Capítulo Seis

lunes, 27 de abril de 2009


Pero estas tribulaciones no pudieron atormentar durante largo tiempo mi cansado espíritu, ya que sólo me vi obligado a pasar tres jornada sin compañía. A la mañana del cuarto día como prófugo solitario, algo más relajado por la distancia recorrida y mientras me disponía a intentar capturar alguno de los escurridizos peces que poblaban el río para aplacar el hambre, mi aguzado oído me puso en guardia de nuevo.

El trotar lento de un caballo a través de la maleza era un sonido inconfundible. Oculto y con el acero afilado aferrado fuertemente a mi mano, pude ver como se acercaba serenamente el animal en busca, sin duda, de un trago de agua fresca; su respiración agitada y el pesar que le embargaba, me hicieron sospechar que había cabalgado durante largas horas de manera precipitada. En un principio, al verle asomar la cabeza del color del barro mojado por la crecida hierba, me alivié, bajando la guardia al pensar que nadie lo montaba, pero cuando lo tuve a tan sólo unos pasos, mi corazón volvió a acelerarse torpemente. Un error así podría costarme la vida.

Sobre su grupa llevaba un jinete, sólo que éste no iba erguido, como era la costumbre, sino que se encontraba echado pesadamente sobre la crin del animal y con los brazos rodeando su formidable cuello. Parecía no existir amenaza alguna, aunque permanecí oculto y en alerta hasta estar completamente seguro de que se trataba de un jinete solitario. Cuando lo tuve por entero a la vista, me sorprendió gratamente el hecho de que el caballo llevase el faldón propio de la caballería de nuestra insigne nación y el jinete vistiese ropajes bien conocidos por mí. La persona que se encontraba desvanecida sobre el cobrizo animal, no podía ser cualquier conciudadano, supe que se trataba de algún personaje honorable, porque su rica vestimenta correspondía a la usada por los ilustres habitantes del palacio real. La fortuna parecía que me volvía a sonreír, o al menos eso creía yo.

Siempre con extrema cautela, me hice con el real cuerpo dejándolo reposar en la hierba húmeda mientras su montura calmaba la sed visiblemente aliviada. Y fue entonces cuando le reconocí. Se trataba, ni más ni menos, que del príncipe Jartum, el primogénito del rey, el sucesor de la corona de tres puntas. No daba crédito a lo que veía, hasta hacía sólo unos días, para mí, aquel hombre que yacía moribundo a mis pies, había sido casi como un dios, alguien inalcanzable. Nunca antes había estado tan cerca de un personaje tan célebre y notorio; recuerdo que incluso me sentí torpe e indigno de su presencia, habituado como estaba a contemplarlo gallardamente en la distancia, ataviado con ricas ropas de fino lino tejida con hilos de oro y siempre rodeado por los más fieros y aguerridos soldados que componían su guardia personal.

Pero eso fue antes de caer en la cuenta de que ya no tenía reino que gobernar ni súbditos a los que fustigar... exceptuándome a mí, claro. Como el fiel servidor que había sido siempre, me precipité al agua para darle de beber de mis propias manos, con la humilde intención de reanimarle. Al segundo sorbo reaccionó. Tosiendo convulsamente, entreabrió los ojos y pude comprobar que aún estaba más asustado que yo. Sin apenas verme, se incorporó de rodillas aceleradamente, profiriendo alaridos incomprensibles para mí y protegiéndose la cara con los brazos como un niño acobardado por el aullido de las alimañas nocturnas. Tan sólo pareció tranquilizarse al verme ante él, humillado y con la frente tocando el suelo en posición de sumisión, como mandaban nuestras leyes; ni siquiera me atreví a pronunciar una palabra que pudiera incomodarlo, por temor a ofender su sagrada persona. No podía olvidar que injuriar o profanar a un personaje de la realeza era castigado con la muerte. Aún era pronto para que comprendiese que ya no existían verdugos que me ajusticiasen ni absurdas leyes que me esclavizasen.

Creo recordar que, después de unos instantes eternos de vacilación e intentando inútilmente recuperar la compostura, llegó a preguntarme por mi identidad y por el lugar en el que se encontraba. Le contesté lo mejor que supe, dirigiéndome siempre con respeto y clara sumisión, aunque era la primera vez que trataba directamente con todo un príncipe heredero. Por supuesto fui incapaz de preguntarle qué le había ocurrido y cómo había logrado huir del asedio, a pesar de que me moría de ganas por saberlo; sentía curiosidad por conocer los detalles del ataque final y si existía la posibilidad de que hubiesen más supervivientes como nosotros. Más adelante me contó lo sucedido, como, vaticinando el trágico final que estaba por venir, escapó con su caballo hacia el bosque mientras el escuadrón que comandaba se enfrentaba valientemente a las hordas salvajes que terminarían arrasando la ciudad. Él lo adornó con algunos toques personales de arrojo que no le hacían quedar como un miserable cobarde pero, después de haberlo conocido tan íntimamente, creo que se ajusta más a la verdad el decir que simplemente huyó aterrado sin derramar una sola gota de sangre ante la inminente derrota.

Pero eso no lo pude averiguar hasta muchos días después. Los primeros días en compañía del aprendiz de monarca resultaron bastante extraños. Yo continuaba comportándome como un sumiso súbdito de la corona desaparecida, mientras él se mostraba un tanto receloso y meditabundo; por entonces, yo no podía entender que su pérdida había sido mucho más importante que la mía, y que el cambio que había experimentado su vida en nada podía compararse con el sufrido por mí, que, a la larga, me consta que supuso una liberación más que un sufrimiento. Las grandes pérdidas tan sólo se producen cuando existen grandes bienes que perder, lo cual no era mi caso. Sin embargo, para él, aquel aciago día supuso el fin de un glorioso destino como rey todopoderoso, que nunca llegaría a ser, convirtiéndolo en el ser más patético y menos apto para la supervivencia que yo jamás habría conocido.

Como iba diciendo, durante los primeros días tras nuestro encuentro, los papeles de ambos apenas sufrieron cambio alguno con respecto a nuestra condición anterior. Es decir, yo me encargaba de todo: le proporcionaba el alimento, el cobijo y la seguridad; igual que antes, sólo que ahora lo hacía en solitario y en exclusiva. Para mi desgracia, lo único que conseguí fue que cogiese confianza, empezando a mostrarse como lo que era, un cobarde engreído que sólo sabía dar órdenes y exigir de los demás todo aquello de lo que él era incapaz. Al ser yo su único sirviente, terminé convirtiéndome en el felpudo sobre el que descargaba a diario toda su ira y el dolor por el futuro perdido, y al que no se resignaba a dejar huir.

Nunca olvidaré lo costoso que me resultó el convencerle de que su caballo nos resultaría bastante más útil en esos momentos de necesidad como alimento que como montura, dado que el terreno por el que nos movíamos no era demasiado apto para cabalgar. Traté de explicarle lo mejor que supe que, en nuestra situación, aquel animal sería más bien un estorbo que podría delatarnos fácilmente, antes que servirnos de ayuda para la huida; pero él se empecinaba con argumentos pueriles tales como que era un animal de sangre pura perteneciente a un largo linaje de caballos reales y que se habían criado prácticamente juntos, llegando a conocerse casi como hermanos. Dos días a base de pescado maloliente y con el previo trabajo de tenerlos que capturar sin herramientas adecuadas, bastaron para hacerlo mudar de opinión. Gracias a mi extensa experiencia sacrificando animales para el consumo, su casi hermano equino nos alimentó durante varios días con su dura, aunque sabrosa, carne.

Pero era de esperar que esta situación tan penosa para mí sólo fuese temporal. Afortunadamente mis años sobre este mundo ya me habían conferido el suficiente entendimiento como para ir despertando poco a poco a la realidad de los hechos, algo con lo que él parecía no haber sido beneficiado... O quizás sí, teniendo en cuenta que hasta entonces el privilegiado había sido él en todo momento, lo cual me hacía sospechar que no era tan lerdo como parecía. El caso es que no tardó en llegar el inevitable momento que me hizo poner las cosas en su sitio.

No alcanzo a recordar exactamente el preciso acontecimiento que hizo saltar la chispa que terminó con mi paciencia; supongo que sería un cúmulo de ellos. Lo que aún no ha conseguido borrarse de mi anciana memoria es el momento justo en el que acabé con su supremacía, haciéndole caer de repente y sin previo aviso en el más bajo estado al que podía descender una persona de su alcurnia. Lo alcé por el dorado peto que le cubría el pecho y, mientras me gritaba palabras inconexas, lo lancé con toda mi furia al sucio lodo en el que se había convertido el remanso del río que nos servía de refugio. Nunca olvidaré su mirada tras incorporarse de la humillante posición en la que le dejé, cubierto de maloliente fango desde los pies hasta la cabeza. En un primer instante sus ojos irradiaron odio y sed de venganza, pero en cuanto comprobó que mi erguida posición ante él no se rebajaba lo más mínimo, sus párpados se relajaron pidiendo clemencia y compasión. Es increíble la rapidez con la que se adapta a una nueva situación un ser débil y dependiente en cuanto ve peligrar su vida.

De inmediato su estrategia cambió; dejó de gritarme despectivamente para comenzar a tratarme como a un igual. Yo sabía que ese cambio de carácter sólo se debía a un innato instinto de supervivencia, pero eso era algo que me traía sin cuidado. Las cosas habían cambiado para mejor. Para mejor para mí, claro, y había sido sólo mi voluntad y mi entereza las que habían hecho posible tal cambio. Aquel día aprendí dónde radica el verdadero poder de una persona, y que una buena cuna no es suficiente para conferir a un hombre gloria y admiración para las generaciones venideras.

A partir de entonces fue todo mucho más llevadero. Me mostré benévolo con él aún no sé porqué; supongo que porque es mi condición, o quizás porque inconscientemente sabía que la soledad no era la mejor de las situaciones y preferí la compañía de aquel individuo torpe y asustadizo.

No me arrepentí de tal elección. Con el tiempo pude comprobar como la habilidad en la caza y la destreza manual no son las únicas virtudes apreciables en un hombre. Mi destronado príncipe pronto me enseñó que una buena conversación a la luz de la lumbre y el calor humano cercano son tan útiles en el destierro como un afilado acero lo es en la batalla. En cuanto se adaptó a su nueva situación, y en vista de mi buen talante para con él, se convirtió en un compañero agradable y en un charlatán desmedido. La naturaleza humana es enteramente impredecible en situaciones extremas.

Mientras yo trataba, con escaso éxito, de mostrarle las artes más efectivas de caza y pesca, él se empecinaba en ponerme al corriente de cuantos sucesos extraños y curiosos habían tenido lugar en el palacio real cuando aún permanecía en pie. Así fue como llegué a enterarme de cuántas falsedades son capaces de utilizar los poderosos de una nación para permanecer en tan elevada y privilegiada posición a costa de sus ingenuos súbditos. Tampoco tuvo ningún recato en contarme los entresijos amorosos entre concubinas, esclavas, príncipes y princesas que convertían al palacio imperial en el más caro y lujoso burdel de todo el reino.

Pero lo que más llegó a sorprenderme de todos sus relatos fue la participación de los más altos sacerdotes al servicio de los dioses en las tramas y correrías palaciegas en favor de los intereses particulares de nuestros líderes. Aquella revelación supuso un duro golpe para mi conciencia. Tantos sacrificios y ofrendas a las sagradas divinidades, tanta sangre derramada en los altares, tanto temor a los nefastos designios... ¿cómo podía ser todo un engaño? Era algo que me negaba a comprender. Llegué a la conclusión por conveniencia de que al final habíamos recibido nuestro justo castigo en manos de los todopoderosos dioses, aunque sin comprender muy bien por qué éstos habían de castigar también a aquellas personas justas y temerosas de sus poderes. También el tiempo me ha hecho mudar esta opinión; ahora no estoy tan seguro de que los dioses se entretengan forjando el devenir de la insignificante raza de los humanos, eso es algo de lo que nos encargamos nosotros mismos, sin ayuda de ningún poder divino. Claro que esto es sólo lo que pienso hoy, para mañana podrían ser las cosas muy distintas.



Capítulo Cinco

lunes, 20 de abril de 2009



Aletargado, en ese estado de semiinconsciencia, permanecí durante interminables horas, hasta que el frío me caló en los huesos obligándome a reaccionar. Lentamente, y cobijado aún por las horas desprovistas de sombra que la noche nos otorga, fui arrastrándome como una culebra asustada hacia parajes más cerrados y cubiertos de profunda vegetación. Me incorporé con toda la precaución que un cuerpo tembloroso y dolorido puede proporcionar, avistando los cuatro puntos cardinales en busca de movimientos sospechosos y con el corazón palpitante por la incertidumbre de los acontecimientos que estaban por venir.

El ser humano es un animal curioso; nos quejamos continuamente por las prohibiciones y el hostigamiento a que nos someten sin piedad nuestros líderes, compartimos con gran pesar nuestros escasos bienes con los dioses que nos protegen, proclamamos nuestras ansias de libertad a los cuatro vientos, pero cuando ésta nos abre sus puertas, nos sentimos solos y abandonados, perdidos en una inmensidad incomprensible, desamparados y con la mente desbordada de temores y sospechas inexplicables. Hasta hacía muy poco tiempo, yo era un soldado fuerte y valeroso, temido por todos, ni aun rodeado por los más bravos contendientes me temblaban las piernas ni se me afligía el ánimo, me sentía poderoso y dueño de mis actos y de mi conciencia... Y sin embargo, en ese momento de orfandad, sin ningún bruñido hierro amenazando mi cuello y libre del látigo que en tantas ocasiones me había horadado la espalda, me sentía la persona más desdichada y necesitada que poblaba esta tierra inmisericorde. En aquel momento comprendí otra gran verdad: en el fondo, todos los seres necesitamos un orden establecido, algo o alguien que guíe nuestros pasos por caminos ya empedrados, aunque no sea el mejor ni el más seguro de los caminos.

No sólo me conmovía por la pérdida de mi hogar y de mis compañeros y conciudadanos, también, y para mí era lo peor de todo en aquellos momentos, me sentía olvidado por las divinidades que otrora velaran por mi seguridad. ¿Cómo en semejante situación de precariedad podía ofrecerles los sacrificios y ofrendas que requerían de mí para que continuasen protegiéndome? Mi desgracia había alcanzado límites extremos, no se podía caer más bajo, a una muerte lenta y agónica le seguiría un eterno vagar por el cavernoso Abismo, donde los más crueles demonios de las profundidades atormentarían mi alma hasta el final de todos los tiempos, ya que nadie sepultaría mi ajado cuerpo rodeado de enseres y alimentos para el viaje infinito, como mandaban las leyes, y mi carne terminaría sirviendo para engordar a sucias alimañas carroñeras.

Con la cabeza confundida por semejantes reflexiones, corrí cuanto pude ciego de espanto y de dolor, alejándome más y más de todo lo conocido y adentrándome con torpe impaciencia en la oscuridad de lo inexplorado. Corrí sin parar hasta que la luz ambarina del astro soberano empezó a filtrarse con timidez por los cañaverales que me amparaban. La temporada de lluvias parecía haber remitido para siempre; era evidente que los dioses daban paso a una nueva edad, donde los registros de la que fue mi nación habían quedado archivados para las memorias venideras. Estaba por comprobar si también mi huella sería un apunte del pasado o aún se me permitiría perforar nuevos trazos en el barro en el que se inscribiese esta nueva época que ahora empezaba a asomar.

La luz del día suponía una nueva amenaza para mi seguridad y para la libertad recién adquirida. Sabía que me encontraba lejos de la ruta hacia el este que seguirían de vuelta a casa los hombres de ojos rasgados que habían aniquilado a mi pueblo. También conocía la imposibilidad de volver a mi antigua ciudad; allí el botín era numeroso, así que buena parte de los vencedores se quedarían por un tiempo incalculable, hasta dejar reducido a polvo y cenizas todo el país que en días pasados les humilló y esclavizó sin ninguna piedad.

Mi temor a ser apresado era aún mayor que el de la muerte desprovista de gloria; los bárbaros que nos habían doblegado tenían fama de ser extremadamente crueles con sus esclavos y rehenes. Sentía lástima por la suerte de las mujeres y niños que con toda seguridad quedasen para satisfacer los placeres de esta gente. Aunque, pensándolo bien, tampoco nuestras leyes eran muy benevolentes con los extranjeros que caían en nuestras manos, bien lo supieron todas aquellas jóvenes aún doncellas que tuvieron la desdicha de ser elegidas para calmar la ira de nuestros más feroces y hambrientos dioses. La voluntad de las deidades es caprichosa y efímera; con toda certeza, aquellos que antes eran favorecidos, serían ahora los que aplacarían su sed de sangre.

Este temor hizo aumentar mi cautela. En todos los años anteriores, entre sangrientas batallas y crueles exterminios, nunca llegué a sospechar que terminaría mis días corriendo como una comadreja, sola y asustada; había llegado el momento de poner en práctica lo que tiempo atrás me habían obligado a aprender. Durante mi niñez, como parte del arduo entrenamiento al que me vi sometido, ya me forzaron a permanecer largas jornadas internado en el bosque profundo, a solas y provisto únicamente de una pequeña daga. Si pude sobrevivir entonces, también ahora lo haría; claro que por aquel tiempo sólo pendía sobre mi cabeza el peligro de mi propia hambre y la de los depredadores ansiosos por mi tierna carne; ahora se sumaba además el hecho de pertenecer a un pueblo extinto, o dicho de otra manera, la terrible seguridad de no tener un hogar al que volver. Mientras me movía arrastrándome por la espesura del cañaveral con toda la prudencia que mis sentidos me otorgaban, no podía dejar de pensar que todo aquél con el que me tropezase sería un posible enemigo; ¿hasta cuándo podría sobrevivir solo, en un mundo hostil?


Capítulo Cuatro

lunes, 13 de abril de 2009


No puedo dejar de narrar en estas memorias, con rigurosa pulcritud, aquel nefasto día para el pueblo que me vio nacer, pero afortunado para mí; el día en el que dejé de ser un disciplinado soldado vulgar, integrado en el más temido de los ejércitos conocidos, para convertirme en el solitario guerrero perseguido y sin otra causa más que la de su propia vida, que llevo siendo hasta el día de hoy, cincuenta y dos años después.
El invierno estaba resultando más despiadado de lo habitual en la región. La muerte precedida por agitadas fiebres y convulsos dolores corría imparable e impunemente bajo nuestros pies, impulsada por las rancias aguas corruptas que anegaban las tierras sobre las que acampábamos, donde las gélidas lluvias no habían dado tregua en toda una interminable estación. En tan calamitosa situación, la mitad de los que aún sobrevivíamos se encontraban enfermos o moribundos, y el resto estábamos hambrientos, asustados y muy desesperados.
Con veintiséis años a mis espaldas, habiendo participado en cientos de cruzadas y con incontables enemigos atravesados por la afilada hoja de mi espada, me podía considerar como uno de los más maduros y curtidos de los militares que componían nuestra numerosa tropa de a pie, algo que, junto con la incomprensible fortuna, me ayudó a mantenerme lo más entero e incólume posible frente a aquel inesperado enemigo climático que se había llegado a convertir en el peor y más mortífero de los rivales contra los que nuestros soberanos tuvieron que lidiar jamás.
Esta determinante circunstancia de debilidad no supuso más que el preludio del ocaso del temido Imperio al que pertenecía por entonces, a pesar de que en ningún momento pudimos sospechar que éste tuviese fecha de caducidad. Al menos los más humildes ciudadanos, que vivíamos ajenos y en la más completa de las ignorancias en lo que respecta a los altos asuntos políticos que se fraguaban a nuestras espaldas, en el interior de las alejadas estancias del impenetrable palacio que servía de residencia a la notable realeza que imponía nuestros designios venideros con total frialdad y despotismo.
De manera que, aquel venerado monarca autoproclamado dios y dueño de nuestras vidas, tuvo a bien, quiero pensar que ajeno a la lamentable situación de su otrora poderoso ejército, enviar las tocadas tropas al encuentro de uno de los más tenaces enemigos con los que nunca antes tuvimos que combatir. El inquebrantable pueblo de los hombres del oriente había aprovechado con paciente inteligencia nuestro período de pujanza y desidia para fortalecer y engrandecer enormemente el regimiento motivado, que en mejores tiempos fue vencido por nuestras entonces superiores huestes, de modo que, conocedores de la actual situación de miseria de sus eternos rivales, decidieron que aquel era el momento propicio para lanzar la tan esperada ofensiva contra nuestra gente.
El encarnizado y desigual encuentro tuvo lugar en las llanuras del este, a tan sólo media jornada de distancia de las murallas de la ciudad, con lo que todos sabíamos que el peligro era latente para los que allí habían quedado. Si conseguían doblegarnos, nuestras mujeres e hijos, junto con el resto de conciudadanos civiles, quedarían a merced de lo poco que pudieran hacer las exiguas defensas militares que guardaban los muros. El enemigo no tendría piedad con ellos, al igual que nosotros nunca la tuvimos con su raza.
Nuestra entrenada fiereza y la eterna e insaciable sed de sangre enemiga que siempre nos había caracterizado, hicieron esperar más de lo previsto el inevitable desenlace de aquella contienda. Vendimos bien caro nuestro pellejo, luchamos como leones intentando conquistar un pedazo de carne fresca, nos lanzamos hacia el enemigo como siempre lo habíamos hecho, en bloque, como si de un solo animal hambriento y herido se tratase, dejando atrás, enterrado bajo las tiendas del campamento, todo el dolor, el frío, el hambre y la desesperanza, olvidando nuestra inferioridad numérica y la mermada fortaleza, aquella que en otros tiempos hizo temblar a poderosos ejércitos lejanos.
El choque entre las dos fuerzas fue brutal y ensordecedor, ninguna de nuestras espadas quedó limpia de sangre oriental, cada uno de los nuestros acabó luchando con varios adversarios al mismo tiempo, batiendo con una ferocidad extrema el acero enrojecido sobre todo lo que se movía ante nuestros ojos. Muchas cabezas enemigas rodaron por el suelo encharcado de rojo oscuro antes de que hicieran retroceder un ápice de terreno a los escasos supervivientes que íbamos quedando en pie. Ciegos por la ira, la rabia, más que la fuerza, nos mantenía vivos y erguidos ante la superioridad enemiga que, poco a poco, irremediablemente, fue haciéndose patente, terminando de una vez y para siempre con la más cruel y temida de las legiones que jamás se conociese en esta tierra.
Pero justo un momento antes de que esto ocurriese, de nuevo la diosa Fortuna posó su misteriosa mirada sobre la tez de este humilde soldado que combatía con honor en busca de la esperada muerte que le llevase a ocupar un lugar privilegiado en las alturas, al lado de los más afamados guerreros que en tiempos anteriores habían dado su gloriosa vida por el Imperio. Y así fue como en los estertores de la batalla, cuando la derrota era ya un hecho y casi todos los nuestros yacían inertes por el sucio barro, una idea iluminadora estalló como el rugido de las fieras malheridas en el interior de mi cabeza, y un sentimiento de supervivencia se interpuso con contundencia sobre cualquier otro de gloria y perpetua inmortalidad en los Cielos, junto a los dioses protectores.
Tras acabar con los enemigos de ojos rasgados que me acosaban en ese preciso instante, y aprovechando mi cercanía a la linde del combate y a que la noche empezaba a tragarse las sombras, corrí en un momento de descuido, y me lancé con decisión al interior de la profunda maleza que se abría a pocos metros de mi posición y que me acogió calurosamente, como una madre protectora, entre sus múltiples y enraizados brazos alzados hacia el cielo ennegrecido. Debo decir, para mi defensa, aunque presumo que sea innecesario, que aquello no fue un acto de cobardía, ya que recuerdo con claridad que no fue el miedo en mi espíritu ni el dolor en mis huesos los que me empujaron a abandonar, de una forma que en otras circunstancias hubiese resultado humillante, el ardor de la batalla y la custodia del Reino que me había dado la vida y el sustento. Los dioses, en su infinita gloria, son testigos del valor incansable que este fiel soldado acostumbraba a derrochar en las incontables lidias en las que se había visto envuelto para la defensa y el engrandecimiento de sus soberanos. Tal comportamiento fue producto, como ya he dicho, de un innato y simple instinto de conservación de la vida y una clara conciencia de que es sólo en este mundo donde se pueden realizar grandes hazañas y es únicamente en posesión del aliento cuando podemos rendir sincero homenaje y sentido sacrificio a las divinidades que nos insuflaron la vida en el florecer de los tiempos.
O quizá fue simplemente el tiempo el que sembró estas palabras de consuelo en mi atormentada mente de soldado vencido, dado que ésta era una condición totalmente desconocida para mí en aquellos momentos. Nunca antes, ni en los más escabrosos combates, se me había dado el caso de ver con tanta transparencia el final de mi vida, independientemente del valor o el coraje que yo pudiera demostrar; tan sólo en ese instante pude vislumbrar con claridad que mi destreza en el manejo del acero nada podía hacer para librarme de aquella situación extrema con el resuello intacto, de ahí que mi comportamiento también resultase totalmente novedoso para mí. Con el correr de los años he podido comprobar el escaso conocimiento que poseemos de nosotros mismos ante escenarios desconocidos hasta el momento.
Lo cierto es que el inminente peligro al encontrarme rodeado de innumerables adversarios dispuestos a acabar con mi vida y la certeza de que nada podía hacer ya por el cumplimiento de mi deber salvador o defensor de mi tierra, hicieron que actuase de la manera ya comentada, algo de lo que nunca me arrepentiré, a pesar de los inconfesables temores que albergaron en mi espíritu durante muchos días después, en los que mi pensamiento se sintió incapaz de verse libre de los múltiples y horrendos castigos que los dioses me tendrían reservados desde sus recónditas moradas en las alturas, ya que las divinidades nunca olvidaban ni perdonaban la cobardía y la rendición de uno de sus fieles súbditos.
Pero esto es algo que sólo compete a las cuestiones del alma, y ésta ya se sabe que muda con rapidez de forma inconsciente cuando las experiencias se suceden sin remedio y con premura, al igual que la serpiente que cambia el pellejo cuando su condición así se lo exige.
De modo que prosigamos el relato en el exacto punto donde quedó descrito más arriba, justo cuando mi cuerpo de superviviente, agotado y dolorido, yacía en la mojada hierba que le servía de parapeto, y mi atormentada mente era desbordada por incontables dudas y temores inexplorados. Desde esa humillante, aunque salvadora posición, y gracias a la tenue luz anaranjada que aún brotaba con timidez desde el lejano horizonte procedente del dios Sol, que tan sólo hacía unos instantes que se había retirado a su morada en el otro extremo del mundo, pude comprobar con horror, como el exiguo resto de mi ejército, en otros tiempos invencible, era exterminado sin compasión alguna, de forma cruel e implacable, por un enemigo hambriento de venganza y con la codicia aún virgen, tal como era de esperar de un pueblo que había sido durante largos años dominado y permanecido en el cautiverio más estricto y degradante, agobiado hasta la saciedad de impuestos, tanto humanos como en especias.
También los dioses me instigaron, como parte de mi ya iniciado castigo, a ver al ejército invasor dirigirse sin dilación y con el ánimo encendido por la bravura que alimenta la victoria, hacia las indefensas murallas que hasta ese momento me habían servido de hogar. En poco tiempo, ya con la cúpula celestial sembrada de estrellas, se alzaron en la dirección mencionada amenazadoras columnas de humo iluminadas por deslumbrantes llamas que presagiaban el peor de todos los destinos, aunque esperado, que podían acontecer en el interior de los referidos muros donde se refugiaban mis confiados conciudadanos.
Nunca llegaré a saber con certeza si los gritos asfixiados que aún resuenan en mi mente durante las noches lúgubres, fueron transportados por lo vientos que soplaban en aquella trágica jornada o, por el contrario, fueron implantados por los vengativos dioses, continuando con mi merecido tributo, en esa cavidad de la memoria que siempre permanece fresca, acompañándonos hasta el final de nuestros días, recordándonos despiadadamente todo lo que fuimos, lo que somos y lo que ya nunca podremos ser.
Y fue en ese preciso instante de turbación y de miedo, arrojado con violencia de la que había sido mi vida hasta entonces, calado hasta los entrañas por la humedad de la tierra y con la frialdad en el cuerpo que la noche concede al sudor, cuando, inesperadamente, aprendí por mí mismo una lección inolvidable: también un guerrero puede llorar.



Capítulo Tres

lunes, 6 de abril de 2009



Aquella guerra sólo fue la primera de muchas otras que me tocó lidiar durante los siguientes años. Podíamos cambiar de rey o incluso de dioses a los que ofrecer nuestros sacrificios, pero ni a unos ni a otros les faltaban nunca motivos para entablar feroz combate con cualquier otro pueblo que mostrase valor para aproximarse a nuestras fronteras.
Hasta entonces, mi corto entendimiento juvenil me hacía pensar que todo el mundo vivía igual que nosotros, en un constante estado de alerta o en guerra abierta todos contra todos. Cuando con el tiempo advertí que era siempre nuestro pueblo el que se declaraba enemigo del resto, me explicaron que éramos una antigua raza de guerreros, y eso justificaba plenamente la ambición de poder que nos conducía incesantemente a masacrar a otros seres humanos por el simple hecho de poseer tierras y riquezas que podían sernos de utilidad.
La realidad era mucho más sencilla: nuestra civilización había hecho de la guerra su único medio de subsistencia; simplemente necesitábamos para vivir los recursos que otros pueblos vecinos conseguían con mucho esfuerzo y el sudor y la fatiga de sus humildes ciudadanos. Aparte de ampliar sin límite las fronteras del insigne Imperio, nuestros soberanos eran expertos en explotar con extrema frialdad y crudeza todo aquello aprovechable que pudiesen tomar por la fuerza: esclavos para trabajar la tierra, mujeres jóvenes para la reproducción y el goce, niños sanos que engrosasen aún más el robusto ejército del Estado, ofrendas para las agradecidas deidades, ya fuesen animales o humanas... Ni que decir tiene que lo que no resultaba de utilidad alguna, sencillamente era aniquilado sin más.
En definitiva, la guerra era nuestra razón de ser, y por ello éramos temidos y odiados en todos los confines de la tierra conocida, allá donde alcanzaba nuestra fama de salvaje ferocidad y crueldad extrema. Claro que para todos mis conciudadanos, incluidos los más altos dirigentes, los confines de la tierra conocida abarcaban lo inconmensurable, lo infinito, cuando la realidad era bien diferente, como pude comprobar más adelante.
Pero como decía, todo esto resultaba ajeno a mi precario intelecto durante mi niñez y juventud, cuando apenas tenía tiempo siquiera de plantearme cuestiones de otra índole que no fueran las puramente militares que pertenecieran a mi humilde rango. Por entonces no podía comprender por qué los esclavos se sublevaban continuamente contra sus amos negándose a asumir con dignidad su condición de derrotados en una lucha de igual a igual, poniendo en peligro sus precarias vidas una y otra vez; o por qué las jóvenes y bellas mujeres extranjeras tenían que ser forzadas a entregarse a nosotros y lo hacían con el rostro afligido y humedecido por las lágrimas, en vez de sentirse orgullosas de tener el privilegio de perpetuar nuestra notable y superior estirpe. Claro que tampoco era capaz de entender la desolación y la amargura que las envolvía cuando sus hijos tenían que ser sacrificados por nacer con alguna deficiencia, o debido a su debilidad al caer enfermos prontamente tras los prematuros baños en las gélidas aguas del río a los que se sometía a los infantes durante sus primeros días de vida, y con los que debíamos continuar hasta que la muerte nos llevase, con el noble objetivo de hacer guerreros fuertes e inmunes a cualquier enfermedad; para mí, aquello resultaba de lo más natural y necesario para el mantenimiento de la raza, y así trataba de explicárselo a las acongojadas muchachas con las que rara vez podía tratar, aunque, debo reconocer, que sin mucho éxito.
Lo cierto es que, para un simple soldado como yo, la vida fuera del acuartelamiento no tenía mucho sentido. Tras aquellas murallas se nos ofrecía generosamente, aunque sin excesos, todo cuanto pudiéramos necesitar; allí comíamos todos juntos en robustas mesas de madera de haya, dormíamos en grandes tiendas comunales, realizábamos nuestros sacrificios a los dioses y nos relacionábamos con el sexo opuesto. Nos estaba permitido incluso quedarnos con alguna mujer en propiedad, pero siempre que esto no supusiese tener que abandonar el campo de instrucción y, claro está, siempre que ningún otro militar de rango superior estuviese encaprichado con la misma.
En ocasiones, sobrevivir dentro de estos muros se volvía tan complicado como hacerlo fuera, sobretodo para los novatos, debido a que nuestras leyes internas seguían los mismos principios que las externas, donde la fuerza corporal y la destreza con el acerado hierro eran los únicos valores que podían proporcionarnos seguridad y una relativa tranquilidad, de ahí que los más jóvenes e inexpertos tratáramos siempre de evitar cruzarnos en el camino de los avezados y fornidos guerreros que componían la mayor parte de la guarnición. Todo estaba permitido en el interior de las murallas, robos, asesinatos, violaciones,... el único requisito era que no te cogieran haciéndolo algunos de los mandos superiores, porque entonces el castigo era terrible y despiadado. No por el hecho de cometer tales vilezas, sino por haberte dejado apresar ingenuamente; si había algo que no podían soportar ni tolerar nuestros líderes era la debilidad y la inocencia en un soldado, de ahí que sólo llegasen a la edad adulta los más fuertes, astutos y decididos. El resto, o los que simplemente eran olvidados por la fortuna, acababan degollados en cualquier rincón oscuro o terminaban sus días como presa de las heridas producidas en los entrenamientos o en alguno de los múltiples castigos a los que nos sometían continuamente, como pasarnos días enteros atados bajo el abrasador sol o expuestos a las gélidas temperaturas de la noche en las montañas. En definitiva, nuestra vida diaria junto con los compañeros de milicia, se convertía en la instrucción más dura a la que nos veíamos sometidos.
Ahí abajo rara vez se tenía noticia de lo que acontecía en palacio o del destino que nuestros gobernantes tenían deparado para sus obedientes súbditos, simplemente estábamos constantemente dispuestos para el combate y sólo era necesario recibir una orden de nuestros mandos para formar en perfecta escuadra y salir tras ellos allá donde tuviesen a bien en conducirnos para enfrentarnos a un nuevo enemigo que hubiese tenido la osadía de no rendirse ante el poder de nuestro invencible Imperio.
Esta era la vida de un soldado hasta los sesenta años, edad en la que se le permitía abandonar la estricta milicia para poder, al fin, llevar una merecida vida como personaje ilustre y venerado dentro de la comunidad. Al menos eso decía la ley, porque yo nunca llegué a conocer a nadie que alcanzara tal dicha, sobretodo, considerando la incompetente o nula asistencia médica que se les ofrecía a los heridos durante la lucha o a aquellos que caían enfermos, lo cual era algo bastante habitual teniendo en cuenta el lamentable estado higiénico en el que convivíamos los regulares.


Se acordaron de mí: