lunes, 24 de septiembre de 2007
Hubo una vez una ciudad (no importa donde quedaba, ni cómo se llamaba) antigua y próspera ubicada en el medio de una basta planicie. Un verano, mientras los pobladores se afanaban por prosperar y vivir bien, una mujer pobre, vieja y extraña llegó a una de las puertas de la ciudad cargada con doce pesados libros que puso a la venta entre los ciudadanos. Dijo que los libros contenían todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo y que se los cedía a la ciudad por tan sólo un saco de oro.
La gente de la ciudad consideró la idea bastante graciosa. Pensaron que obviamente la señora no tenía noción del valor del oro y que lo mejor que podía hacer era marcharse.
Ella se mostró conforme, pero antes, dijo, destruiría la mitad de los libros. Prendió una pequeña fogata, quemó a la vista de todos los habitantes de la ciudad seis de los libros que contenían todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo, y luego se marchó.
Con algunas dificultades, la ciudad logró prosperar a pesar del duro invierno y, al verano siguiente, la anciana regresó.
–¡Ah, otra vez usted! –le dijeron–. ¿Cómo están el conocimiento y la sabiduría?
–Seis libros –dijo–, sólo quedan seis. La mitad de todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo. Otra vez se los ofrezco.
–Ah, ¿sí? –le contestaron las personas riendo con disimulo.
–Solo que ha cambiado el precio.
–No nos sorprende.
–Dos sacos de oro.
–¿Qué?
–Dos sacos de oro por los seis libros que quedan con todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo. Los toman o los dejan.
–Nos parece –le dijeron– que usted no debe de tener mucha sabiduría y conocimiento, ya que de lo contrario sabría que no puede cuadruplicar un precio ya escandaloso para el mercado del comprador. Si ese es el tipo de conocimiento y sabiduría que pretende vendernos, entonces francamente se lo puede quedar a cualquier precio.
–¿Los quieren o no?
–No.
–Muy bien. Si no es molestia, un poco de leña, por favor.
Prendió otra fogata y quemó tres de los libros restantes a la vista de todos; luego se marchó por la planicie.
Esa noche dos o tres curiosos salieron furtivamente a inspeccionar las cenizas para ver si podían encontrar una página o dos, pero el fuego lo había consumido todo y la vieja mujer había rastrillado las cenizas. No quedaba nada.
Pasó otro invierno difícil que afectó a la ciudad, y causó algunos problemas de hambre y enfermedad a sus habitantes, pero el comercio siguió prosperando y, al llegar el verano, cuando volvió a regresar la anciana, ya se encontraban bastante bien.
–Llega temprano este año –le dijeron.
–Tengo menos que acarrear –explicó mostrándoles los tres libros que llevaba con todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo–. ¿Les interesa?
–¿A qué precio?
–Cuatro sacos de oro.
–Abuela, usted está totalmente loca. Además, nuestra economía atraviesa por un período medio difícil en este momento. No podemos pensar en sacos de oro.
–Leña, por favor.
–Espere un minuto –dijeron–, esto no le está haciendo bien a nadie. Hemos estado pensando acerca de todo esto y hemos formado un pequeño comité para mirar sus libros. Déjenos evaluarlos durante unos meses para ver si tienen algún valor para nosotros, y cuando regrese el próximo año quizá le podamos hacer una oferta razonable. Pero no estamos hablando de sacos de oro, ¿eh?
La anciana meneó la cabeza.
–No –dijo–. Tráiganme leña.
–Le va a costar.
–No importa –dijo la mujer encogiendo los hombros–. Los libros arden bien sin leña.
Y diciendo esto procedió a hacer trizas dos de los libros, que se quemaron con facilidad. Luego, se fue por la planicie dejando a los ciudadanos por otro año.
Regresó al final de la primavera.
–El último que queda –dijo, poniéndolo en el suelo delante de ella–. Esta vez pude traer mi propia leña.
–¿Cuánto? –le preguntaron.
–Dieciséis sacos de oro.
–¡Sólo presupuestamos ocho!
–Tómenlo o déjenlo.
–Espere.
La gente de la ciudad se reunió y regresó a la media hora.
–Dieciséis sacos de oro es todo lo que nos queda –imploraron–. Son tiempos difíciles. Debe dejarnos con algo.
La anciana canturreó en voz baja y comenzó a hacer una fogata.
–¡Está bien! –exclamaron, y abrieron las puertas de la ciudad para que salieran dos carruajes tirados por bueyes cargados con ocho sacos de oro cada uno–. ¡Será mejor que sea bueno! –exclamaron.
–Gracias –dijo la anciana–, lo es. Y deberían haber visto el resto.
Encaminó los dos carruajes alejándose por la planicie y dejando que la gente se defendiera como mejor pudiera con tan sólo la doceava parte de todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo.
La gente de la ciudad consideró la idea bastante graciosa. Pensaron que obviamente la señora no tenía noción del valor del oro y que lo mejor que podía hacer era marcharse.
Ella se mostró conforme, pero antes, dijo, destruiría la mitad de los libros. Prendió una pequeña fogata, quemó a la vista de todos los habitantes de la ciudad seis de los libros que contenían todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo, y luego se marchó.
Con algunas dificultades, la ciudad logró prosperar a pesar del duro invierno y, al verano siguiente, la anciana regresó.
–¡Ah, otra vez usted! –le dijeron–. ¿Cómo están el conocimiento y la sabiduría?
–Seis libros –dijo–, sólo quedan seis. La mitad de todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo. Otra vez se los ofrezco.
–Ah, ¿sí? –le contestaron las personas riendo con disimulo.
–Solo que ha cambiado el precio.
–No nos sorprende.
–Dos sacos de oro.
–¿Qué?
–Dos sacos de oro por los seis libros que quedan con todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo. Los toman o los dejan.
–Nos parece –le dijeron– que usted no debe de tener mucha sabiduría y conocimiento, ya que de lo contrario sabría que no puede cuadruplicar un precio ya escandaloso para el mercado del comprador. Si ese es el tipo de conocimiento y sabiduría que pretende vendernos, entonces francamente se lo puede quedar a cualquier precio.
–¿Los quieren o no?
–No.
–Muy bien. Si no es molestia, un poco de leña, por favor.
Prendió otra fogata y quemó tres de los libros restantes a la vista de todos; luego se marchó por la planicie.
Esa noche dos o tres curiosos salieron furtivamente a inspeccionar las cenizas para ver si podían encontrar una página o dos, pero el fuego lo había consumido todo y la vieja mujer había rastrillado las cenizas. No quedaba nada.
Pasó otro invierno difícil que afectó a la ciudad, y causó algunos problemas de hambre y enfermedad a sus habitantes, pero el comercio siguió prosperando y, al llegar el verano, cuando volvió a regresar la anciana, ya se encontraban bastante bien.
–Llega temprano este año –le dijeron.
–Tengo menos que acarrear –explicó mostrándoles los tres libros que llevaba con todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo–. ¿Les interesa?
–¿A qué precio?
–Cuatro sacos de oro.
–Abuela, usted está totalmente loca. Además, nuestra economía atraviesa por un período medio difícil en este momento. No podemos pensar en sacos de oro.
–Leña, por favor.
–Espere un minuto –dijeron–, esto no le está haciendo bien a nadie. Hemos estado pensando acerca de todo esto y hemos formado un pequeño comité para mirar sus libros. Déjenos evaluarlos durante unos meses para ver si tienen algún valor para nosotros, y cuando regrese el próximo año quizá le podamos hacer una oferta razonable. Pero no estamos hablando de sacos de oro, ¿eh?
La anciana meneó la cabeza.
–No –dijo–. Tráiganme leña.
–Le va a costar.
–No importa –dijo la mujer encogiendo los hombros–. Los libros arden bien sin leña.
Y diciendo esto procedió a hacer trizas dos de los libros, que se quemaron con facilidad. Luego, se fue por la planicie dejando a los ciudadanos por otro año.
Regresó al final de la primavera.
–El último que queda –dijo, poniéndolo en el suelo delante de ella–. Esta vez pude traer mi propia leña.
–¿Cuánto? –le preguntaron.
–Dieciséis sacos de oro.
–¡Sólo presupuestamos ocho!
–Tómenlo o déjenlo.
–Espere.
La gente de la ciudad se reunió y regresó a la media hora.
–Dieciséis sacos de oro es todo lo que nos queda –imploraron–. Son tiempos difíciles. Debe dejarnos con algo.
La anciana canturreó en voz baja y comenzó a hacer una fogata.
–¡Está bien! –exclamaron, y abrieron las puertas de la ciudad para que salieran dos carruajes tirados por bueyes cargados con ocho sacos de oro cada uno–. ¡Será mejor que sea bueno! –exclamaron.
–Gracias –dijo la anciana–, lo es. Y deberían haber visto el resto.
Encaminó los dos carruajes alejándose por la planicie y dejando que la gente se defendiera como mejor pudiera con tan sólo la doceava parte de todo el conocimiento y toda la sabiduría del mundo.
Pasaje del Libro de las Sibilas
Extraído del libro Hijos de las Estrellas de Daniel Roberto Altschuler (2001)
4 Consejos, saludos, propuestas...:
Asi somos los seres humanos, dejamos pasar un tren que nunca más pasará. Dejamos pasar las oportunidades normalmente por necios y mezquinos y cuando estamos a punto de perderlo todo reaccionamos, pero ya es tarde. Se quedaron sin dinero y solo con una pequeña parte del conocimiento que le estaban ofreciendo.
Parafraseando a T.S. Eliot que escribió:
La victoria y la derrota son dos impostores.
Se deduce de esta historia que precio, valor y coste son tres impostores.
Por lo tanto, el número de impostores, crece.
Salud
Excelente historia, quedar con tan poco acerca del conocimiento del mundo, la mayoria quemado por la avaricia de la anciana que en lugar de aprovechar el conocimiento prefirio venderlo... la tipica historia de los codiciosos y los avaros, no arriesgan lo que tienen aunque lo que tengan en frente sea mejor....
salu2!
koan:
dejarias de trabajar por dinero si eso te hiciera mas sabio?
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