lunes, 15 de octubre de 2007
Extraído de La cruda realidad, por la Divina Providencia
Le conocí hace unos veinte años aproximadamente. Digo “le conocí” y no “nos conocimos” porque así es como fue realmente; por aquella época yo era prácticamente invisible, así que resultaba bastante difícil percatarse de mi presencia, mucho menos conocerme. En cambio con él ocurría todo lo contrario: estaba constantemente rodeado de tal aura de grandiosidad, que era imposible no verse irradiado de alguna manera por su perfecta e impoluta existencia.
Es algo mayor que yo, de ahí que estuviera un curso por encima mía en el Instituto. Pero eso daba igual, como ya he dicho, él estaba por encima de todos, era admirado y envidiado por cada alumno del centro, sin importar que fuese más o menos veterano; ¡qué digo, si hasta los mismos profesores le rendían pleitesía! Por supuesto, mi caso no era diferente; tenía todo lo que a mí me faltaba, que no era poco. Era popular, parecía simpático, buen deportista, poseía un físico imponente, no le faltaban comentarios graciosos y oportunos, nunca se encontraba solo,... En definitiva, era el compañero que todo el mundo quería tener, a pesar de que, a su lado, siempre corrías el peligro de que te humillara en público haciéndote quedar como un estúpido delante de cualquiera, tan sólo por el puro placer de reírse un rato; pero era un riesgo que merecía la pena asumir, todo fuera por intentar contagiarse un poco de su grandiosidad y elocuencia infinita. Tengo entendido que no era muy buen estudiante, pero eso, ¿a quién le podía importar?
En fin, prosigamos con la historia. Una vez terminado el Instituto, me lo volví a encontrar unos años después en un curso impartido por el INEM para optar a un puesto de trabajo en una importante empresa multinacional. Ni que decir tiene que él no me reconoció o, al menos, no dio muestras de hacerlo. Por este tiempo, mi persona aún conservaba gran parte de la transparencia de antaño, así que tampoco le di mucha importancia al hecho de que ni tan siquiera me dirigiera una simple mirada de complacencia, mientras él seguía como siempre acaparando la atención de todos y de todas con su incuestionable simpatía, su extrovertido carácter dicharachero y su agudo ingenio sin límites.
Durante los dos meses y medio que duró el curso, no hizo más que aumentar su popularidad entre todos los asistentes, profesores incluidos. Era el que más comunicativo se mostraba siempre, en todo momento tenía una respuesta oportuna que, aunque no fuera acertada, al menos era ocurrente; sus opiniones sentaban cátedra y eran asumidas mansamente por todo el auditorio, aunque sólo fuera por el temor que infundían sus denigrantes represalias sobre todo aquel que tenía la osadía de contradecirle; tenía además una habilidad increíble para salir airoso frente a cualquier situación, por muy comprometida que ésta fuese. Por lo dicho, de todos era sabido que sería uno de los primeros en acceder al puesto de trabajo que tanto anhelábamos los demás y para el que tanto nos estábamos esforzando. Para él, por el contrario, parecía cosa de coser y cantar; de nada importaba que alguien le soplara siempre las respuestas en los exámenes descaradamente o que no mostrase ningún respeto por algunos de sus compañeros menos populares. Para ser el favorito de los profesores lo único necesario era hacerlos reír a cada momento y darles un poco de charla de vez en cuando diciéndoles lo que querían escuchar, siempre con simpatía y buen humor, por supuesto, mientras que el resto teníamos que partirnos la cara estudiando e intentando parecer perfectos y brillantes aun en las situaciones más adversas.
Y efectivamente ocurrió lo que ya sabíamos: poco después de terminar el curso lo avisaron de la empresa y entró a formar parte de la misma sin ningún problema. Yo aprobé todas las asignaturas con la máxima nota, pero de nada me sirvió; llegué a pensar que igual mi expediente también se había vuelto invisible. Al cabo de dos años me dio por enviar una carta al departamento de RR.HH. y tuve la enorme fortuna de que era un momento en el que la empresa necesitaba personal, así que me llamaron y, tras las pertinentes entrevistas, me incorporé a la plantilla.
Allí estaba él. Su glorioso hálito seguía brillando inconmensurablemente a lo largo y ancho de toda la planta. Tampoco en esta ocasión se le vio un gesto de cercanía o reconocimiento; ni yo lo esperaba, a pesar de trabajar muy cerca el uno del otro y de cruzarnos cientos de veces a lo largo de la jornada laboral. Hasta entonces creí haber superado mi larga enfermedad de la incorporeidad, pero al parecer, volví a recaer, llegando a temer incluso que ésta se volviese crónica. Me salvó el hecho de que, por entonces, yo había madurado un poco y pude observar que mi caso era uno más entre tantos otros, es decir, comprobé que no era el único al que esta persona parecía ignorar o ningunear, por no decir despreciar. Así que fui restándole importancia y dedicándome a lo mío. Afortunadamente no me faltaban compañeros con los que charlar amigablemente ni con los que pasar buenos ratos; gente como yo, sencilla, trabajadora, sin ánimo de grandeza ni complejo de superioridad.
Así transcurrieron algunos años, yo relacionándome laboral y amistosamente con mis iguales dentro de nuestro plano terrenal, mientras él continuaba paseando su incombustible aura por ese otro mundo, más cercano al Olimpo, donde sólo unos pocos privilegiados tenían acceso, y donde él, y sólo él, tenía la potestad de invitar o expulsar a quien le viniese en gana, sin otro motivo aparente más que su caprichosa voluntad.
En un principio, la empresa en la que trabajábamos, como empresa joven y extranjera que era, ofrecía a sus asalariados unos servicios sociales y una calidad humana fuera de lo común; éramos como una gran familia, donde nuestros jefes y superiores nos protegían y cuidaban como a sus propios hijos y nosotros, naturalmente, respondíamos con igual cordialidad y afecto, dándole a la empresa lo mejor de nosotros mismos (al menos la gran mayoría). Pero todo lo bueno acaba.
Y en el caso que nos ocupa, el anunciado fin llegó de la mano de nuestro protagonista. Sí, de ese mismo por el que tiempo atrás los gerentes de la empresa sentían tanto orgullo y admiración, llegándolo a coronar imaginariamente como hijo predilecto de nuestra gran familia. Ese mismo que todos los ingenieros se rifaban por tener en sus plantillas, al cargo de sus máquinas. El mismo al que todos habíamos anhelado parecernos en algún momento de nuestras insípidas existencias. Como digo, después de unos primeros años de bienestar y seguridad, tras transcurrir el tiempo necesario para poner a cada cual en su sitio, después de que nuestro protagonista hubiera perdido paulatinamente su aureola divina, una vez que quedara al descubierto su auténtica y única personalidad, aquella que sólo puede quedar oculta durante un tiempo prudencial; después de verse rodeado, sola y exclusivamente, por un pequeño puñado de incondicionales de su misma naturaleza; después de quedar sobradamente demostrada su total incompetencia, su acentuada caradura y su perenne desidia en el terreno laboral. Después de todo esto, a nuestro aburrido amigo se le ocurre la feliz idea de que la corporación necesita un comité de empresa que vele por los intereses de los desvalidos empleados, y, claro está, él era el único que podía llevar a buen término semejante cometido.
La tortilla dio la vuelta por completo. De ser el favorito, el preferido, el incuestionable pasó a convertirse en el grano más molesto para la dirección de la empresa. Pero ya era tarde; la ley lo amparaba y nada se podía hacer por evitarlo. De nuevo volvió a surgir de sus cenizas para volverse a convertir en el centro de atención de todos. Como ocurre siempre, hubo divisiones y, ya se sabe, donde se siembra división se recoge discordia. Como ya he dicho, esto supuso el principio del fin. Comenzaron las sindicalizaciones, las reuniones, los tiras y aflojas, las amenazas,... y se acabaron los tratos de favor, las risas, la tranquilidad,... Aunque todo esto pertenece a otra historia.
En la que nos ocupa, nuestro hombre no tardó en elevarse a la categoría de líder de los trabajadores, venerado por unos y odiado por otros, pero nunca indiferente. Tampoco tardó mucho en liberarse por completo de sus responsabilidades laborales para ocuparse plenamente en su nuevo cometido de liderazgo. Con el transcurso de los años se desligó por completo de la empresa para entrar a formar parte enteramente de la plantilla del sindicato, dejando al resto de compañeros en la situación actual de precariedad e inseguridad propia de cualquier empresa del sector.
También yo tuve la fortuna de poder librarme de semejante esclavitud, aunque por motivos bien distintos. La última vez que lo vi fue en la televisión (ya sabía yo que legaría lejos), en una de esas cadenas locales que tanto proliferan a día de hoy; hablaba en representación de su sindicato sobre algunos problemas que estaban teniendo en otra empresa cercana. Se le veía más gordo y envejecido, aunque, como siempre, seguro de sí mismo y con cara de saber perfectamente de lo que estaba hablando. Me alegré de que las cosas le fueran bien, si bien, ya no despertó en mí ningún sentimiento de envidia, ni de admiración, más bien todo lo contrario. Comprendí que antes de condenar o elevar a los altares a nada ni a nadie es conveniente dejar actuar al sabio e implacable juez del tiempo que, como siempre, se encargará de dar a cada cual lo que le corresponda o de quitar lo que le sobre. Por mi parte, estoy muy satisfecho del transcurrir del mismo y me alegro enormemente de no haberme esforzado más en parecer lo que no soy, y nunca seré.
Moraleja: ¡Y yo qué sé! Invéntensela ustedes, hagan algo; mi creatividad tiene un límite.
Es algo mayor que yo, de ahí que estuviera un curso por encima mía en el Instituto. Pero eso daba igual, como ya he dicho, él estaba por encima de todos, era admirado y envidiado por cada alumno del centro, sin importar que fuese más o menos veterano; ¡qué digo, si hasta los mismos profesores le rendían pleitesía! Por supuesto, mi caso no era diferente; tenía todo lo que a mí me faltaba, que no era poco. Era popular, parecía simpático, buen deportista, poseía un físico imponente, no le faltaban comentarios graciosos y oportunos, nunca se encontraba solo,... En definitiva, era el compañero que todo el mundo quería tener, a pesar de que, a su lado, siempre corrías el peligro de que te humillara en público haciéndote quedar como un estúpido delante de cualquiera, tan sólo por el puro placer de reírse un rato; pero era un riesgo que merecía la pena asumir, todo fuera por intentar contagiarse un poco de su grandiosidad y elocuencia infinita. Tengo entendido que no era muy buen estudiante, pero eso, ¿a quién le podía importar?
En fin, prosigamos con la historia. Una vez terminado el Instituto, me lo volví a encontrar unos años después en un curso impartido por el INEM para optar a un puesto de trabajo en una importante empresa multinacional. Ni que decir tiene que él no me reconoció o, al menos, no dio muestras de hacerlo. Por este tiempo, mi persona aún conservaba gran parte de la transparencia de antaño, así que tampoco le di mucha importancia al hecho de que ni tan siquiera me dirigiera una simple mirada de complacencia, mientras él seguía como siempre acaparando la atención de todos y de todas con su incuestionable simpatía, su extrovertido carácter dicharachero y su agudo ingenio sin límites.
Durante los dos meses y medio que duró el curso, no hizo más que aumentar su popularidad entre todos los asistentes, profesores incluidos. Era el que más comunicativo se mostraba siempre, en todo momento tenía una respuesta oportuna que, aunque no fuera acertada, al menos era ocurrente; sus opiniones sentaban cátedra y eran asumidas mansamente por todo el auditorio, aunque sólo fuera por el temor que infundían sus denigrantes represalias sobre todo aquel que tenía la osadía de contradecirle; tenía además una habilidad increíble para salir airoso frente a cualquier situación, por muy comprometida que ésta fuese. Por lo dicho, de todos era sabido que sería uno de los primeros en acceder al puesto de trabajo que tanto anhelábamos los demás y para el que tanto nos estábamos esforzando. Para él, por el contrario, parecía cosa de coser y cantar; de nada importaba que alguien le soplara siempre las respuestas en los exámenes descaradamente o que no mostrase ningún respeto por algunos de sus compañeros menos populares. Para ser el favorito de los profesores lo único necesario era hacerlos reír a cada momento y darles un poco de charla de vez en cuando diciéndoles lo que querían escuchar, siempre con simpatía y buen humor, por supuesto, mientras que el resto teníamos que partirnos la cara estudiando e intentando parecer perfectos y brillantes aun en las situaciones más adversas.
Y efectivamente ocurrió lo que ya sabíamos: poco después de terminar el curso lo avisaron de la empresa y entró a formar parte de la misma sin ningún problema. Yo aprobé todas las asignaturas con la máxima nota, pero de nada me sirvió; llegué a pensar que igual mi expediente también se había vuelto invisible. Al cabo de dos años me dio por enviar una carta al departamento de RR.HH. y tuve la enorme fortuna de que era un momento en el que la empresa necesitaba personal, así que me llamaron y, tras las pertinentes entrevistas, me incorporé a la plantilla.
Allí estaba él. Su glorioso hálito seguía brillando inconmensurablemente a lo largo y ancho de toda la planta. Tampoco en esta ocasión se le vio un gesto de cercanía o reconocimiento; ni yo lo esperaba, a pesar de trabajar muy cerca el uno del otro y de cruzarnos cientos de veces a lo largo de la jornada laboral. Hasta entonces creí haber superado mi larga enfermedad de la incorporeidad, pero al parecer, volví a recaer, llegando a temer incluso que ésta se volviese crónica. Me salvó el hecho de que, por entonces, yo había madurado un poco y pude observar que mi caso era uno más entre tantos otros, es decir, comprobé que no era el único al que esta persona parecía ignorar o ningunear, por no decir despreciar. Así que fui restándole importancia y dedicándome a lo mío. Afortunadamente no me faltaban compañeros con los que charlar amigablemente ni con los que pasar buenos ratos; gente como yo, sencilla, trabajadora, sin ánimo de grandeza ni complejo de superioridad.
Así transcurrieron algunos años, yo relacionándome laboral y amistosamente con mis iguales dentro de nuestro plano terrenal, mientras él continuaba paseando su incombustible aura por ese otro mundo, más cercano al Olimpo, donde sólo unos pocos privilegiados tenían acceso, y donde él, y sólo él, tenía la potestad de invitar o expulsar a quien le viniese en gana, sin otro motivo aparente más que su caprichosa voluntad.
En un principio, la empresa en la que trabajábamos, como empresa joven y extranjera que era, ofrecía a sus asalariados unos servicios sociales y una calidad humana fuera de lo común; éramos como una gran familia, donde nuestros jefes y superiores nos protegían y cuidaban como a sus propios hijos y nosotros, naturalmente, respondíamos con igual cordialidad y afecto, dándole a la empresa lo mejor de nosotros mismos (al menos la gran mayoría). Pero todo lo bueno acaba.
Y en el caso que nos ocupa, el anunciado fin llegó de la mano de nuestro protagonista. Sí, de ese mismo por el que tiempo atrás los gerentes de la empresa sentían tanto orgullo y admiración, llegándolo a coronar imaginariamente como hijo predilecto de nuestra gran familia. Ese mismo que todos los ingenieros se rifaban por tener en sus plantillas, al cargo de sus máquinas. El mismo al que todos habíamos anhelado parecernos en algún momento de nuestras insípidas existencias. Como digo, después de unos primeros años de bienestar y seguridad, tras transcurrir el tiempo necesario para poner a cada cual en su sitio, después de que nuestro protagonista hubiera perdido paulatinamente su aureola divina, una vez que quedara al descubierto su auténtica y única personalidad, aquella que sólo puede quedar oculta durante un tiempo prudencial; después de verse rodeado, sola y exclusivamente, por un pequeño puñado de incondicionales de su misma naturaleza; después de quedar sobradamente demostrada su total incompetencia, su acentuada caradura y su perenne desidia en el terreno laboral. Después de todo esto, a nuestro aburrido amigo se le ocurre la feliz idea de que la corporación necesita un comité de empresa que vele por los intereses de los desvalidos empleados, y, claro está, él era el único que podía llevar a buen término semejante cometido.
La tortilla dio la vuelta por completo. De ser el favorito, el preferido, el incuestionable pasó a convertirse en el grano más molesto para la dirección de la empresa. Pero ya era tarde; la ley lo amparaba y nada se podía hacer por evitarlo. De nuevo volvió a surgir de sus cenizas para volverse a convertir en el centro de atención de todos. Como ocurre siempre, hubo divisiones y, ya se sabe, donde se siembra división se recoge discordia. Como ya he dicho, esto supuso el principio del fin. Comenzaron las sindicalizaciones, las reuniones, los tiras y aflojas, las amenazas,... y se acabaron los tratos de favor, las risas, la tranquilidad,... Aunque todo esto pertenece a otra historia.
En la que nos ocupa, nuestro hombre no tardó en elevarse a la categoría de líder de los trabajadores, venerado por unos y odiado por otros, pero nunca indiferente. Tampoco tardó mucho en liberarse por completo de sus responsabilidades laborales para ocuparse plenamente en su nuevo cometido de liderazgo. Con el transcurso de los años se desligó por completo de la empresa para entrar a formar parte enteramente de la plantilla del sindicato, dejando al resto de compañeros en la situación actual de precariedad e inseguridad propia de cualquier empresa del sector.
También yo tuve la fortuna de poder librarme de semejante esclavitud, aunque por motivos bien distintos. La última vez que lo vi fue en la televisión (ya sabía yo que legaría lejos), en una de esas cadenas locales que tanto proliferan a día de hoy; hablaba en representación de su sindicato sobre algunos problemas que estaban teniendo en otra empresa cercana. Se le veía más gordo y envejecido, aunque, como siempre, seguro de sí mismo y con cara de saber perfectamente de lo que estaba hablando. Me alegré de que las cosas le fueran bien, si bien, ya no despertó en mí ningún sentimiento de envidia, ni de admiración, más bien todo lo contrario. Comprendí que antes de condenar o elevar a los altares a nada ni a nadie es conveniente dejar actuar al sabio e implacable juez del tiempo que, como siempre, se encargará de dar a cada cual lo que le corresponda o de quitar lo que le sobre. Por mi parte, estoy muy satisfecho del transcurrir del mismo y me alegro enormemente de no haberme esforzado más en parecer lo que no soy, y nunca seré.
Moraleja: ¡Y yo qué sé! Invéntensela ustedes, hagan algo; mi creatividad tiene un límite.
3 Consejos, saludos, propuestas...:
No es oro todo lo que brilla, ni los diamantes brillan hasta que se pulen. Pero esto no es una moraleja, esto son dos lecciones, una química y otra de física.
Salud
Que solo debio estar el personaje principal de esta historia, en su gpo selecto de los cercanos al olimpo, ¿Cuantos eran los miembros 1, 2, 3...?, un gusto pasar por aqui, gracias por pasa por mi blog... (si este comentario aparece doble sorry pero me mando un mensaje de error y volvi a firmar)
Pedro: A veces pienso que tu creatividad no tiene límite. Que decir, como tu protagonista yo en mi profesión he visto a miles y muchos han querido seguirles sus pasos para ser parte de la manada. Para mi bien, a mí me ha gustado siempre diferenciarme del grupo y seguir mi propio recorrido. No hacerle daño a nadie, porque la vida y el tiempo son justos...tardan, demoran, pero llegan al punto siempre.
Si, pues, hay tipos que tienen un espíritu arribista y eso es bien difícil de cambiar, y tienen una capacidad bien ave fenix para levartarse de sus cenizas. Pero bueno es su rollo, aquí lo importante es trabajar por el crecimiento de uno mismo. Uff...ya me mandé semejante rollo existencialista. Todo es culpa de tu CREATIVIDAD!
Beso,
Maya
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