miércoles, 23 de enero de 2008
Dijimos al principio que la sabiduría nos enseña a usar el sentido común pero, ¿a qué llamamos «sentido común»? Al igual que el sentido de la vista le dice a la persona lo que tiene o no tiene delante de sus ojos, o el sentido del tacto le dice la textura de los objetos que toca, el sentido común es aquel sentido que le dice a toda persona adulta qué es lo que le conviene o no le conviene hacer en cada momento. O sea, que es el que determina el curso de todas nuestras decisiones y, por consiguiente, de nuestra vida.
¿Y por qué digo que sólo actúa en las personas adultas? Es una cuestión puramente morfológica; a estas alturas, los neurólogos conocen ya la función de casi todas las zonas que componen nuestro cerebro. Es decir, saben con exactitud qué parte del cerebro traduce los impulsos eléctricos que recibe de cada ojo, en imágenes comprensibles para nosotros, o qué zonas de éste son las encargadas de interpretar esos mismos impulsos pero, en esta ocasión, provenientes de los oídos, permitiéndonos así escuchar con claridad todos los sonidos que nos rodean. De la misma forma, también el sentido común posee su parcela particular en nuestro cerebro, pero, al contrario de las descritas anteriormente, ésta no llega a formarse completamente hasta la edad adulta, tal y como nos dice Jay Giedd, neurocientífico y psiquiatra infantil experto en el cerebro adolescente:
“El cerebro sigue formándose hasta los veinte años. Los cambios afectan a regiones claves como los lóbulos parietales, asociados al razonamiento lógico y espacial; las áreas temporales, vinculadas al lenguaje; los lóbulos frontales, donde se generan la resistencia a los impulsos, se desarrolla la intuición, se enlazan las causas con los efectos y se establece el sentido común que caracteriza a la edad adulta; y el cerebelo, que permite la captación de claves sociales y el entendimiento, entre otras cosas.”
Imagínense, ¡hasta los veinte años aproximadamente no disponemos de ese sentido común que todos consideramos imprescindible para guiar nuestros pasos por la vida! Pero eso no es todo; a esa edad, donde se supone que tenemos el cerebro completamente desarrollado, tan sólo disponemos del contenedor pero no del contenido; es decir: ahora tenemos que desarrollar ese sentido común y tenemos que aprender a utilizarlo al igual que aprendimos a utilizar los ojos, lo oídos, la nariz, la boca y las manos cuando éramos unos niños.
¿En qué se traduce todo esto? Supongo que ya se lo habrán imaginado. Si hemos quedado en que el sentido común es aquel que nos ayuda a tomar las decisiones correctas en cada momento, sería imposible que una persona que no dispusiera de él pudiera llevar una vida normal y segura, de forma autónoma, o sea, sin la ayuda y los consejos de otros que sí dispusieran de este sentido bien desarrollado.
Esto no es nada nuevo; todos sabemos que los niños y jóvenes necesitan de padres y educadores que conduzcan sus vidas de la forma correcta. ¿Todos? Pues no, todos no. Resulta que ellos no lo saben, es más, ni se lo imaginan. De ahí que cometan tantos errores, sean tan rebeldes, tengan tanta falta de respeto ante la autoridad, etcétera.
Pero ustedes dirán: “Tampoco será para tanto, todos hemos sido jóvenes alguna vez”. Pues sí, tienen razón; hay quienes dicen que la juventud es una enfermad que se cura con el tiempo; pero da la casualidad que, en los últimos tiempos, esta enfermad cada vez empieza antes y se prolonga más y, además, cada día son más los jóvenes que se quedan por el camino, que no sobreviven a ella, o sea, que para muchos, ésta es una enfermedad mortal o bien, una enfermedad que deja secuelas graves para el resto de sus vidas; por desgracia, son muchos los que mueren a consecuencia de la irresponsabilidad de sus acciones y otros muchos nunca se recuperan, llevando para el resto de sus vidas una existencia desgraciada también a raíz de su insensatez en la edad moza.
No me podrán negar que no es así. Sólo es necesario echar un vistazo a los noticiarios y crónicas de sucesos de todos los días: accidentes automovilísticos, violencia callejera, fracaso escolar, denuncias de padres a sus hijos, violencia en las escuelas, falta de respeto a padres y profesores. Todo esto es algo que va en aumento progresivo y da la sensación de que nadie lo puede parar ni controlar.
¿Qué sucede? La ciencia nos ha mostrado una de sus causas raíces, yo diría que una de las principales, por no decir la que más; me refiero a lo que comentaba antes: al no poseer una persona menor de veinte años la zona cerebral que alberga el sentido común, es imposible que pueda tomar decisiones acertadas con respecto a lo que le conviene o no. Y una vez pasada esta edad, también es necesario desarrollar este sentido con el aprendizaje por parte de personas preparadas y con la experiencia personal adquirida con los años.
Pero resulta que nosotros, sus padres, profesores, tíos, abuelos, etcétera, sí que poseemos este sentido común para saber qué es lo que les conviene a ellos (o eso se supone). En ese caso, ¿por qué les dejamos actuar con tanta impunidad?, ¿por qué permitimos que tomen esas decisiones que sabemos le pueden perjudicar tanto posteriormente en sus vidas? Me imagino sus respuestas: “Es que no se dejan aconsejar”.
Puede que tengan razón, pero esa no es excusa como para dejar que un hijo eche a perder toda su vida, y en ocasiones también la de sus familias, por un par o tres de decisiones mal tomadas en su juventud, cuando, en teoría, estaba a cargo de sus padres.
Yo lo veo de la siguiente manera: la etapa de desarrollo y aprendizaje de una persona, o sea, la juventud, puede ser una tercera o cuarta parte más o menos de toda su vida. Es decir, la mayor parte de su existencia, lo que podríamos llamar su auténtica vida, viene después; me refiero a su vida laboral, profesional, familiar, social, en definitiva su madurez como persona, que a la postre es la que interesa y a la que, se supone, debe estar enfocada esta primera etapa de aprendizaje y educación. Pues bien, resulta que esta vida de adulto, nos guste o no, depende directamente de cómo desarrollemos esta fase de nuestra niñez, adolescencia y juventud, y de muchas de las decisiones que tomemos en ella.
Como pueden deducir, la cosa no es como para tomársela a broma. Unos padres que de verdad quieran a sus hijos, deben de tener todo esto muy en cuenta a la hora de dejarlos decidir por sí mismos, por muchos sacrificios que ello conlleve. Quizás no se lo crean, pero yo he visto con mis propios ojos, y en más de una ocasión, a padres de mediana edad, supuestamente inteligentes, con una buena formación y educación (al menos en apariencia), dejar a sus hijos de cuatro o cinco años tomar decisiones importantes, que afectan a toda la familia; decisiones que siempre habían sido los padres los que las tomaban y los hijos teníamos que acatar sin rechistar. Decisiones como por ejemplo lo que deben comer, qué ropa ponerse, a donde ir de vacaciones, qué programas ver en la televisión, si deben o no ponerse el cinturón de seguridad al subir al coche, etcétera. A ustedes todo esto pueden parecerles nimiedades, cosas sin importancia, pero les aseguro que sí que tienen importancia, y mucha. Para empezar, estos padres, acostumbran a sus hijos desde muy pequeños a que en su casa mandan ellos, con todo lo que ello conlleva de pérdida de autoridad y una excesiva libertad para unas personas que necesitan, por su bien, una serie de normas de conducta que deben cumplir a rajatabla si queremos que en un futuro sean unas personas adultas responsables y útiles para la sociedad. Y lo peor de todo es que, en muchas ocasiones, estos padres actúan así por comodidad de ellos mismos; para no tener que aguantar las rabietas de los niños, o no tener que andar castigándoles, sin darse cuenta de que los primeros perjudicados serán sus propios hijos cuando crezcan.
La evolución nos ha dado a casi todas las especies que pueblan la Tierra un arma excepcional para la supervivencia: la necesidad de perpetuar nuestros genes y, por ello, el amor incondicional que todo padre ofrece a su hijo, sea éste como fuere. Todo padre quiere siempre lo mejor para su hijo, da igual que éste sea un canalla, un grosero o un necio. Y entonces, ¿por qué no se lo damos? En mi humilde opinión, no lo hacemos simplemente porque no sabemos; nadie nos ha enseñado. Cierto que hay clases para padres y muchos libros bastante buenos, escritos por auténticos profesionales, pero seamos sinceros, pocas gentes son las que los leen o se preocupan por aprender. Casi todo el mundo piensa que está suficientemente preparado para emprender tan difícil tarea (de las más complicadas que puede afrontar cualquier ser humano). Y ¿qué ocurre cuando nos ponemos a hacer algo para lo que no estamos preparados? Es evidente; improvisamos, experimentamos, en definitiva, cada uno hace lo que puede.
A mí se me ocurre un ejemplo. Imagínense que de buenas a primera desaparecen todos los arquitectos, aparejadores y albañiles, o sea, que cada uno nos tendríamos que construir nuestra propia casa. Les puedo asegurar que la mía se caería sin remedio, por lo menos la primera; quizás cuando llevase cuatro o cinco casas mal construidas, aprendiese algo. Un muro se puede derribar y volver a construir, pero esto no pasa con un ser humano; si lo hacemos mal con nuestro hijo, éste acarreará esta falta durante toda su vida; no hay vuelta atrás. Si no somos capaces de afrontar la construcción de nuestra propia casa por no estar preparados, por qué lo hacemos con nuestros hijos, acaso no son ellos más importantes. Podríamos dejarlo en manos de profesionales, como hacemos con la casa, pero hay una opción mucho mejor y más gratificante: aprender nosotros.
No es mi intención enseñarles a educar a sus hijos, como ya he mencionado antes, existen multitud de profesionales altamente cualificados que llevan mucho tiempo intentando hacerlo a través de sus libros o en sus escuelas o consultas privadas. El que lo desee y esté realmente interesado en aprender, sólo tiene que acudir a ellos. Yo personalmente se lo recomiendo; no es ninguna humillación reconocer que no se está suficientemente preparado para educar a un hijo correctamente, todo lo contrario, ese sería un paso que demostraría sin lugar a duda su inteligencia y madurez a la hora de afrontar algo tan importante y crucial como es la formación de una persona para su vida adulta. Por otro lado, es lógico pensar que nadie puede saber de todo y que para eso están los profesionales.
A estas alturas, muchos de ustedes ya se habrán preguntado qué es lo que ocurre hoy en día para que un padre (cuando digo padre, se entiende que también me refiero a la madre), tenga que aprender a ser padre o necesite la ayuda de profesionales para educar a sus hijos. Ustedes dirán: “A mis padres no tuvo que enseñarlos nadie, ni necesitaron a nadie y, aquí estoy yo, una persona perfectamente normal y útil para la sociedad”. Así es, pero hay una gran diferencia: la sociedad de hace veinte o treinta años no tiene nada que ver con la nuestra.
Efectivamente; estamos muy equivocados si pensamos que a nosotros nos educaron nuestros padres; no es así. Nosotros, como todo el mundo, fuimos educados por la sociedad, es decir, por nuestros profesores, por el cura del barrio, por el de la farmacia, por el de la tienda de al lado, por los vecinos, por la televisión, por los juegos de la época y, por supuesto, también por nuestros padres. Es la sociedad la que educa (o mal educa).
Cuando yo era un niño, me pasaba casi todo el día en la calle, jugando con los vecinos y amigos. En cuanto terminaba de hacer los deberes y merendaba, corría como loco a la calle o a casa de algún vecino que tuviera espacio para jugar. Mi padre estaba todo el día trabajando y mi madre, metida en la cocina; no tenían nada por qué preocuparse, sabían que en la calle apenas había nada que pudiera hacer daño a sus hijos o que los apartara del buen camino. Por supuesto que había excepciones, pero eran eso, excepciones. Eso era lo normal hace ahora unos treinta o cuarenta años.
¿Qué ocurre hoy en día? Ningún padre medianamente preocupado por sus hijos los dejaría ir hoy a la calle tan pequeños, solos, sin saber en todo momento dónde y con quién están. Y esto es así porque la sociedad de hoy no es la misma de hace treinta años. Hoy sí que existen en la calle muchos peligros que pueden desviar la correcta formación de un niño. La sociedad de hoy, no sólo no educa, sino que maleduca. Es por eso que los padres tenemos que afrontar prácticamente solos esta complicada tarea de la que se libró la anterior generación.
Podríamos llevarnos horas analizando los diferentes problemas que la sociedad actual nos plantea para la correcta educación de nuestros hijos; la pésima programación televisiva, juegos cada vez más violentos, sistemas educativos en las escuelas demasiado permisivos, legislación juvenil poco eficaz, y un largo etcétera. Tampoco quiero profundizar demasiado en ello ya que no lo creo necesario, todos conocemos los defectos y deficiencias de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, dicho sea de paso, la que nosotros hemos edificado.
La situación actual en lo que respecta a la educación, se puede identificar, como si de dos gotas de agua se tratasen, con aquella que nos describió Ortega y Gasset a finales de los años veinte del siglo pasado, lo cual es bastante preocupante teniendo en cuenta cómo acabó; compruébenlo ustedes mismos:
“En las generaciones anteriores la juventud vivía preocupada de la madurez. Admiraba a los mayores, recibía de ellos las normas –en arte, ciencia, política, usos y régimen de vida–, esperaba su aprobación y temía su enojo. Objetivamente se manifestaba esto en el hecho de que la vida social no estaba organizada en vista de ellos. Las costumbres, los placeres públicos habían sido ajustados al tipo de vida propio para las personas maduras, y ellos tenían que contentarse con las zurrapas que éstas les dejaban o lanzarse a la calaverada. Hasta en el vestir se veían forzados a imitar a los viejos; las modas estaban inspiradas en la conveniencia de la gente mayor. En suma, la juventud vivía en servidumbre de la madurez.
Hoy la juventud parece dueña indiscutible de la situación, y todos sus movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente que no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal abandono y seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin cuidado lo que piense de ella la madurez; es más, ésta tiene a sus ojos un valor próximo a lo cómico.
Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi azorados, con la vaga impresión de que casi no tiene derecho a existir. Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan a hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. No se trata de fingir una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como con el vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos.
La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta. Hoy goza del ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud.”
No sé ustedes, pero a mí se me ponen los bellos de punta teniendo en cuenta como acabó esta sociedad que describe Ortega y Gasset, y que, dicho sea de paso, no es el único ejemplo con el que contamos a lo largo de la historia de la humanidad; de hecho, han sido muchas las civilizaciones que han caído víctimas de su propia deshumanización.
Pero en fin, será mejor que continuemos por donde íbamos. Si no voy a enseñarles a educar a sus hijos ni voy a analizar los problemas de nuestra sociedad, ¿de qué se supone que trata este libro? A mi entender, trata del más importante legado que se le puede dejar a una persona: la sabiduría.
Definimos la sabiduría en un principio como la ciencia de la vida, aquella que nos enseña a razonar de forma provechosa para ser más felices, como dijimos, nos enseña a utilizar el sentido común que todos poseemos pero del que no todo el mundo es capaz de sacar provecho. Ya hemos dejado claro la importancia de un correcto uso de este sentido en la educación en general, no sólo en la de los niños.
Enseñar sabiduría no es enseñar educación; es algo que va mucho más allá. La sabiduría es la herramienta más potente con la que cuenta el ser humano para ser feliz, que, en definitiva, es lo que todos buscamos.
¿Y por qué digo que sólo actúa en las personas adultas? Es una cuestión puramente morfológica; a estas alturas, los neurólogos conocen ya la función de casi todas las zonas que componen nuestro cerebro. Es decir, saben con exactitud qué parte del cerebro traduce los impulsos eléctricos que recibe de cada ojo, en imágenes comprensibles para nosotros, o qué zonas de éste son las encargadas de interpretar esos mismos impulsos pero, en esta ocasión, provenientes de los oídos, permitiéndonos así escuchar con claridad todos los sonidos que nos rodean. De la misma forma, también el sentido común posee su parcela particular en nuestro cerebro, pero, al contrario de las descritas anteriormente, ésta no llega a formarse completamente hasta la edad adulta, tal y como nos dice Jay Giedd, neurocientífico y psiquiatra infantil experto en el cerebro adolescente:
“El cerebro sigue formándose hasta los veinte años. Los cambios afectan a regiones claves como los lóbulos parietales, asociados al razonamiento lógico y espacial; las áreas temporales, vinculadas al lenguaje; los lóbulos frontales, donde se generan la resistencia a los impulsos, se desarrolla la intuición, se enlazan las causas con los efectos y se establece el sentido común que caracteriza a la edad adulta; y el cerebelo, que permite la captación de claves sociales y el entendimiento, entre otras cosas.”
Imagínense, ¡hasta los veinte años aproximadamente no disponemos de ese sentido común que todos consideramos imprescindible para guiar nuestros pasos por la vida! Pero eso no es todo; a esa edad, donde se supone que tenemos el cerebro completamente desarrollado, tan sólo disponemos del contenedor pero no del contenido; es decir: ahora tenemos que desarrollar ese sentido común y tenemos que aprender a utilizarlo al igual que aprendimos a utilizar los ojos, lo oídos, la nariz, la boca y las manos cuando éramos unos niños.
¿En qué se traduce todo esto? Supongo que ya se lo habrán imaginado. Si hemos quedado en que el sentido común es aquel que nos ayuda a tomar las decisiones correctas en cada momento, sería imposible que una persona que no dispusiera de él pudiera llevar una vida normal y segura, de forma autónoma, o sea, sin la ayuda y los consejos de otros que sí dispusieran de este sentido bien desarrollado.
Esto no es nada nuevo; todos sabemos que los niños y jóvenes necesitan de padres y educadores que conduzcan sus vidas de la forma correcta. ¿Todos? Pues no, todos no. Resulta que ellos no lo saben, es más, ni se lo imaginan. De ahí que cometan tantos errores, sean tan rebeldes, tengan tanta falta de respeto ante la autoridad, etcétera.
Pero ustedes dirán: “Tampoco será para tanto, todos hemos sido jóvenes alguna vez”. Pues sí, tienen razón; hay quienes dicen que la juventud es una enfermad que se cura con el tiempo; pero da la casualidad que, en los últimos tiempos, esta enfermad cada vez empieza antes y se prolonga más y, además, cada día son más los jóvenes que se quedan por el camino, que no sobreviven a ella, o sea, que para muchos, ésta es una enfermedad mortal o bien, una enfermedad que deja secuelas graves para el resto de sus vidas; por desgracia, son muchos los que mueren a consecuencia de la irresponsabilidad de sus acciones y otros muchos nunca se recuperan, llevando para el resto de sus vidas una existencia desgraciada también a raíz de su insensatez en la edad moza.
No me podrán negar que no es así. Sólo es necesario echar un vistazo a los noticiarios y crónicas de sucesos de todos los días: accidentes automovilísticos, violencia callejera, fracaso escolar, denuncias de padres a sus hijos, violencia en las escuelas, falta de respeto a padres y profesores. Todo esto es algo que va en aumento progresivo y da la sensación de que nadie lo puede parar ni controlar.
¿Qué sucede? La ciencia nos ha mostrado una de sus causas raíces, yo diría que una de las principales, por no decir la que más; me refiero a lo que comentaba antes: al no poseer una persona menor de veinte años la zona cerebral que alberga el sentido común, es imposible que pueda tomar decisiones acertadas con respecto a lo que le conviene o no. Y una vez pasada esta edad, también es necesario desarrollar este sentido con el aprendizaje por parte de personas preparadas y con la experiencia personal adquirida con los años.
Pero resulta que nosotros, sus padres, profesores, tíos, abuelos, etcétera, sí que poseemos este sentido común para saber qué es lo que les conviene a ellos (o eso se supone). En ese caso, ¿por qué les dejamos actuar con tanta impunidad?, ¿por qué permitimos que tomen esas decisiones que sabemos le pueden perjudicar tanto posteriormente en sus vidas? Me imagino sus respuestas: “Es que no se dejan aconsejar”.
Puede que tengan razón, pero esa no es excusa como para dejar que un hijo eche a perder toda su vida, y en ocasiones también la de sus familias, por un par o tres de decisiones mal tomadas en su juventud, cuando, en teoría, estaba a cargo de sus padres.
Yo lo veo de la siguiente manera: la etapa de desarrollo y aprendizaje de una persona, o sea, la juventud, puede ser una tercera o cuarta parte más o menos de toda su vida. Es decir, la mayor parte de su existencia, lo que podríamos llamar su auténtica vida, viene después; me refiero a su vida laboral, profesional, familiar, social, en definitiva su madurez como persona, que a la postre es la que interesa y a la que, se supone, debe estar enfocada esta primera etapa de aprendizaje y educación. Pues bien, resulta que esta vida de adulto, nos guste o no, depende directamente de cómo desarrollemos esta fase de nuestra niñez, adolescencia y juventud, y de muchas de las decisiones que tomemos en ella.
Como pueden deducir, la cosa no es como para tomársela a broma. Unos padres que de verdad quieran a sus hijos, deben de tener todo esto muy en cuenta a la hora de dejarlos decidir por sí mismos, por muchos sacrificios que ello conlleve. Quizás no se lo crean, pero yo he visto con mis propios ojos, y en más de una ocasión, a padres de mediana edad, supuestamente inteligentes, con una buena formación y educación (al menos en apariencia), dejar a sus hijos de cuatro o cinco años tomar decisiones importantes, que afectan a toda la familia; decisiones que siempre habían sido los padres los que las tomaban y los hijos teníamos que acatar sin rechistar. Decisiones como por ejemplo lo que deben comer, qué ropa ponerse, a donde ir de vacaciones, qué programas ver en la televisión, si deben o no ponerse el cinturón de seguridad al subir al coche, etcétera. A ustedes todo esto pueden parecerles nimiedades, cosas sin importancia, pero les aseguro que sí que tienen importancia, y mucha. Para empezar, estos padres, acostumbran a sus hijos desde muy pequeños a que en su casa mandan ellos, con todo lo que ello conlleva de pérdida de autoridad y una excesiva libertad para unas personas que necesitan, por su bien, una serie de normas de conducta que deben cumplir a rajatabla si queremos que en un futuro sean unas personas adultas responsables y útiles para la sociedad. Y lo peor de todo es que, en muchas ocasiones, estos padres actúan así por comodidad de ellos mismos; para no tener que aguantar las rabietas de los niños, o no tener que andar castigándoles, sin darse cuenta de que los primeros perjudicados serán sus propios hijos cuando crezcan.
La evolución nos ha dado a casi todas las especies que pueblan la Tierra un arma excepcional para la supervivencia: la necesidad de perpetuar nuestros genes y, por ello, el amor incondicional que todo padre ofrece a su hijo, sea éste como fuere. Todo padre quiere siempre lo mejor para su hijo, da igual que éste sea un canalla, un grosero o un necio. Y entonces, ¿por qué no se lo damos? En mi humilde opinión, no lo hacemos simplemente porque no sabemos; nadie nos ha enseñado. Cierto que hay clases para padres y muchos libros bastante buenos, escritos por auténticos profesionales, pero seamos sinceros, pocas gentes son las que los leen o se preocupan por aprender. Casi todo el mundo piensa que está suficientemente preparado para emprender tan difícil tarea (de las más complicadas que puede afrontar cualquier ser humano). Y ¿qué ocurre cuando nos ponemos a hacer algo para lo que no estamos preparados? Es evidente; improvisamos, experimentamos, en definitiva, cada uno hace lo que puede.
A mí se me ocurre un ejemplo. Imagínense que de buenas a primera desaparecen todos los arquitectos, aparejadores y albañiles, o sea, que cada uno nos tendríamos que construir nuestra propia casa. Les puedo asegurar que la mía se caería sin remedio, por lo menos la primera; quizás cuando llevase cuatro o cinco casas mal construidas, aprendiese algo. Un muro se puede derribar y volver a construir, pero esto no pasa con un ser humano; si lo hacemos mal con nuestro hijo, éste acarreará esta falta durante toda su vida; no hay vuelta atrás. Si no somos capaces de afrontar la construcción de nuestra propia casa por no estar preparados, por qué lo hacemos con nuestros hijos, acaso no son ellos más importantes. Podríamos dejarlo en manos de profesionales, como hacemos con la casa, pero hay una opción mucho mejor y más gratificante: aprender nosotros.
No es mi intención enseñarles a educar a sus hijos, como ya he mencionado antes, existen multitud de profesionales altamente cualificados que llevan mucho tiempo intentando hacerlo a través de sus libros o en sus escuelas o consultas privadas. El que lo desee y esté realmente interesado en aprender, sólo tiene que acudir a ellos. Yo personalmente se lo recomiendo; no es ninguna humillación reconocer que no se está suficientemente preparado para educar a un hijo correctamente, todo lo contrario, ese sería un paso que demostraría sin lugar a duda su inteligencia y madurez a la hora de afrontar algo tan importante y crucial como es la formación de una persona para su vida adulta. Por otro lado, es lógico pensar que nadie puede saber de todo y que para eso están los profesionales.
A estas alturas, muchos de ustedes ya se habrán preguntado qué es lo que ocurre hoy en día para que un padre (cuando digo padre, se entiende que también me refiero a la madre), tenga que aprender a ser padre o necesite la ayuda de profesionales para educar a sus hijos. Ustedes dirán: “A mis padres no tuvo que enseñarlos nadie, ni necesitaron a nadie y, aquí estoy yo, una persona perfectamente normal y útil para la sociedad”. Así es, pero hay una gran diferencia: la sociedad de hace veinte o treinta años no tiene nada que ver con la nuestra.
Efectivamente; estamos muy equivocados si pensamos que a nosotros nos educaron nuestros padres; no es así. Nosotros, como todo el mundo, fuimos educados por la sociedad, es decir, por nuestros profesores, por el cura del barrio, por el de la farmacia, por el de la tienda de al lado, por los vecinos, por la televisión, por los juegos de la época y, por supuesto, también por nuestros padres. Es la sociedad la que educa (o mal educa).
Cuando yo era un niño, me pasaba casi todo el día en la calle, jugando con los vecinos y amigos. En cuanto terminaba de hacer los deberes y merendaba, corría como loco a la calle o a casa de algún vecino que tuviera espacio para jugar. Mi padre estaba todo el día trabajando y mi madre, metida en la cocina; no tenían nada por qué preocuparse, sabían que en la calle apenas había nada que pudiera hacer daño a sus hijos o que los apartara del buen camino. Por supuesto que había excepciones, pero eran eso, excepciones. Eso era lo normal hace ahora unos treinta o cuarenta años.
¿Qué ocurre hoy en día? Ningún padre medianamente preocupado por sus hijos los dejaría ir hoy a la calle tan pequeños, solos, sin saber en todo momento dónde y con quién están. Y esto es así porque la sociedad de hoy no es la misma de hace treinta años. Hoy sí que existen en la calle muchos peligros que pueden desviar la correcta formación de un niño. La sociedad de hoy, no sólo no educa, sino que maleduca. Es por eso que los padres tenemos que afrontar prácticamente solos esta complicada tarea de la que se libró la anterior generación.
Podríamos llevarnos horas analizando los diferentes problemas que la sociedad actual nos plantea para la correcta educación de nuestros hijos; la pésima programación televisiva, juegos cada vez más violentos, sistemas educativos en las escuelas demasiado permisivos, legislación juvenil poco eficaz, y un largo etcétera. Tampoco quiero profundizar demasiado en ello ya que no lo creo necesario, todos conocemos los defectos y deficiencias de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, dicho sea de paso, la que nosotros hemos edificado.
La situación actual en lo que respecta a la educación, se puede identificar, como si de dos gotas de agua se tratasen, con aquella que nos describió Ortega y Gasset a finales de los años veinte del siglo pasado, lo cual es bastante preocupante teniendo en cuenta cómo acabó; compruébenlo ustedes mismos:
“En las generaciones anteriores la juventud vivía preocupada de la madurez. Admiraba a los mayores, recibía de ellos las normas –en arte, ciencia, política, usos y régimen de vida–, esperaba su aprobación y temía su enojo. Objetivamente se manifestaba esto en el hecho de que la vida social no estaba organizada en vista de ellos. Las costumbres, los placeres públicos habían sido ajustados al tipo de vida propio para las personas maduras, y ellos tenían que contentarse con las zurrapas que éstas les dejaban o lanzarse a la calaverada. Hasta en el vestir se veían forzados a imitar a los viejos; las modas estaban inspiradas en la conveniencia de la gente mayor. En suma, la juventud vivía en servidumbre de la madurez.
Hoy la juventud parece dueña indiscutible de la situación, y todos sus movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente que no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal abandono y seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin cuidado lo que piense de ella la madurez; es más, ésta tiene a sus ojos un valor próximo a lo cómico.
Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi azorados, con la vaga impresión de que casi no tiene derecho a existir. Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan a hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. No se trata de fingir una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como con el vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos.
La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta. Hoy goza del ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud.”
No sé ustedes, pero a mí se me ponen los bellos de punta teniendo en cuenta como acabó esta sociedad que describe Ortega y Gasset, y que, dicho sea de paso, no es el único ejemplo con el que contamos a lo largo de la historia de la humanidad; de hecho, han sido muchas las civilizaciones que han caído víctimas de su propia deshumanización.
Pero en fin, será mejor que continuemos por donde íbamos. Si no voy a enseñarles a educar a sus hijos ni voy a analizar los problemas de nuestra sociedad, ¿de qué se supone que trata este libro? A mi entender, trata del más importante legado que se le puede dejar a una persona: la sabiduría.
Definimos la sabiduría en un principio como la ciencia de la vida, aquella que nos enseña a razonar de forma provechosa para ser más felices, como dijimos, nos enseña a utilizar el sentido común que todos poseemos pero del que no todo el mundo es capaz de sacar provecho. Ya hemos dejado claro la importancia de un correcto uso de este sentido en la educación en general, no sólo en la de los niños.
Enseñar sabiduría no es enseñar educación; es algo que va mucho más allá. La sabiduría es la herramienta más potente con la que cuenta el ser humano para ser feliz, que, en definitiva, es lo que todos buscamos.
Texto extraído de mi libro Tratado sobre la Sabiduría
11 Consejos, saludos, propuestas...:
Crecer... crecer les digo a mis hijos que duele, que crecer es doloroso en sí mismo.
Tienes razón en que la mente no madura hasta los 20 años. Bueno, sería discutible si sólo de trata de una madurez fisiológica. Creo que ahí radica gran parte del problema. ¿Recuerdas hace 20, cuando teníamos 20? (como dice la canción)? En efecto ,éramos más maduros que ahora. Nuestro cerebro maduraba al mismo ritmo fisiológicamente, la diferencia es que nuestras vivencias fueron mucho más incómodas. Tuvimos que cavilar con qué divertirnos, aprendimos a compartir con más hermanos, más amigos, y menos cosas materiales sobre todo. No puedo decir que mi infancia fuera nada penosa, económicamente hablando, pero desde luego nadie me hizo ni la décima parte del caso, ni cuidó mi autoestima, ni se preocupó por mis aspiraciones o deseos futuros de lo que yo he hecho con mis hijos. Definitivamente nos hemos pasado de rosca. Hemos llenado la bolsa del ego de nuestro hijos hasta que ha rebosado y todos nos hemos manchado. Nada les ha costado demasiado trabajo. A la hora de llegar a la universidad se encuentran que los profes no son como los del cole privado que les hemos pagado, ni como mamá que todo lo que haces le gusta. En la facultad te dan una patada en el culo y te apañas. Entonces, ellos quieren ser biólogos pero sólo eso. Serlo. No trabajar por ello. Con lo cual, nunca lo será. En fin... Siento la extensión, pero me enciende el tema.
Un saludo.
Natacha.
Todo ha cambiado, antes los jovenes imitaban a los padres, hoy en día, son los padres lo que llegan a imitar a los jovenes... y de esta forma también cambia su educación...
Muy interesante tu relato, es para leer con calma.
Te dejo un beso! :)
Es la sociedad que vivimos, y también la familia. Eduquemos valores y menos “materialidad” (No se si existe esta palabra)
Tengo hijos de poco más de 20 años, me ha ido muy bien educando a mi forma, “contra viento y marea” Ellos eran los raros, y sus padres mucho más… Hoy son triunfadores, pues dentro de límites son personas que saben a donde van.
Un afectuoso saludo, o mejor un abrazo.
Pedro, de lujo, realmente de lujo. Me encantaría saber como poder adquirir tu libro. Como bien dices, lo importante es transmitir sabiduría. Para mi es una total novedad lo que expresas sobre el desarrollo del cerebro hasta los 20 años. Uno no nace sabiendo, uno, como padre, en mi caso, quiere hacer las cosas bien. Y claro que he cometido errores, pero no quiero que sean repetitivos. La lectura de tu post me ha aclarado muchos temas y me brinda una reflexión muy clara de como se debe trabajar todo el tema de la educación de los hijos. Y bueno, el tema está puesto sobre el tapete. Si necesitas ayuda, no tengas verguenza y ve a un especialista, porque en tus manos y decisiones está poder formar un hijo sano y útil para la sociedad. A mi me da mucho miedo no hacer las cosas bien. Por eso me interesaría mucho que me dijeras como poder comprar tu libro.
Un abrazo y gracias por compartir este material con nosotros, es de lo mejor que he leído.
Iza (Maya)
Nada es igual que antes, pero eso no quiere decir ni mejor ni peor, solo diferente.
Cada uno vive la época que le toca. Si ahora lo tienen más facil, tampoco ellos tienen la culpa.
La vida en sí es la mejor de las escuelas, el día a día es el mejor de los profesores.
Yo deseo que mis hijos aprendan y crezcan como persona, si ahora lo tienen más facil, yo me alegro por ello.
Buen tema el de tu post.
Besos tiernos y dulces.
** MARÍA **
Hola Pedro, es muy interesante el tema que tocas en tu entrada, tan interesante como difícil. Verás, nada más empezar a leer se me viene la primera pregunta. Si fisiológicamente un individuo no es maduro mentalmente hasta los 20 años o más, es una contradicción que se establezca la mayoría de edad a los 18 años. Con esta edad se puede votar, conducir, comprar alcohol, comprar tabaco, etc. Por otra parte, los padres estamos muy mermados a la hora de educar a los hijos, entre otras cosas porque los mensajes que reciben desde el exterior, es decir, fuera del entorno familiar, son contrarios a lo que intentamos inculcarles. Yo siempre lo he definido como una lucha contracorriente. Tampo estoy de acuerdo en que la educación recibida por nosotros fue la mejor, ni mucho menos. Creo que, al menos los de mi generación, fuimos educados de una manera pacata y llena de miedos y represiones.
Educar siempre es difícil, muy difícil.
Saludos
Irene
Pedro
Super interesante tu reflexión.
Hoy en día se ha perdido la pasión en el trabajo, ya pocos hacen de su profesión una verdadera vocación, sino que para muchos es un trámite con el que obtienen el dinero para sobrevivir.
Sobre todo en el área de la educación dónde son formadores de personas, es triste ver que las ganas de hacerlo con amor se han perdido.
Pero sabes? la sabiduría se necesita para todo ámbito de cosas, no sólo en este tema.
Es así como vamos cambiando nuestro entorno... es un grano de arena para cambiar algo un poquito más macro.
Un abrazo para ti y gracias por pasar cada cierto tiempo a mi blog aportando con tu sabiduría.
Carola
Pedro...Pedro!!!...Buen día, buen domingo!!!, cariño dices que la parte del cerebro 'sentido común' se termina de desarrollar a los 20'...mira, mira conozco de 50 que no lo han hecho, propongo transplantes en la zona a cambiar. Besos y abrazos de la Paloma.
Graciela.
En mi opinión la sabiduría no la otorga la edad, puesto que para mí la sabiduría no es algo que se abarque, no es algo que se pueda adquirir, simplemente es algo que se siente.
Para mí la sabiduría es el conocimiento de uno mismo, y el conocimiento de uno mismo se empieza a adquirir cuando uno mismo lo decide. Da igual la edad, da igual la formación, simplemente es querer conocerse, y darse cuenta de que uno mismo es el centro de su propia vida. ¿Hace falta edad para eso? Creo que no, hay una palabra muy curiosa, el egoísmo, una palabra muy interesante que ahora mismo se le da connotaciones negativas pero que para mi gusto es demasiado importante. ¿Un niño es egoísta? Por supuesto, piensa en sí mismo puesto que todavía no ha adquirido, al menos del todo, los patrones a seguir por parte de la sociedad. No tiene grandes razonamientos ni es capaz de juzgar de forma precisa puesto que únicamente se ve a sí mismo. ¿Cuántas veces le hemos dicho a un niño pequeño que no vaya con extraños? ¿Por qué lo hemos hecho? Porque ellos no ven peligro, no ven daño ya que esos patrones no forman parte de ellos. El adquirir todos esos patrones, el integrarlos sí que únicamente se puede dar a través de la edad y la experiencia, pero... ¿Eso es sabiduría? ¿O es prudencia y precaución? La prudencia y precaución ¿de dónde vienen? ¿Qué nos evitan? Creo que vienen del miedo y nos intentan evitar el sufrimiento y el daño. Sí ... somos o sois los "adultos" muy conscientes de la realidad, pero quizás haya que preguntarse el para qué de esa consciencia. Quizás sea eso lo que enseña la sociedad, a ser consciente de la sociedad en sí, de los peligros que alberga, pero ¿dónde queda la invidualidad? ¿Dónde queda el egoísmo "infantil? No lo sé, pero habría que buscarlo para dejar de darle vueltas a las cosas y vivir de forma un poco más "inconsciente", puesto que a más conocimientos, más cadenas, y con la edad se van adquiriendo muchos, y con ellos cadenas, responsabilidades que no nos permiten ser todo lo libres que queremos en muchas ocasiones. Aunque yo ahora mismo vea esas responsabilidades irreales y lejanas, sé que están ahí, esperándome... o quizás no.
Un saludo a todos de todo corazón.
La educación de nuestros hijos debe ante todo venir de nuestro propio hogar. Y muchas veces no es lo que les decimos, sino lo que nosotros propiamente hacemos. Somos su primer ejemplo, su primer espejo.
No será la iglesia, ni el estado, los que deben apropiarse de esta básica educación. No debemos ser nosotros, los padres, quienes deseemos que eso ocurra. La responsabilidad es sólo nuestra.
En estos tiempos de modas cambiantes se nos han olvidado nociones muy primarias.
Es cierto que después, estos niños, se van a enfrentar a una sociedad dura y todo eso. Eduquémosles con una buena base y la capacidad de saber escoger.
Aunque claro, si muchas veces ni nosotros sabemos lo que queremos, ni adonde vamos... ¿qué esperamos darle entonces a nuestros hijos?.
Gracias a todos por estar ahí fuera.
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