conseguían aplacar mi voraz apetito y, mucho menos, darme el placer de la buena mesa al que me había amoldado con facilidad durante mis últimos años. Pero es lo que había, y tuve que habituarme a ello, como tantas otras veces a lo largo de mi vida hube de hacer en diferentes situaciones.

Es algo que agradezco profundamente a los hacedores: mi condición fácilmente mudable conforme la situación lo requiera. Tiempo atrás, muchos fueron a los que vi lamentarse sufridamente por no poseer esta disposición de flexibilidad en el ánimo. Y dado que la vida no es más que un ir y venir de circunstancias imprevistas, algunas incluso poco probables y sorprendentes, afortunado es aquel individuo capaz de amoldarse a los diversos devenires que su existencia le ofrece, por dolorosos e inesperados que sean.

Aún así, me alegró enormemente la llegada a un pequeño grupo de tiendas construidas con grandes lonas, medio ocultas tras la ladera de un escarpado monte que se levantaba con gran poderío ante ellas. Pertenecían a gente humilde, dedicadas casi exclusivamente al pastoreo de una especie de reses totalmente desconocida por mí hasta aquel momento, de buen tamaño para la matanza y dóciles al manejo. Más tarde pude comprobar con asombro como obtenían de ellas prácticamente todo lo necesario para llevar una vida cómoda y desahogada; pieles para cubrir cuerpos y hogares, leche en abundancia y alimentos también de sobra para mantener a toda la comunidad. Que junto con la pericia en la recolección de diversas hierbas y frutas salvajes, al igual que hacían los monjes, parecían no necesitar nada más para una pacífica existencia.

Y a pesar de no ostentar lujo alguno, a todos se les veía felices y agradecidos por cuanto poseían, ocupados en sus quehaceres ordinarios sin más pretensiones que el cumplir diariamente con la función que cada uno tenía encomendada, bien por su edad, sexo o habilidades varias. Nada que ver con el resto de pueblos y ciudades que quedaron atrás, por donde crucé con mis mulas cargadas de cuanto un ser humano podía codiciar de forma inexplicable, y que me voy a ahorrar el volver a describir, creyendo innecesario el ser tan repetitivo en asuntos desagradables. E incluso se permitían, sin ningún remilgo, celebrar festejos en días determinados, donde no faltaba la música y el baile, así como echar sus buenos ratos de ocio a cada atardecer.

Francamente, aquel lugar me dejó perplejo y maravillado. Y yo que pensaba que en mi vida de mercader errante ya lo había conocido todo... Nuevamente hube de humillarme ante lo incognoscible del universo.

La familiaridad con que los monjes fueron recibidos, me hizo comprender que no era la primera vez que pasaban por allí. Cada vecino se mostraba contento y halagado por acoger en su hogar al grupo que formábamos, algo que tuve que intuir por sus expresiones animosas, dado que el dialecto que usaban para comunicarse entre ellos aún me era del todo incomprensible. Me sorprendió gratamente el ser agasajado tan efusivamente con toda suerte de ofrendas, sobretodo por aquellas destinadas a llenar el estómago, que, dicho sea de paso, eran las más numerosas y diversas, para mi deleite; pensé que por fin se acabaron los hierbajos cocidos.

No podía entender tal comportamiento desprendido, y no dejaba de preguntarme qué recibía esta gente a cambio, teniendo en cuenta que nosotros apenas teníamos nada que ofrecer, aparte de nuestras propias personas en cuerpo y alma y, dado nuestro agotamiento tras el largo caminar, tampoco es que les hubiese sido de gran ayuda. Pero lo cierto es que me quedó suficientemente claro que aquellos monjes eran considerados gente de bien por donde quiera que pasaban, así que intuí que no me arrepentiría de haberme unido a ellos. Comprobé que pasaban largos ratos de charla con todas las familias, que se reunían a nuestro alrededor con entusiasmo, no faltando ni los más pequeños, aunque éstos sólo se limitasen a escuchar boquiabiertos todo lo que los monjes decían con lentitud y paciencia, mientras que yo me limitaba a observarlo todo con gran confusión y sin enterarme de nada, pero feliz por hallarme en un lugar tan confortable e intentando no irritarme demasiado con las miradas inquisitivas y sonoras carcajadas que se producían cuando hacían referencia a mi persona.

Pero mi contento tampoco duró gran cosa. Con gran consternación por mi parte, abandonamos aquel poblado tan sólo dos días después de la llegada, cuando apenas había repuesto de nuevo mis fuerzas y me había aclimatado al espacio. Me alentaba el hecho de haber partido bien pertrechados de buenos alimentos cárnicos y exquisitas hogazas de pan recién hecho; ya se sabe que el que no se consuela es porque no quiere.

El camino emprendido se presentaba algo mejor que el pasado; bien delimitado por el paso continuo de pesadas carretas y salpicado aquí y allá de tiendas como las que habían quedado atrás. Tan sólo un inconveniente, y no menor: nuestros pasos se dirigían directamente hacia lo más alto de la montaña. El aliento se me cortó nada más ver la subida tan escarpada que se me mostraba a la vista. No me atreví a preguntar, simplemente comencé a dar un paso tras otro, siguiendo el ritmo impetuoso que de nuevo mis guías habían tomado.

Y enfilando la mirada hacia la cumbre de aquella colosal prominencia, no dejó de embargarme una peregrina inquietud: qué extraño destino me tendría aguardado aquel lugar tan insólito y apartado.


Capítulo Trece

lunes, 15 de junio de 2009


Llegados a este punto de la narración, creo conveniente hacer una aclaración, destinada, sobretodo, al lector curioso y ávido de respuestas. Desde la obligada huída de mi país natal, poco he hablado hasta el momento de mi relación con los todopoderosos dioses creadores. Y debo decir que me parece algo de primordial importancia dejar bien claro este tema antes de continuar, ya que es de sobra conocida la relevancia que inmerecidamente tienen en el devenir de acontecimientos, el temor que todo mortal concede a dichas divinidades. El hecho de que este temor sea causado por la ignorancia o por la fe, poco debe interesarnos, lo realmente importante son las consecuencias, tanto buenas como malas, que dichas creencias reportan a este mundo y a los que en él habitamos, de las cuales, tampoco yo pude verme libre.

La larga peregrinación efectuada años atrás en pos de lucrativos negocios, me llevó a cruzar una cantidad de países y regiones de los más diversos. Ningún ser humano ocupado habitualmente en menesteres rutinarios que le obliguen a permanecer por siempre habitando un mismo lugar, podría imaginar nunca la cantidad tan inmensa de diferentes pensamientos, creencias y formas de actuar que se dan en esta tierra infinita, donde todos convivimos por igual. Debido a la limitación de mi memoria, me resultaría imposible detallar con pulcra precisión, toda la variedad de cultos y rituales destinados a las más dispares deidades que estos ojos envejecidos han podido contemplar con asombro y algo de admiración. Y aun pudiendo hacerlo, veo innecesario aburrirles con relatos que nada de interés aportarán a sus ya sobre alimentados cerebros, y que sólo conseguiría saturarlos aún más de inútiles conocimientos, algo de lo que imagino andarán sobrados.

Confieso que en un principio, durante mis primeros años como incansable viajero, mis plegarias, ofrendas y sacrificios iban siempre destinadas a aquellos viejos dioses que dejé atrás, morando en el interior de las murallas que me dieron protección durante largos años, en mi más tierna infancia y en mi periodo de soldado aguerrido y fiel. También recuerdo que, en este tiempo, trataba inútilmente de hacer ver a mis compañeros de viaje la trascendencia que este culto sagrado tendría en mi vida y en mi posterior ida hacia el misterioso Más Allá. Pude comprobar con sorpresa como la mayoría de ellos se limitaba a escuchar y asentir simplemente, pero sin hacer el menor caso a mis advertencias, o incluso muchos se burlaban de mis palabras y de mis actos, diciéndome una y otra vez que ya me cansaría de perder el tiempo.

Conforme íbamos pasando por los distintos pueblos en los que comerciábamos, pude observar el proceder habitual de mis compañeros de profesión más veteranos. Y así fue como me di cuenta de que, a pesar de que durante las marchas entre un lugar y otro, éstos no profesaban culto ni ritual alguno, al llegar a cada ciudad, se convertían en los devotos más pertinaces de la deidad de turno, adoptando la fe que en aquel lugar concreto acostumbrasen y dando a entender a los confiados ciudadanos y clientes que tenían las mismas tradiciones y creencias que ellos.

Es de comprender que, al principio, todo esto me pareció extraño e incomprensible. Me resultaba algo de lo más absurdo, además de inútil; pensaba que ningún dios podría tomarlos en serio obrando de tal manera, mudando una y otra vez en sus credos y afirmaciones. De esa forma, jamás podrían obtener salvación alguna para sus espíritus errantes, ni favor alguno que les compensara semejante gasto.

No hubieron de pasar muchos años cruzando diferentes regiones para comprender aquella conducta tan arbitraria. Como ya habrán podido adivinar los avispados lectores, tal manera de actuar tan sólo iba destinada a agasajar a los crédulos habitantes del lugar concreto en el que nos encontrásemos, propiciando de esta forma mejores ventas y, en consecuencia, mayores beneficios. Así de simple, aunque muchos se engañasen a sí mismos justificando este comportamiento con la necesidad no escrita de alinear costumbres propias con las de los anfitriones extranjeros que te ofrecen gentilmente hospedaje, en pos de una convivencia pacífica y cordial. Algo que es de sentido común, a pesar de que no todos parecen querer entenderlo. Pero como decía, en lo que respecta a creencias y cultos, nada debe desviarnos de nuestra sincera opinión, ya que nada hay que pueda interferir en ellos cuando son firmes y honestos, porque de ser así, ningún daño pueden afligir al resto de seres vivientes, aun sin ser compartidos.

Al menos es lo que pienso a día de hoy, porque tengo que confesar que, con el tiempo, también yo me dejé arrastrar tan vilmente, actuando como lo veía hacer al resto de compañeros, engañando y persuadiendo a los posibles compradores sobre mi parecer en lo referente a la fe cultivada y ejercitada, con el firme propósito de obtener su confianza y su oro. Y debo decir, sin ánimo de buscar admiración ajena, que se me llegó a dar bastante bien el artificio en esos menesteres mencionados.

Tanto fue así, que mis viejos protectores no tardaron en caer en el más remoto de los olvidos, para engrandecimiento de mi bolsa y empobrecimiento de mi alma. Y no crean que pretendo insinuar que aquellas antiguas deidades fuesen mejor o peor que aquellas otras veneradas por diferentes culturas; no es eso. Como ya he dejado ver en anteriores ocasiones, lo que realmente considero de importancia no es la creencia en particular que se profese, sino la honestidad con que se haga, y el daño o beneficio que su práctica reporte al espíritu propio y ajeno. Este es mi pensamiento mientras grabo estos caracteres, dado que me veo incapaz de afirmar cual es la verdad o el engaño que se oculta tras tanta oración y tras tal variedad de credos distintos.

Pero no adelantemos acontecimientos y prosigamos con la narración de mis devenires.

Al haberse habituado mi subconsciente a este mudar de opinión en lo referente a los todopoderosos, nada me hizo sospechar que, con mis nuevos compañeros de viaje, algo fuese a cambiar en mi proceder. Y de esta manera, ni tan siquiera llegué a cuestionarme sobre los hábitos litúrgicos que esta gente mostrasen, y que me eran desconocidos al momento de salir de aquella cueva que nos protegió de la tormenta. Tal era mi confianza en mi larga experiencia engañando al prójimo y a mí mismo en lo que respecta al sentir más profundo de nuestra mente.

En aquel momento no llegué a caer en la cuenta de que nunca había visto a estos personajes, ni a otros parecidos, ofreciendo sacrificios ni ofrendas a deidad alguna, como era lo habitual en el resto de seres humanos. Como ya he dicho anteriormente, no solía fijar mi atención en personas que no me fuesen a reportar beneficio económico, así que nunca les dediqué ni un solo instante de mi preciado tiempo. Sí es cierto que recordaba haberlos vistos durante tiempo indefinido sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, formando círculo o en solitario, sin hacer absolutamente nada en apariencia; pero esto sólo me llevó a pensar que descansaban tras una larga caminata o, a lo sumo, que era una extraña forma de dormir, sin dar más ni menos importancia que al resto de costumbres insólitas que sólo ellos exhibían.

Hasta entonces.

Durante la pesada marcha que emprendimos tras abandonar la caravana, subiendo y bajando escarpadas laderas, atravesando ríos pedregosos y bosques sombríos, también pude comprobar como, en las horas de mayor oscuridad, cuando morábamos bajo la penumbra de cualquier saliente montañoso o entre la más lúgubre de las arboledas, continuaban con tan extraño proceder, concediendo más horas a esta práctica de sentarse en quietud que al reparador sueño tendidos sobre la hojarasca, como hacía yo.

Con el mayor respeto que siempre mostré hacia pareceres diversos, no quise ser imprudente interrogándoles sobre tales hábitos tan prontamente; en los escasos momentos que disponíamos para el descanso, bastante tenía yo con dormir cuanto pudiese como para andar entrometiéndome en asuntos ajenos a mi incumbencia. También agradecía el hecho de que ellos no me obligasen a hacer nada que yo no comprendiese ni desease, lo que me dio confianza desde un primer instante, ya que la mutua tolerancia es algo que considero de vital importancia para la pacífica convivencia entre seres de distinto provenir.

Pero era de esperar que mi imperturbabilidad alcanzase tarde o temprano ese punto donde la prudencia, o la dejadez, es aventajada por la curiosidad. Tras varios días de imparable marcha, y aprovechando un alto en el camino para comer, me atreví a interrogar a uno de ellos, al que llamaban Shirtam, por el ritual descrito con anterioridad, en el que todos permanecían en el más absoluto de los silencios e imperturbables como piedras en el remanso del río; quise saber qué sentido tenía para ellos tal proceder. En aquel instante en el que mi mente era pura confusión, su respuesta no hizo más que ofuscar aún más mi precario intelecto, para mayor desolación mía:

No quieras saber lo que no se puede expresar con palabras.”

Y cuando traté de insistirle sobre mi sincero y sano propósito por obtener conocimiento, tan sólo logré sacarle otra exigua réplica:

Únicamente la práctica logrará abrir tu conciencia.”

El escaso tiempo que dedicábamos al necesario alimento no me permitió continuar con el interrogatorio, aunque ya algo me decía que tampoco podría esclarecer mucho mis dudas por ese camino, y que sólo la pura observación, una paciencia infinita y una inquebrantable perseverancia terminarían por descubrirme esos oscuros secretos que albergaban bajo los sesos rapados de estas criaturas tan curiosas.


Capítulo Doce

lunes, 8 de junio de 2009

Aquel encuentro fortuito en la humedad de las cavernas mientras arreciaba la tormenta y aquellas palabras concisas, sólo fueron la llave que abrieron en mi alma la esperanza de un mundo diferente y mejor, la consigna que hizo brotar en mi aletargada mente todo un aluvión de preguntas sin respuestas que hasta entonces ni me había planteado, al menos conscientemente. Con el tiempo transcurrido a mis espaldas, he dejado de ver aquel acontecimiento como un comienzo para empezar a entenderlo como algo que tenía que llegar, un paso más en mi arduo caminar por este mundo incomprensible. Pero sea como fuere, lo que sí es seguro es que supuso un cambio radical en el modo de vida que hasta entonces había llevado. Un cambio más de tantos, aunque uno muy importante.

Le pregunté a aquel hombre si me permitirían acompañarlos a donde quiera que fuesen. Su respuesta no podía ser otra: “¿Y por qué no?”. Fue el preciso momento en el que dejé de ser un desahogado comerciante ávido de riquezas y expectativas futuras, para convertirme en un sumiso discípulo, pobre como la ratas y sin mayores perspectivas en la vida que las de la siguiente comida. Una locura.

Como sospecharán, el despachar todas mis pertenencias no me resultó nada difícil. En un primer término lo vendí todo a buen precio, como correspondía al hábil comerciante en el que me había convertido. Debo reconocer que incluso en aquellos momentos de incertidumbre no pude evitar el seguir comportándome como el mercader sagaz y prudente que llevaba siendo durante tantos largos años, siendo incapaz de desprenderme de ninguna de mis posesiones sin antes regatear un precio justo; justo para mí, se entiende.

El resto de compañeros acudieron a mí como las moscas al altar de sacrificios en cuanto les llegó la noticia de mi retirada del oficio. No comprendían mis motivos, claro que tampoco daban mucha opción a explicarlos debidamente, sus preocupaciones se centraban básicamente en hacerse con las mejores piezas que cargaban mis mulas al precio más ventajoso para ellos. Tampoco les importaba mucho el impulso que me conducía a cometer semejante locura, a pesar de las falsas palabras con las que se dirigían hacia mí en un fugaz y vano intento por convencerme de que todo aquello no eran más que tonterías mías de las que me arrepentiría más adelante. Al mismo tiempo me quitaban de las manos, prácticamente y con rapidez felina, lo que ellos codiciaban, supongo que temerosos de que mi arrepentimiento se produjese antes de lo esperado por ellos.

Todo fue para nada. Mis esfuerzos por obtener el máximo beneficio posible fueron inútiles. “Todo ese oro conseguido será una pesada carga que tan sólo servirá para retener tu marcha, viajero”, me espetó cruelmente mi nuevo amigo, después de haber estado prudentemente observándome desde la distancia. Supongo que le resultaría divertido el ver mis trajines innecesarios con mis antiguos colegas de profesión. Ni tan siquiera permitió que me quedase con algunas de las mulas que me facilitase el camino, algo que no pude olvidar durante demasiadas jornadas de dura marcha entre las rocas afiladas y que hubieron de pasar muchos años para que comprendiese.

Por supuesto, él no llegó nunca a prohibirme nada de forma tajante, lo hacía tácitamente, sin apenas palabras, casi con miradas y gestos, pero de una forma clara y contundente: o seguía sus reglas, o volvía mis pasos por donde había venido. No había otra opción. Fue lo primero que aprendí en su compañía, pero no lo último.

Despojarme del dinero conseguido resultó aún más sencillo, como supongo imaginarán, aunque a mí me costó la misma vida deshacerme con tanta facilidad y premura de cuanto había conseguido durante años de duro trabajo y largo caminar. Aquello fue el colofón que necesitaban mis antiguos compañeros de viaje para convertirme en el blanco despiadado de sus burlas y comentarios. Siempre después de haberse hecho con su parte del botín, claro está. Comprenderán que no sentí ninguna lástima de perderlos de vista después de aquel episodio tan humillante.

Afortunadamente no hube de aguatar por mucho tiempo sus divertidas miradas inquisidoras y atrevidas, con las que apenas disimulaban sus pensamientos arrogantes, como los de aquellos que se creen poseedores de la única e incuestionable verdad sobre la que se sustentan los pilares de esta realidad en la que estamos todos inmersos. Ahora comprendo la ignorancia que los movía a actuar así, pero por entonces, cuando la suprema duda aún albergaba en mi espíritu, no dejaba de atormentarme la idea de estar conduciendo mis pasos por terrenos demasiado resbaladizos para mi débil carácter.

Fue una suerte que el cielo aclarase prontamente, permitiéndonos a todos continuar el camino, cada cual por su senda, y alejándome para siempre de la tentación rebelde de dar marcha atrás a todo lo decidido y ejecutado en los últimos días. De nuevo la fortuna volvió a aliarse en mi favor.

No tardamos mucho en alejarnos de la caravana; nuestros pasos seguían senderos demasiado sinuosos y estrechos como para ser tomados por las rudas bestias de carga que acompañaban a los mercaderes. A mis nuevos amigos parecía no importarles en absoluto las dificultades que podía acarrear el transitar por caminos poco habituales para el ser humano y apenas perceptibles para ojos ufanos, como por entonces eran los míos. También advertí, para mi desconcierto, que a ellos tampoco les incomodaba nada la extrema dureza del empedrado, a pesar de sus precarios calzados de lona, ni el atajar a través de colinas demasiado escarpadas incluso para las mulas, aunque los escuálidos cuerpos que ocultaban bajo sus ropas escarlatas pareciesen decir lo contrario. En definitiva, y para mi pesar, se limitaban a tomar las rutas más directas que le condujesen a su destino, fuese éste cual fuese, y que en un principio era todo un misterio para mí.

Durante las primeras horas de marcha, los obstáculos y contratiempos que parecían entorpecer únicamente mi camino, me impidieron observar algo que más adelante, cuando me percaté de ello, me resultó sorprendente: llevábamos casi media jornada de marcha sin parar ni para tomar agua y no se habían dirigido ni un solo comentario entre ellos, simplemente caminaban uno tras otro con la cabeza gacha y siguiendo un mismo ritmo frenético, como si de un solo ser se tratase. En mi vida había visto nada igual. Y por más que yo intentaba no romper la perfecta armonía de la formación, menos lo lograba, dado que mis pies estaban demasiado habituados al cómodo caminar de los animales que formaban la caravana por terrenos allanados y bien señalizados.

Aún no sé qué es lo que más me exasperaba en aquellos primeros días de mi nueva vida, si la fatiga y el cansancio físico que parecían afligirme tan sólo a mí, o el desesperante silencio que embargaba nuestra caminata. En todo mi largo transcurrir por este mundo, hasta entonces no había conocido un silencio parecido hallándome entre semejantes, tan absoluto, difícil de describir. Pero para que intenten hacerse una frágil idea, les diré que ni tan siquiera el contacto de sus pies por el suelo emitía el más leve murmullo.

Y de esa manera fueron pasando los días: caminando hasta la extenuación, comiendo lo preciso y descansando lo inevitable. Aún no sé como pude soportarlo.


Capítulo Once

lunes, 1 de junio de 2009

Pudiera parecer, por todo lo expuesto, que la vida errante del comerciante no sea proclive a la rutina y al aburrimiento, de hecho, fue capaz de mantenerme durante largos años con la mente despierta y libre del pesaroso tedio. Pero bien conocida es la tendencia de la raza humana a adquirir hábitos estables y monótonos, convirtiendo la existencia en un simple transcurrir del inefable tiempo, viendo crecer y encoger lunas, florecer y marchitar semillas y, en definitiva, acomodándose al paso sereno, pero tenaz, de las estaciones.

También yo, como simple ejemplar de mi especie, al cabo de los años, llegué a caer en semejante suerte, viendo correr los días uno tras otro sin más inquietud en el alma que la de hallar nuevas formas de engañar al ingenuo comprador, con el honroso fin de obtener más ventajas por las transacciones entre ambos, haciéndole creer que siempre es él el beneficiado en el intercambio.

Pero, al parecer, el germen de la audacia y el espíritu intrépido que albergó en mi corazón durante mi juventud, aún permanecía latente y a la espera de nuevas oportunidades donde dejarse sentir. La ocasión que le indujo a emerger de su paciente letargo llegó en uno de los innumerables viajes de la caravana a través de los escarpados montes que dividían países y culturas.

Las nieves de la estación invernal estaban castigando nuestro paso por los elevados riscos algo más de lo habitual, obligándonos a detener la marcha una y otra vez. En una de estas paradas obligadas, quiso la fortuna, o el indeciso destino, que se cruzase en nuestro paso un pequeño grupo de extraños monjes peregrinos y decidiesen pernoctar en nuestra compañía.

No era la primera vez que veía gente de semejante índole; solíamos tener frecuentes encuentros con personas de este tipo, tanto por los diferentes caminos que transitábamos, como en las distintas ciudades y pueblos por los que comerciábamos. Pero siempre se trataban de encuentros fugaces, no era gente que le gustase alternar con mercaderes, solían vivir de manera precaria y no eran amantes de alardes ni extravagancias, como lo son el común de los mortales. Así que tampoco nosotros les prestábamos la menor atención; simplemente nos parecían criaturas extravagantes, e incluso grotescas, dado el comportamiento tan inaudito que solían mostrar, viviendo con lo justo y necesario para mantener erguido el cuerpo dispuesto para la marcha, humillándose constantemente ante sus iguales o mostrando una incomprensible compasión por los desconocidos que sufrían aún una mayor pesadumbre.

Por aquel entonces, mi ánimo ya se encontraba presto al cambio. Como hice ver anteriormente, el tedio había hecho mella en mi espíritu de tal manera, que incluso mis carnes comenzaban ya a abultarse por rincones de mi cuerpo que hasta ese momento me eran desconocidos. Habían sido varias las veces en las que me sorprendí imaginando escenas del más que posible futuro que me aguardaba de seguir aquella vida nómada y entregada por completo a la obtención de riquezas. Algo nada difícil, ya que muchos de mis acompañantes eran personas bien entradas en años y con muchos caminos polvorientos en sus sandalias; gentes que habían visto morir a muchos de sus camellos de puro cansancio y capaces de vender al mejor postor la más hermosa de sus hijas a cambio de un puñado de oro sangriento. Sinceramente, no me apetecía en absoluto acabar mis días envuelto en paños de fina seda y rodeado de esclavos sumisos y deseosos de ver mi final.

Reconozco que el lujo y la holganza que mi modesta fortuna podría haberme aportado, me tentó en ocasiones a instalarme en alguna de las muchas ciudades por las que comercié. Por supuesto tendría que ser una donde la paz y la concordia entre vecinos imperase sobre todas las cosas; ¿de qué podría servir la comodidad de un hogar confortable sin disponer de un mínimo de seguridad? Pero he ahí donde radicaba el problema precisamente. Mi hasta entonces largo transcurrir por el basto mundo me había mostrado en demasiadas ocasiones que ese lugar deseado por mis pretenciosos anhelos, simplemente no existía. Una certeza que el tiempo aún no me ha hecho mudar, por cierto. Todos aquellos lugares por los que cruzaba con mis posesiones, me presentaban siempre la misma escena de pesadumbre: familias enteras viviendo en la más formidable de las opulencias coexistiendo con otras muchas que apenas disponían de un mendrugo de pan que llevarse a la boca. No era necesario llegar a ser ningún sabio erudito para caer en la cuenta de que aquella situación tenía la misma fragilidad que un solitario junco azotado por el terrible viento del este. De hecho, en más de una ocasión me vi obligado a recordar mis antiguas artes de soldado para poder salir airoso de algún violento trance provocado por la irrevocable necesidad de sobrevivir que tenemos todos los seres vivos, incluidos aquellos que, por su mala fortuna o ineptitud, se encuentran hundidos en la más pesarosa de las miserias. Y por si fuera poco el peligro constante que suponía para un rico comerciante jubilado el vivir rodeado de pobreza y gente mendigante, también había que contar con todos aquellos que acostumbraban a buscarse el sustento a costa del trabajo ajeno o, mejor dicho, aquella gente cuyo trabajo consistía en burlar las sagradas leyes del justo comercio, que no eran otras que las que invariablemente aseguraban al mercader su beneficio en cualquier circunstancia, para su provecho propio. Algo intolerable.

En fin, creo que he dejado bien claro al sufrido lector de estas mis memorias, las diversas razones que me condujeron a actuar como a continuación paso a relatar.

Aquellos monjes llegados de tierras extrañas y con destino incierto, tuvieron a bien acomodarse entre nosotros en el interior de las húmedas cavernas que nos servían de refugio provisional. Arreciaba un temporal de frío y nieve que hubiese tumbado a la más terca de las mulas que nos acompañaban, así que la espera se antojaba larga, aunque no pesarosa; a todos nos venía bien un merecido descanso, sobretodo a las bestias de carga, y ya habíamos dejado atrás suficientes situaciones similares como para afligirnos por una más, que no prometía ser mucho más grave que cualquier otra pasada. E incluso me atrevería a decir que para muchos, estas eventualidades, suponían motivo sobrado de euforia, ya que eran bien aprovechadas, no sólo para el justo descanso, sino además para entablar amenos debates alrededor de la lumbre, contar antiguas historias siempre novedosas para los más jóvenes, cambiar de manos algunas monedas por medio de ancestrales juegos de azar o, simplemente, para reflexionar profusamente acerca de lo humano y lo divino, aprovechando la soledad de algún rincón oscuro, como era mi caso en aquellos momentos.

Creo haber relatado ya con suficiente detalle el estado de ánimo en el que se encontraba mi conciencia como para que el lector pueda comprender qué tipo de fuerza invisible e inexplicable hizo que mis pasos condujesen a mi cuerpo obnubilado hacia donde se encontraba descansando el grupo de monjes mencionados. Así, sin percatarme de ello, con la mente inundada por pesarosos pensamientos desafortunados, vine a recostar mis carnes plomizas a escasos metros del lugar donde uno de aquellos extraños personajes se encontraba, y desde donde me observaba con su penetrante mirada.

Las primeras palabras que salieron por su boca dirigidas hacia mí, sonaron como el aliento de un tierno bebé sumido en un sueño profundo, apenas imperceptibles, pero aún así, se clavaron en mi mente cual daga en el gaznate de la bestia destinada al sacrificio, quedando impresas hasta el día de hoy en la parte más lúcida de mi avejentado cerebro. “Que el espejismo de tus días venideros no enturbien la única realidad que existe, viajero”, fueron sus enigmáticas palabras. No sabría decir con exactitud si fueron estas extrañas palabras, el tono de voz con el que fueron pronunciadas o la serena mirada y la quietud de su sonrisa lo que me hicieron abandonar mi estado de ausencia para concentrar mi atención plena en aquel personaje; lentamente volví la cabeza hacia él y decidí ceder a su encanto.

La pregunta era evidente: “¿Y cuál es esa realidad única existente?”.

Se la formulé casi sin pensarlo, hipnotizado por su presencia, conmovido por la calidez que emanaba, prácticamente sin ser consciente de lo que hacía. La sencillez de su respuesta podría parecer una banalidad, algo incoherente, incluso, pensará el avispado lector: “el momento”, fue su lacónica contestación. Pero esta dos breves palabras supusieron para mí el comienzo de una nueva y deslumbrante vida por este mundo inconmensurable. Al menos eso pudiera parecer, a la vista de los acontecimientos que desembocaron a partir de aquel mágico instante, pero a mí me gusta pensar que todos y cada uno de mis días pasados me condujeron sin remedio justo a ese momento, el cual, a su vez, me trajo derecho al cómodo sillón desde donde hoy día escribo estas líneas con el fin de perpetuar en una memoria efímera las experiencias, pensamientos, reflexiones, sinsabores, inquietudes y amarguras de un humilde ser humano que pasó por este mundo sin más pretensiones que las de vivir dignamente y morir de la misma manera.


Se acordaron de mí: