Capítulo Dos

lunes, 30 de marzo de 2009


El día se presentaba luminoso. El tímido sol naciente que asomaba por la huidiza línea del horizonte, apenas hacía presagiar el baño de sangre que en breves instantes cubriría el valle seleccionado por los sacerdotes, de acuerdo con las deidades guerreras, para la masacre. A los primerizos nos colocaron en mitad del destacamento, tras los jinetes y los soldados de infantería más aguerridos, armados con espadas, hachas y machetes, y protegidos por una exigua armadura que tan sólo nos cubría parte del desnudo pecho, el yelmo característico de nuestro ejército y un escudo que todos coincidíamos que resultaba demasiado pequeño, y que pronto muchos pudieron comprobar lo acertado de la apreciación.
Una vez vencidos los primero embates de los arqueros enemigos con los escudos en alto, el temible encuentro no se hizo esperar. La barrera protectora de los veteranos a caballo apenas sirvió para retrasar unos pocos segundos nuestra entrada en acción. El griterío era ensordecedor. En esos breves instantes de desconcierto, y antes de enfrentarnos a nuestro primer rival, ya habíamos visto más sangre derramada que en todo nuestro pasado, ya muerto y olvidado.
Todas las pautas arduamente aprendidas durante tantos años para despreciar el miedo pasaron a la historia en cuanto vi caer justo a mi lado a uno de mis más apreciados compañeros de fatiga con la cabeza destrozada de un hachazo y las tripas desparramadas por el suelo, fruto de una certera estocada que le produjo un soldado bárbaro que entonces me pareció un gigante inmortal. Yo me esforzaba inútilmente por recordar todo lo que mis maestros habían tratado de enseñarme en mis años de instrucción, pero el penetrante hedor de la sangre caliente, el fragoso estruendo de miles de hierros entrechocando, los insoportables alaridos de los mutilados y la agonía de los moribundos a mi alrededor, me impedían siquiera concentrarme lo más mínimo en la espada de mi contrincante, tal y como tantas veces me habían repetido que hiciera. Creo que fue entonces cuando comprendí la importancia y el valor de la providencia en nuestro devenir por el mundo, algo que ningún maestro se había dignado a enseñarnos durante nuestro apresurado aprendizaje.
Por algún motivo incomprensible, la diosa Fortuna quiso que yo sobreviviese a aquel trance, haciendo que mi primer glorioso combate tan sólo durase para mí apenas unos terroríficos instantes de total confusión, justo hasta el momento en el que me cayó encima el cadáver de un enorme y pesado soldado enemigo que me dejó completamente fuera de combate durante toda la contienda.
Intuí que con un poco de esfuerzo podría librarme de tan indigna prisión que me impedía cumplir con mi bravo deber de soldado, pero, justamente en aquel inquietante momento, aprendí lo que el temido e inevitable miedo era capaz de hacer con una persona. Mi cuerpo quedó paralizado, incapaz de mover un solo músculo, mi aturdida mente se negaba a enviar ninguna orden racional o alentadora que me ayudase a afrontar la humillante postura en la que el destino me había colocado; simplemente me quedé inmóvil, observando aterrado, con el corazón palpitando ferozmente y sin poder controlar los temblores que invadían la totalidad de mi minúsculo e inexperto cuerpo infantil.
El robusto miliciano que yacía sobre mi famélico cuerpecito y me servía de parapeto, no me impidió contemplar con horror y desolación el desenlace de la feroz refriega que se estaba produciendo sobre mi atormentada cabeza de crío. Por ningún lado podía ver el honor, la gloria o la dignidad de la que tanto nos habían hablado en lo que allí estaba aconteciendo. Lo que sí podía ver, con espantosa claridad, era mucho miedo, dolor e ira desenfrenada en los ojos de unos hombres que actuaban por puro impulso de supervivencia; la causa por la cual se encontraban allí, en medio de aquel infierno, el motivo que les había conducido a enfrentarse tan encarnizadamente con otros semejantes, carecía de ninguna importancia en aquellos momentos. La única preocupación real en aquel anárquico instante consistía en seguir viviendo, y si para ello era necesario matar, así se haría. La rabia y el odio eran los sentimientos que movían a aquellos asustados hombres, más que el anhelo de perpetuar sus nombres en la memoria venidera o aparecer en futuros cánticos y heroicos poemas épicos. Ante mis ojos caían por igual hombres valientes o cobardes, fuertes o desnutridos, hábiles con la espada o torpes y lerdos con cualquier arma.
Bastaron sólo estos pocos instantes de mi existencia bajo aquel pesado cuerpo inerte para comprender con una lucidez turbadora la realidad de la guerra y de la vida que me esperaba en adelante, así como el escaso valor que ésta poseía en el transcurrir de los acontecimientos por el mundo, que en semejante situación se me antojó comparable con la de cualquier cordero en espera de ser sacrificado sobre el altar de los dioses.
Cuando todo terminó me enteré de que habíamos ganado aquella batalla, e incluso me felicitaron por mi valiente comportamiento y mi fortaleza ante el fiero enemigo; supongo que para ello contribuyó la abundante sangre maloliente que cubría mi cuerpo desde los pies a la cabeza, aunque ni una sola gota hubiese brotado de mi interior. Pensé que la diferencia entre ganar o perder consistía en que algunos aún estábamos vivos para poder celebrarlo y poco más.
Al encontrarme de nuevo tras la seguridad de las murallas de nuestra ciudad, y después del clamoroso recibimiento por parte de la multitud, en la que pude echar de menos la presencia de muchas madres que lloraban a escondidas la pérdida de sus vástagos, nuestro omnipotente rey, escoltado por su infatigable corte de allegados, los cuales habían presenciado todo el combate desde la protectora distancia, procedió a cantar las alabanzas de su soberbio ejército, prometiéndonos toda suerte de bendiciones tanto terrenales como celestiales e invitándonos generosamente a festejar la memorable victoria. Él sabía que la embriagadora música y el exceso de alcohol pronto nos harían olvidar a los amigos desaparecidos para siempre en el campo de batalla, a los que se les dio, al término de la contienda y antes de ser incinerados en la pira funeraria, con la premura que precede al olvido, un fugaz homenaje donde se exaltó la valentía y la bravura con la que habían combatido, como si los demás no hubiéramos estado allí para verlo, y nos recordaron a los que aún vivíamos la inmortalidad que les esperaba en el Más Allá, junto a los amados dioses por los que habían dado la vida, y que sin duda sabrían recompensar gratamente tan desprendido comportamiento.
De nuevo la sabiduría del liderazgo se hizo patente y, efectivamente, el vino a raudales y los placeres terrenales en exceso, consiguieron fácilmente su adormecedor propósito. A la mañana siguiente, los más horribles recuerdos de muerte y desesperanza huyeron de mi memoria, aunque sólo temporalmente, al tiempo que lo hizo también todo el contenido de mi estómago en la primera de las arcadas provocadas por el alcohol nocturno que inteligentemente todos nos vimos obligados a ingerir con premeditación y alevosía.


Capítulo Uno

lunes, 23 de marzo de 2009



Aún recuerdo, con una nitidez aterradora, mi primer combate real, la batalla que puso fin a la ingenuidad de mi infancia e inició el rápido proceso de conversión hacia la brutal e irracional alimaña asesina en la que llegó a transformarme el tiempo, batalla tras batalla, golpe tras golpe. En aquella ocasión fueron los bárbaros del norte los elegidos para medir las fuerzas de nuestro poderoso ejército. Pero quienes fueran es lo de menos, lo realmente importante era que por fin había llegado el momento de poner a prueba el largo y penoso entrenamiento al que había sido sometido prácticamente desde el mismo día de mi nacimiento.
Con la edad en la que la gran mayoría de las criaturas aún temen a su propia sombra, intentaron convencerme, y lo consiguieron, de que había sido tocado por el sagrado dedo de los dioses, los cuales habían decidido para mí, así como para tantos otros, un glorioso destino como guerrero. Con lo que pasé a engrosar prontamente el privilegiado y envidiado grupo de los infantes destinados al campo de adiestramiento militar del Estado. Por entonces, mis ojos tan sólo habían visto pasar cuatro entrañables primaveras.
Ahora ya sé que, más que del impenetrable designio de los dioses, mi destino fue producto de la meritoria labor de mi padre durante largos años como sumiso miembro del ejército regular a las órdenes de nuestro excelentísimo y todopoderoso rey Melquiser, como casi todos los hombres nacidos bajo el estandarte del Reino. Las misteriosas deidades tenían problemas más importantes y urgentes en los que ocupar su infinito tiempo que el devenir de una pobre criatura nacida en la más humilde y oscura tienda levantada en el más lejano y olvidado páramo de la menor de las regiones que componían nuestro basto Imperio.
Había sido entrenado para soportar los más terribles dolores, para aniquilar sin compasión a todo enemigo que se cruzase en mi camino, me habían adiestrado en el arte de la guerra y en el manejo de las diversas armas con las que contaba nuestro magnífico regimiento, como la espada corta, el machete, la jabalina o la doble maza; también me habían mostrado la manera de alejar el miedo de mi espíritu, de modo que no presentase el menor temor a la hora de lanzarme sin reservas contra el más valeroso de los contendientes. Había sido hábilmente instruido para la defensa y el engrandecimiento de la notable patria que me alimentaba y me daba cobijo, e incluso había sido educado para arrojarme a los brazos de la insondable muerte en nombre de nuestro amado rey en caso de que así fuese dispuesto por los arcanos deseos de los dioses. Tanto mi cuerpo como mi mente se encontraban plenamente preparados para enfrentarse al más temible de los ejércitos enemigos que se terciasen.
Al menos en teoría.
La práctica fue bien diferente a cuanto podíamos haber imaginado todos los que, al igual que yo, nos disponíamos a acometer nuestra entrada por la puerta de servicio en la áspera realidad de la vida.
También nos habían hablado extensamente del honor del guerrero; los soldados más valientes y veteranos, nuestros héroes por aquel entonces, nos hablaban con admiración y devoción sobre el recóndito arte de la guerra, sobre el sagrado privilegio de afrontar el paso al Más Allá luchando por nuestro venerado y divino rey; nos repetían hasta la saciedad que no existía mayor honra para un hombre que su nombre fuese recordado hasta el infinito gracias a su valor en el campo de batalla y que los poetas compusiesen odas y cantos sobre sus victorias que embelesasen el fino oído de las damas que frecuentaban los templos y palacios reales. Nos habían hecho creer que éramos invencibles guerreros luchando por la más justa y digna de todas las causas, en vez de pobres y desdichados soldados arriesgando sus míseras vidas por intereses insospechados para cualquiera de nosotros.
Con esa sarta de sandeces en la cabeza, corríamos todos al encuentro del enemigo con la única consigna de matar o de morir, para toparnos en cuestión de segundos con la más cruel y veraz de todas las realidades inimaginables. Los más jóvenes contábamos con diez años a nuestras espaldas y la ilusión, aún virgen, de quienes creen pertenecer a algo realmente grande e importante.




Prólogo

viernes, 13 de marzo de 2009


Reconozco que no soy nadie como para pretender que mis palabras desafíen al tiempo más allá de lo establecido por la ley natural. Tampoco son mis intenciones establecer nuevas consignas, ni mostrar nada que no haya sido dicho ya bajo el sol. Bien es sabido que existen textos escritos, algunos de ellos llamados “sagrados”, que lograron despertar algunas mentes más lúcidas en momentos determinados, pero para mi pesar, aún no conozco ninguna letra impresa que haya logrado agrandar en algo el corazón de toda la humanidad, haciendo mudar a esta raza llena de contradicciones a la que pertenezco de ese estado de ceguera permanente en el que parece haberse quedado estancada.
Así que culpen al siempre desafiante ego de este pobre anciano, de querer traspasar los límites impuestos por los divinos creadores para dejar huella sobre esta tierra maltratada. Porque supongo que sólo es esta manía del ser humano de transgredir las leyes divinas, la que me ha llevado, pasando por encima de la razón, a dejar sobre el pergamino todo aquello que en mi ajada memoria se agolpa, condenándome en mi postrera vida a soportar el peso del implacable tiempo.
Quizás mi intención no sea otra más que la de librarme de tan molesta carga, aunque algo me dice que poco podré lograr acongojando a otros de mis pesares e infortunios. Juzguen ustedes mismo, sufridos lectores, si el fruto de mis desvelos en estos últimos años que me ven morir, ha merecido la pena o, por el contrario, tan sólo ha supuesto otra pérdida de tiempo más, de tantas otras que se sumarán a las ya almacenadas sobre mis doloridos huesos. Si de algo me ha servido mi incansable curiosidad en tantos años vividos, ha sido para comprender la desconfianza que debería producirnos cualquier palabra escrita por un desconocido. Nada que ver con la transparente sinceridad que se desprende de la actitud incuestionable del hombre de bien, aquel que en todo momento dio muestra patente de su sabiduría a través de sus actos, y que siempre podremos ver y escuchar sin que ninguna sombra de duda nos nuble la razón.
Sea como fuere, cuando sus ojos se posen sobre estas letras que aquí les ofrezco, no dejen nunca de olvidar que mi persona ya sólo será un puñado de polvo y ceniza volando al viento del oeste, y que mi caprichosa memoria, como la de cualquier humano, nunca ha dejado de mezclar los recuerdos de su vida con los sueños del pasado, ilusiones del presente y espejismos de un futuro esperado y que nunca aconteció. Así que tengan compasión y apiádense de este desdichado viejo que un día soñó con la libertad, albergando en su corazón la única esperanza de morir en paz.


Se acordaron de mí: