jueves, 2 de octubre de 2008
Como voy a estar fuera unos días, os dejo este texto algo más extenso de lo habitual. Espero que lo disfrutéis igualmente.
Al terminar de comer el caminante las frutas con las que solía saciar su apetito a media mañana, se dirigió a un cercano riachuelo con la intención de lavarse las manos y el cuchillo utilizado, al mismo tiempo que aprovecharía para refrescarse un poco, dado que el día estaba resultando bastante caluroso. En ello se encontraba cuando se percató de la presencia de otra persona no lejos de donde él estaba situado. Comprobó que se trataba de un anciano de edad indeterminada, con una poblada barba blanca y cabello ralo y despeinado también encanecido. Estaba inmóvil, sentado sobre una gran roca al borde del mismo río, y con la mirada fija en un punto concreto de la orilla opuesta.
El caminante se acercó con intención de saludar creyendo que el hombre se encontraba distraído y no se había percatado de su presencia, pero antes de que pudiera salir una palabra de su boca, éste le hizo una rápida señal de silencio con su mano sin apartar la vista del punto en el que tenía fijada su total atención. Seguidamente, le indicó con la misma mano que mirara en la dirección que él lo hacía, todo ello sin dejar de hacerlo él ni por un momento. El caminante obedeció sumiso y confundido, quedándose también inmóvil por miedo a estropear el espectáculo que tanto interés despertaba en aquel anciano. Desde donde él se encontraba, lo único que podía ver en la dirección señalada eran algunas libélulas revoloteando sobre las remansadas aguas del riachuelo. Pero no tuvo que esperar mucho; al instante siguiente, sin previo aviso, emergió como un rayo de la superficie del agua una pequeña cabeza de pez que escupió con gran precisión y energía un chorro de agua sobre uno de estos insectos que se encontraba posado sobre una delicada rama que colgaba a escasos centímetros del agua, derribándolo para, posteriormente, atraparlo con su boca y volverse a sumergir con la misma premura. Todo ocurrió en un par de segundos.
–¿No le parece increíble? –dijo por fin el hombre, girando, ahora sí, la cabeza hacia el caminante–. Nunca fallan.
–Nunca había visto nada semejante –respondió el sorprendido caminante–. ¿Qué peces son esos?
–No tengo ni idea de cómo se llaman; sólo sé que son tan certeros como esquivos. ¿Qué tal está? Espero no haberle asustado con mis manías –comentó el anciano al tiempo que se levantaba y se le acercaba.
–Oh no, muy al contrario; ha sido un espectáculo fascinante –contestó el asombrado caminante, que se había dispuesto a escuchar una lección sobre peces e insectos, la cual nunca llegó; algo que no le decepcionó, por cierto–. La naturaleza siempre cuenta con algo con lo que sorprendernos.
–Nunca lo dude. Lo difícil en estos tiempos es encontrar a alguien que quiera dejarse sorprender por ella.
–Dígame, ¿cómo sabía que iba a aparecer el pez en ese momento? –quiso saber el caminante.
–No lo sabía. Sólo lo esperaba. Tampoco sabe usted el tiempo que llevaba esperándolo, ¿verdad?
–Tiene razón –asintió el caminante–. ¿Y llevaba mucho?
–Qué más da –respondió el hombre restándole importancia–. Cuénteme, ¿qué le trae por aquí?
–No gran cosa. Me gusta tomarme de vez en cuando unos días de respiro caminando por estos bosques.
–Eso está muy bien. No todo el que quiere puede permitírselo; es usted un hombre afortunado.
–Sí, no puedo quejarme. También usted parece encontrarse donde desea, ¿no es así?
–¿Usted cree? Si en vez de vivir en un pueblo cercano, lo hiciese en Egipto, por ejemplo, lo más fácil es que no podría estar ahora aquí, por mucho que lo desease –contestó el anciano sorprendiendo de nuevo al caminante.
–Bueno... supongo, claro. Pero yo me refería teniendo en cuenta sus posibilidades.
–Tranquilo hombre, no se apure. Ya sé a lo que se refería usted –le dijo con una amplia sonrisa burlona–. Si estuviese en Egipto estaría contemplando las pirámides seguramente.
–Igualmente un espectáculo maravilloso, aunque en ese caso no de la naturaleza, sino de la mano del hombre.
–También los hombres somos obra de la naturaleza, ¿no?
–Sí. De hecho, algunos científicos opinan que somos la culminación de esta magna obra.
–Esos científicos no tienen ni idea. Yo los reduciría al tamaño de una hormiga y los invitaría a entrar en uno de sus inmensos hormigueros, por mencionar sólo a una de las muchas criaturas que existen bastantes más asombrosas que el limitado e inestable ser humano. Incluso hay plantas que nos aventajan en determinadas virtudes. El hombre es sólo una especie a medio hacer, muy lejos de ser la culminación de nada.
–Parece conocer usted mucho sobre la naturaleza.
–No crea; tan sólo conozco lo que me rodea, lo cual tampoco es que tenga mucho mérito. Basta con utilizar aquello que nos ha sido concedido gratuitamente, es decir, los ojos, la nariz, los oídos... Ya me entiende.
–Claro. Entonces no cree usted que el ser humano sea la especie más inteligente del planeta, por lo que dice.
–Bueno, no sabría qué decirle. Según esos mismos científicos que usted mencionaba, seremos la especie que menos tiempo habitaremos el planeta antes de extinguirnos. Eso no dice mucho en nuestro favor. Ya ve qué contradicción.
–Es verdad. Menos mal que no tienen ni idea, ¿no fue eso lo que dijo?
–Oh sí. Pero no me malinterprete, yo no soy tan pesimista. Estoy seguro de que algún día aprenderemos a usar la mente; en cuestión de supervivencia la naturaleza no se anda con tonterías.
–Algo habremos aprendido, ¿no? El hombre ha avanzado mucho en muy poco tiempo gracias a la inteligencia; eso no hay quien lo pueda negar.
–El hombre no es tan inteligente como queremos pensar, pero sí que somos muy hábiles, de ahí que hayamos progresado tanto. Además tenemos a las mujeres; ellas sí que son inteligentes de verdad. La naturaleza es muy sabia; empareja a un ser inteligente con otro hábil y conseguirán todo lo que se propongan –sentenció el hombre.
El caminante no sabía si aquel extraño hombre hablaba en serio o sólo hacía ingeniosas conjeturas particulares con la idea de enfrascarse en una conversación amena y relajada. Lo que sí parecía seguro era que aquella era una persona que había vivido mucho y tenía ideas muy claras y precisas, así que el caminante pensó que podría ser agradable y provechoso hablar con él durante un rato, aunque para ello tuviese que abandonar el camino por el que andaba en esos momentos.
–Así que los hombre somos hábiles y las mujeres inteligentes –dijo el caminante–. Curioso, nunca lo había oído antes. No es que yo no esté de acuerdo, de hecho, ahora que lo pienso, creo que lleva razón, pero dígame, si es verdad que la mujer es más inteligente que el hombre, ¿por qué cree usted que ha sido el hombre el que ha dominado siempre mientras que ellas permanecían en un segundo plano?
–Pues por eso mismo, porque son más listas. Si nosotros tuviésemos un mínimo de inteligencia las dejaríamos a ellas en el mando. Seguro que todo nos iría mucho mejor.
–Seguramente. La verdad es que no se puede decir que lo estemos haciendo muy bien. Aunque me parece que habrá muchas personas que discrepen con usted; tenga en cuenta que a lo largo de la historia y también en la actualidad, ha habido algunas mujeres dominantes que también han creado bastantes problemas.
–Sólo las que intentan parecerse a los hombres, o aquellas que ansían estar por encima de él. La que se comporta como lo que es, es decir, como una mujer, difícilmente causará graves perjuicios. Pero claro, éstas nunca alcanzarán el poder, en primer lugar porque no lo pretenden. Así nos va.
–Tiene usted en muy alta estima al sexo femenino. Deben haberse portado muy bien con usted.
–No me quejo. Yo sólo me limito a dejarlas hacer, es la mejor opción.
–Es lógico, ya que piensa que son más inteligentes. Pero digo yo que también se equivocarán de vez en cuando, ¿no cree?
–De vez en cuando no, se equivocan muchísimo, como todo el mundo. La diferencia es que cuando ellas se equivocan no muere gente ni se cometen tantas injusticias, ya que sus intereses son distintos a los nuestros. Por eso merece la pena sufrir de vez en cuando con sus errores que, por lo general, suelen ser bastante tontos y fáciles de subsanar.
–No sé, no sé. Yo no creo que exista tanta diferencia entre ambos sexos, aunque es verdad que recientemente se ha descubierto que genéticamente presentamos algunas diferencias que pueden derivar en el distinto comportamiento al que usted hace referencia.
–Yo no entiendo de genes ni cosas así, como le dije antes, sólo me dedico a observar lo que se encuentra a mi alrededor, y de ahí saco mis propias conclusiones. Tampoco los antiguos conocían la genética y sin embargo sabían la labor a la que se tenía que dedicar cada uno para que la convivencia fuese lo más armónica y estable posible; conocimiento que, por cierto, se ha perdido, a pesar de que en la actualidad hayamos sido capaces de completar el genoma humano, algo que demuestra que seguimos creciendo en habilidades y mermando en inteligencia, para nuestra desgracia.
–O sea, que, según usted, cualquier tiempo pasado fue mejor.
–No, por Dios –respondió el anciano tajantemente–. Ningún tiempo pasado conocido creo que fuese mejor que éste que vivimos, al menos para algunos. Cuando yo digo los antiguos, me refiero a aquellos primeros seres humanos que poblaron la tierra y que aún se necesitaban los unos a los otros para poder sobrevivir. Es de suponer que existió una época en la cual no se habrían creado aún las fronteras, ni se conocerían las necesidades que no viniesen impuestas por la propia naturaleza y para todos por igual; una época en la que los líderes serían los más fuertes e inteligentes y en la que cada cual tuviese que cumplir con su parte de responsabilidad para contribuir al mantenimiento de la comunidad. Es a esa época a la que yo hago referencia, mucho antes de que apareciese la riqueza y la pobreza que creó la agricultura y la ganadería. No sé si me explico con claridad o me estoy yendo mucho por las ramas.
–No, no, le comprendo perfectamente. Pero sigo sin tener muy claro la diferencia que usted ve entre hombres y mujeres –insistió el caminante, que aquel le parecía un punto de vista muy notable y en el que le interesaba profundizar–. Es evidente que ambos hemos tenido siempre roles diferentes, pero no hay evidencias que hagan suponer que la evolución intelectual fuese mayor en el sexo femenino. De hecho, usted parece bastante inteligente para ser hombre.
–Puede ser, pero resulta que yo sólo soy un pobre viejo al que nadie escucha. Precisamente ese es el problema de los hombres, que necesitamos muchos años para aprender lo que ellas llevan sabiendo desde siempre, y para cuando lo aprendemos, ya es tarde, nos habrán reemplazado otros más jóvenes, más hábiles y también más tontos. Pero no se esfuerce mucho por comprenderme, no es necesario; como le he dicho, sólo soy un pobre viejo desahogándose con el primero que le escucha. Además, tampoco pretendo en absoluto llevar la razón. Seguramente no estoy diciendo más que tonterías, pero, compréndame, a mi edad creo que tengo derecho a hacerlo.
–Por supuesto. Y yo no creo que sean tonterías; a mí me parece que tiene usted unas opiniones muy interesantes y dignas de ser escuchadas. Es una pena que las personas mayores queden muchas veces relegadas a un segundo plano, con la cantidad de conocimientos y experiencias que podrían transmitir a los más jóvenes.
–Bah, sinceramente, yo prefiero que me dejen tranquilo. Total, al final, digas lo que digas y hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de la población por lo menos en contra tuya; está demostrado. Así que hacen bien en dejar a los viejos disfrutar de un poco de paz y tranquilidad durante su última etapa en este mundo; nos lo hemos ganado por el simple hecho de haber resistido, ¿no cree? Ahora les toca a otros sufrir, equivocarse, perder y aprender.
–Vaya, lo pinta usted muy negro para no ser pesimista.
–¿De veras? Lo siento, no era mi intención. Lo que ocurre es que yo veo a la mayoría de las personas como a esos muñecos de los niños a los que se les da cuerda y empiezan a andar en línea recta hasta que tropiezan con algún obstáculo, y entonces se giran hacia cualquier lado y continúan hasta volver a tropezar, y así continuamente. Yo, personalmente, prefiero andar con los ojos bien abiertos para poder ver antes los obstáculos y así poder esquivarlos, o, al menos, poder poner las manos delante para que el golpe sea menos dañino. Al final esos muñecos ciegos siempre acaban rodando por unas escaleras o destrozados después de tantos porrazos.
–Cierto; un ejemplo muy ilustrativo. Eso se evitaría, como le dije antes, si se escuchara más a las personas experimentadas, como usted. Aunque no le guste, tendrá que reconocer que podría ayudar a muchas personas si éstas se dejasen aconsejar.
–Puede ser, pero se perderían el entusiasmo de la experiencia. Yo no soy de esos viejos que dicen que les gustaría volver a ser jóvenes pero sabiendo lo que ahora saben; eso sería muy aburrido, seguramente no haría nada emocionante. Lo bonito de la juventud es ese espíritu conquistador que poseen y que los mueve a descubrir cosas nuevas e interesantes. Sin ese empuje de curiosidad propio de la niñez, la vida les sería tan sosa y monótona como lo es la nuestra, con todo nuestro saber y todas nuestras vivencias. No hay nada más aburrido que un joven con sabiduría; por eso precisamente no quieren saber nada de nosotros, porque les parecemos aburridos. Y tienen razón.
–Eso que dice es muy interesante, pero debería de tener en cuenta que, en demasiadas ocasiones, ese comportamiento alocado y falto de sentido común de los jóvenes, les lleva a cometer barbaridades que no pueden remediarse con el tiempo, conduciendo sus vidas por caminos nada positivos ni deseados. Eso se podría evitar inculcándoles un poco de sabiduría antes de que cometan esos irreparables errores, ¿no cree?
–Quizás sí, quizás no. Es imposible que nadie pueda saber nunca cuándo un error nos conducirá por un desgraciado camino sin retorno, o cuándo, ese mismo error, nos terminará llevando hacia otro más feliz. Le puedo asegurar que he conocido a personas que han disfrutado de la más completa dicha, precisamente después de haber sufrido las peores atrocidades a las que se puede enfrentar un ser humano. Pero eso no quiere decir nada; también podría haberles ocurrido lo contrario. A eso es a lo que me refiero. El futuro es tan incierto, que nunca podremos lamentarnos ni agradecer nada hasta que no llegue el final de nuestros días; sólo entonces sabremos lo que de verdad ha merecido la pena o lo que hubiese sido mejor evitar. Aunque yo dudo que ni siquiera entonces podamos hacerlo, ya que tampoco podemos saber nunca hacia dónde nos hubiese conducido cualquier cambio.
–Ya veo –dijo el caminante pensativo–. Todo es mucho más complicado de lo que parece. De todos modos, sigo pensando que una buena educación a tiempo podría ahorrarnos muchas futuras complicaciones.
–Ah, pero eso es distinto; ahí sí que estoy de acuerdo con usted. La educación se centra más en la enseñanza de buenos hábitos y costumbres, a parte de algunos conocimientos más o menos útiles, cosa que nunca viene mal para poder llevar una vida tranquila, ordenada y saludable.
–Pensé que eso lo hacía también la sabiduría.
–No exactamente. La sabiduría no es más que la utilización del sentido común, algo bastante difícil para un niño o un joven, ya que éstos aún no han desarrollado en sus incompletos cerebros la zona que alberga dicha función. Es una cuestión morfológica, simplemente. Por supuesto que una buena educación puede ayudar a desarrollar posteriormente esta función, pero no tiene porqué ser así. También he conocido a gente con una sabiduría sorprendente y una pésima educación, y viceversa.
–¡Madre mía! –exclamó el caminante maravillado por las sagaces conclusiones de su acompañante–. Sería usted capaz de liar a cualquiera.
–Eso tiene fácil solución, no me haga caso. Nadie le puede asegurar que yo tenga razón en lo que estoy diciendo, igual sólo estoy desvariando.
–Eso es lo malo, que creo que tiene usted toda la razón, o al menos a mí me lo parece. Ha conseguido usted que dude sobre algunas de las ideas que tenía yo como ciertas.
–Pues me temo que eso es lo único que puedo yo ofrecerle: dudas. Es el inconveniente que tiene el haber vivido tanto, al final terminas no estando seguro de nada y llegas a la conclusión de que quizás lo mejor sería dejar hacer a la vida y a la naturaleza, y que ellas se encarguen de hacer y de deshacer a su antojo y conveniencia. Nosotros sólo somos meros espectadores de este gran espectáculo que se nos presenta a nuestro alrededor, o, en el mejor de los casos, peones totalmente despreciables y prescindibles en un tablero gobernado por fuerzas invisibles y misteriosas que se nos escapan completamente a nuestro limitado entendimiento. Ya ve, en cuanto me da lo oportunidad, de nuevo empiezo a desvariar con mis chifladuras.
–También yo he pensado en muchas ocasiones que quizás tengan razón los que opinan que la ignorancia produce felicidad, ya que cuanto más creemos saber, más conscientes somos de lo poco que sabemos, y eso es algo que siempre produce zozobra y angustia. Estas incertidumbres se las ahorran todos aquellos que se limitan a cumplir sus funciones diarias sin inquietarse lo más mínimo por descubrir otros aspectos de la existencia que no les sea necesario para su supervivencia diaria.
–Ajá, esa es la gran incógnita, ¿saber sólo lo necesario para sobrevivir o plantearse además los intrincables misterios de la creación? En eso dicen que consiste la sabiduría, ¿no es así? En saber hacer las preguntas correctas que, por regla general, nadie es capaz de responder.
–Hombre, pero piense usted que si el hombre no hubiese sentido nunca curiosidad por los misterios que dice, aún estaríamos viviendo en húmedas cuevas y al amparo de los designios de la naturaleza.
–Más o menos como ahora sólo que un poco más incómodos. Claro que cuando no se ha conocido cierta comodidad, no se la puede echar de menos. Además, tampoco es necesario ser tan extremista; como ya han dicho muchos grandes sabios en el pasado, la virtud siempre está en el justo medio, lo que quiere decir que siempre habrá que sacrificar algunas cosas para conseguir otras más provechosas. Desde hace miles de años el hombre sólo va en busca de su comodidad personal a costa de cualquier otra cosa, sin pararse a pensar en el mucho daño irreparable que se está ocasionando a sí mismo en dicha búsqueda.
–Y en su opinión ¿qué se podría hacer? –preguntó con curiosidad el caminante.
–Poca cosa, me temo. Aunque tampoco soy yo el más indicado para responder a eso; en verdad nadie lo es. Supongo que la respuesta sólo la podrá dar, como siempre, el implacable tiempo. Él, y sólo él, será capaz de poner a cada cual en su sitio, y, mientras tanto, los que quedamos por el camino tendremos que apañárnoslas como mejor sepamos.
–Entonces la conclusión sería que tenemos que resignarnos con lo que venga. Pues yo no termino de verlo muy claro, ¿sabe? Siendo así, sería todo un desperdicio la cantidad de escritos que existen y que han elaborado a lo largo de miles de años personas con una gran visión muy por encima del común de los mortales. ¿No le parece a usted eso una lástima?
–Sí, pero yo no pongo las normas, sólo las sufro. Es verdad que existen miles de documentos muy valiosos que nos podrían ayudar mucho, pero, al mismo tiempo, también existen otros tantos que los contradicen con argumentos igual de creíbles para muchos. Por lo tanto, es imposible que haya unanimidad de criterios, y sin ésta, la convivencia en paz resulta muy complicada.
–O sea, que según usted, podría ser incluso contraproducente que haya tanta variedad de opiniones sobre cualquier tema.
–Exacto. No me negará que no nos iría a todos mucho mejor si el mundo entero creyera en un mismo Dios o no creyera en ninguno. Y lo mismo se podría concluir sobre cualquier otra materia en la que no nos terminemos de poner de acuerdo. Siempre será mejor una mentira beneficiosa y consensuada que miles de verdades a medias, al menos en lo que a la supervivencia y al bienestar se refiere. De todas formas, mi larga experiencia me ha llevado a la conclusión de que nos iba mucho mejor cuando sólo aprendíamos de los animales y de la naturaleza, en vez de dejarnos guiar por otros humanos por muy sabios que fueran.
–Eso que dice es muy curioso –dijo el caminante, que por momentos se encontraba más emocionado con aquella conversación–. También yo creo que la naturaleza nos puede enseñar mucho, pero de ahí a pensar que deberíamos de desdeñar todas las enseñanzas recibidas a lo largo de la historia en materia de filosofía y ética a favor de éstas...
–No digo que sea la solución perfecta, pero cuando se dan tantas contradicciones no estaría mal empezar de cero, o al menos, tener un poco más en cuenta nuestros comienzos. ¿Acaso piensa usted que su vida es más plena, más feliz y con más sentido que la de ese pequeño gorrión que nos mira extrañado? –preguntó el anciano señalando a un pájaro que se encontraba posado en un arbusto a un lado del camino–. Si de verdad piensa usted eso es que está loco. Jamás un humano podrá ser tan libre como lo es ese animal en estos momentos. Le aseguro que ese pequeño pájaro podría enseñarnos lecciones más valiosas que Sócrates y Buda juntos. Pero claro, como no puede hablar ni escribir, ni falta que le hace, tenemos que hacer el esfuerzo de pararnos a observarlo, como hacían antiguamente nuestros antepasados, cosa que hoy resulta muy difícil porque no disponemos de tiempo para esas tonterías.
–Veo que está usted muy desencantado con la especie humana; tendría que intentar ver el lado bueno de la vida que, me supongo, alguno tendrá.
–Tiene razón, me estoy poniendo demasiado melancólico. Debe de ser la edad, que nos hace ver las cosas de un modo diferente. Yo antes también pensaba que podría cambiar las cosas que no me gustaban, y me esforzaba por aprender todo lo que pudiera con el fin de convertirme en una persona erudita con la esperanza de poder ayudar a todos los que me rodeaban y demás cosas así; pero lo cierto es que el tiempo me ha bajado de mi pedestal de una patada y me ha colocado aquí, al borde de este río esperando la aparición de peces que escupen agua.
–Quizás sea que no se ha esforzado lo suficiente en hacer llegar sus sabios consejos a los demás. Cómo ve, yo estoy dispuesto a escucharle.
–¿Esforzarse en qué? ¿Y quién puede asegurarme a mí o a usted que mis consejos podrían servir de ayuda a nadie? Como le comenté antes, uno sólo llega a estas conclusiones con el paso del tiempo, cuando ya no quedan ganas ni de hablar, mucho menos de escribir.
–Pues para que vea que nunca se puede perder la esperanza, puede que algún día sea yo el que escriba sobre todas estas cosas que me está usted contando. Es posible que al final sí que sea usted capaz de ayudar a alguien, le guste o no.
–Vaya, no me diga que es usted uno de esos escritores idealistas –preguntó el hombre mirándolo sorprendido.
–Bueno... no sé si idealista...
–Todos los escritores lo son –le interrumpió–. No sé de ninguno que no se crea capaz de transformar el mundo con sus escritos. Los escritores son las personas más vanidosas que conozco, siento mucho decirle esto, créame.
–¿Y conoce usted muchos?
–Algunos. Además he leído a muchos otros, y creo que eso me da derecho a opinar. ¿No será usted de esos que siempre están leyendo un libro que no conoce nadie, verdad, o que suele contestar cosas raras a preguntas sencillas y muy concretas? Es muy típico de los escritores.
–Me parece que nos conoce usted bastante bien –expuso el caminante esbozando una sonrisa de complicidad–. Admito que he pasado por esa fase que usted menciona, pero creo que a estas alturas de mi vida ya he podido comprender que el mundo va a seguir igual que siempre, a pesar de lo que yo escriba. En estos momentos me contento con intentar cambiar la realidad que me rodea más de cerca. Porque eso, no me negará usted, que no se pueda hacer.
–Claro, claro, si las circunstancias le ayudan, por qué no. Le deseo mucha suerte. Muchos otros lo han conseguido antes que usted; mire si no la relevancia que han tenido en el mundo los escritos de personas como Platón, Aristóteles, Buda, Lao Tse, San Pablo, Mahoma... por mencionar sólo algunos. No todas las transformaciones son para bien, pero eso es algo que sólo el tiempo y las circunstancias podrán confirmar.
–Bueno yo nunca he pretendido alcanzar el nivel de esas personas que usted ha mencionado, para qué voy a engañarle...
–Es usted el que se engaña a sí mismo. Todo el que comienza escribiendo lo hace con las más altas pretensiones, lo sé de buena tinta; se llama ilusión, y es lo que mueve el mundo, no hay nada malo en reconocerlo. Con el tiempo se va perdiendo, por desgracia, pero el hecho de que se mantenga usted activo indica que aún conserva algo, ¿me equivoco?
–Ya veo que es inútil intentar contradecirle; conoce usted bien la naturaleza de las personas. Señal de que ha tratado con muchas y variadas. Pero como le digo, en estos momentos yo me conformo tan sólo con llegar a unas pocas personas.
–Claro, qué remedio. Ese es el problema de la sociedad actual. En épocas anteriores eran pocos los que escribían, si los comparamos con el total de la población, por tanto era fácil que sus palabras llegaran al conjunto de los ciudadanos cercanos sin la sombra de la duda proyectada por otras palabras contradictorias. Hoy en día, y desde hace ya bastantes años, sin embargo, son muchos los que escriben, demasiados a mi juicio, y ocurre que, como en otros aspectos de la vida, la abundancia produce el efecto contrario al que se pretende llegar. Lo hablábamos antes, tal diversidad de opiniones, crean una confusión y una división en el común de los ciudadanos que resulta imposible que nadie pueda tener una relevancia realmente importante en el total de la población, como ocurría en el pasado con los grandes pensadores que se decidían a poner por escrito sus ideas.
–Ya le entiendo. Quizás tenga razón, pero no se le puede negar a nadie el derecho de que se exprese libremente. Precisamente ese es uno de los grandes logros de la democracia. Como todo en la vida, también la libertad de expresión tiene sus inconvenientes, además de sus muchas ventajas.
–Así es; qué le vamos a hacer. Y además, qué más da; ni tan siquiera los grandes y sabios pensadores de la antigüedad que hablábamos antes, con toda su relevancia, han conseguido, al menos de momento, que el mundo sea un poco más justo o más pacífico. O quizás sí, lo cierto es que nunca podremos saberlo. Pero me temo que aquí le voy a tener que dejar. Le agradezco mucho que haya tenido paciencia para escuchar las chifladuras de un pobre viejo.
–Ha sido un auténtico placer, créame. He disfrutado mucho con su conversación –le dijo con sinceridad el caminante.
–Si algún día decide escribir algo de lo que le he dicho, no diga que fui yo, por si acaso –se despidió el anciano con una sonrisa mientras tomaba el camino del pueblo.
El caminante se quedó un momento contemplando como se alejaba, con un andar parsimonioso, aquel enigmático personaje que el destino había hecho que se cruzase en su camino en esa soleada mañana. No pudo reprimir una disimulada risa de complacencia al ver como se detenía a mitad de camino para examinar con precisión de cirujano el vuelo de una pequeña mariposa que revoloteaba indiferente por entre los helechos que bordeaban el sendero.
Sintió un poco de lástima al pensar en lo mucho que se perdía el mundo al ignorar a personas como esas, con tanto saber a sus espaldas y que tanto bien podrían hacer si fuesen escuchadas. Él sabía de pueblos primitivos que aún sobrevivían en algunos países subdesarrollados y que mantenía los llamados consejos de ancianos, formados por las personas de más edad que componían la tribu, los cuales eran los que tomaban todas las decisiones importantes que concernían al resto del pueblo. Sin duda, ésta sería una práctica habitual en la antigüedad, lo que le llevaba a concluir que aquel viejo llevaba toda la razón cuando insinuaba que la sociedad moderna, en algunos aspectos, en vez de evolucionar, estaba involucionando, es decir, no sólo dejamos de adquirir mejores hábitos para la supervivencia, sino que además nos olvidamos de las mejores prácticas que nos ayudaron a llegar hasta donde hemos llegado.
El caminante se acercó con intención de saludar creyendo que el hombre se encontraba distraído y no se había percatado de su presencia, pero antes de que pudiera salir una palabra de su boca, éste le hizo una rápida señal de silencio con su mano sin apartar la vista del punto en el que tenía fijada su total atención. Seguidamente, le indicó con la misma mano que mirara en la dirección que él lo hacía, todo ello sin dejar de hacerlo él ni por un momento. El caminante obedeció sumiso y confundido, quedándose también inmóvil por miedo a estropear el espectáculo que tanto interés despertaba en aquel anciano. Desde donde él se encontraba, lo único que podía ver en la dirección señalada eran algunas libélulas revoloteando sobre las remansadas aguas del riachuelo. Pero no tuvo que esperar mucho; al instante siguiente, sin previo aviso, emergió como un rayo de la superficie del agua una pequeña cabeza de pez que escupió con gran precisión y energía un chorro de agua sobre uno de estos insectos que se encontraba posado sobre una delicada rama que colgaba a escasos centímetros del agua, derribándolo para, posteriormente, atraparlo con su boca y volverse a sumergir con la misma premura. Todo ocurrió en un par de segundos.
–¿No le parece increíble? –dijo por fin el hombre, girando, ahora sí, la cabeza hacia el caminante–. Nunca fallan.
–Nunca había visto nada semejante –respondió el sorprendido caminante–. ¿Qué peces son esos?
–No tengo ni idea de cómo se llaman; sólo sé que son tan certeros como esquivos. ¿Qué tal está? Espero no haberle asustado con mis manías –comentó el anciano al tiempo que se levantaba y se le acercaba.
–Oh no, muy al contrario; ha sido un espectáculo fascinante –contestó el asombrado caminante, que se había dispuesto a escuchar una lección sobre peces e insectos, la cual nunca llegó; algo que no le decepcionó, por cierto–. La naturaleza siempre cuenta con algo con lo que sorprendernos.
–Nunca lo dude. Lo difícil en estos tiempos es encontrar a alguien que quiera dejarse sorprender por ella.
–Dígame, ¿cómo sabía que iba a aparecer el pez en ese momento? –quiso saber el caminante.
–No lo sabía. Sólo lo esperaba. Tampoco sabe usted el tiempo que llevaba esperándolo, ¿verdad?
–Tiene razón –asintió el caminante–. ¿Y llevaba mucho?
–Qué más da –respondió el hombre restándole importancia–. Cuénteme, ¿qué le trae por aquí?
–No gran cosa. Me gusta tomarme de vez en cuando unos días de respiro caminando por estos bosques.
–Eso está muy bien. No todo el que quiere puede permitírselo; es usted un hombre afortunado.
–Sí, no puedo quejarme. También usted parece encontrarse donde desea, ¿no es así?
–¿Usted cree? Si en vez de vivir en un pueblo cercano, lo hiciese en Egipto, por ejemplo, lo más fácil es que no podría estar ahora aquí, por mucho que lo desease –contestó el anciano sorprendiendo de nuevo al caminante.
–Bueno... supongo, claro. Pero yo me refería teniendo en cuenta sus posibilidades.
–Tranquilo hombre, no se apure. Ya sé a lo que se refería usted –le dijo con una amplia sonrisa burlona–. Si estuviese en Egipto estaría contemplando las pirámides seguramente.
–Igualmente un espectáculo maravilloso, aunque en ese caso no de la naturaleza, sino de la mano del hombre.
–También los hombres somos obra de la naturaleza, ¿no?
–Sí. De hecho, algunos científicos opinan que somos la culminación de esta magna obra.
–Esos científicos no tienen ni idea. Yo los reduciría al tamaño de una hormiga y los invitaría a entrar en uno de sus inmensos hormigueros, por mencionar sólo a una de las muchas criaturas que existen bastantes más asombrosas que el limitado e inestable ser humano. Incluso hay plantas que nos aventajan en determinadas virtudes. El hombre es sólo una especie a medio hacer, muy lejos de ser la culminación de nada.
–Parece conocer usted mucho sobre la naturaleza.
–No crea; tan sólo conozco lo que me rodea, lo cual tampoco es que tenga mucho mérito. Basta con utilizar aquello que nos ha sido concedido gratuitamente, es decir, los ojos, la nariz, los oídos... Ya me entiende.
–Claro. Entonces no cree usted que el ser humano sea la especie más inteligente del planeta, por lo que dice.
–Bueno, no sabría qué decirle. Según esos mismos científicos que usted mencionaba, seremos la especie que menos tiempo habitaremos el planeta antes de extinguirnos. Eso no dice mucho en nuestro favor. Ya ve qué contradicción.
–Es verdad. Menos mal que no tienen ni idea, ¿no fue eso lo que dijo?
–Oh sí. Pero no me malinterprete, yo no soy tan pesimista. Estoy seguro de que algún día aprenderemos a usar la mente; en cuestión de supervivencia la naturaleza no se anda con tonterías.
–Algo habremos aprendido, ¿no? El hombre ha avanzado mucho en muy poco tiempo gracias a la inteligencia; eso no hay quien lo pueda negar.
–El hombre no es tan inteligente como queremos pensar, pero sí que somos muy hábiles, de ahí que hayamos progresado tanto. Además tenemos a las mujeres; ellas sí que son inteligentes de verdad. La naturaleza es muy sabia; empareja a un ser inteligente con otro hábil y conseguirán todo lo que se propongan –sentenció el hombre.
El caminante no sabía si aquel extraño hombre hablaba en serio o sólo hacía ingeniosas conjeturas particulares con la idea de enfrascarse en una conversación amena y relajada. Lo que sí parecía seguro era que aquella era una persona que había vivido mucho y tenía ideas muy claras y precisas, así que el caminante pensó que podría ser agradable y provechoso hablar con él durante un rato, aunque para ello tuviese que abandonar el camino por el que andaba en esos momentos.
–Así que los hombre somos hábiles y las mujeres inteligentes –dijo el caminante–. Curioso, nunca lo había oído antes. No es que yo no esté de acuerdo, de hecho, ahora que lo pienso, creo que lleva razón, pero dígame, si es verdad que la mujer es más inteligente que el hombre, ¿por qué cree usted que ha sido el hombre el que ha dominado siempre mientras que ellas permanecían en un segundo plano?
–Pues por eso mismo, porque son más listas. Si nosotros tuviésemos un mínimo de inteligencia las dejaríamos a ellas en el mando. Seguro que todo nos iría mucho mejor.
–Seguramente. La verdad es que no se puede decir que lo estemos haciendo muy bien. Aunque me parece que habrá muchas personas que discrepen con usted; tenga en cuenta que a lo largo de la historia y también en la actualidad, ha habido algunas mujeres dominantes que también han creado bastantes problemas.
–Sólo las que intentan parecerse a los hombres, o aquellas que ansían estar por encima de él. La que se comporta como lo que es, es decir, como una mujer, difícilmente causará graves perjuicios. Pero claro, éstas nunca alcanzarán el poder, en primer lugar porque no lo pretenden. Así nos va.
–Tiene usted en muy alta estima al sexo femenino. Deben haberse portado muy bien con usted.
–No me quejo. Yo sólo me limito a dejarlas hacer, es la mejor opción.
–Es lógico, ya que piensa que son más inteligentes. Pero digo yo que también se equivocarán de vez en cuando, ¿no cree?
–De vez en cuando no, se equivocan muchísimo, como todo el mundo. La diferencia es que cuando ellas se equivocan no muere gente ni se cometen tantas injusticias, ya que sus intereses son distintos a los nuestros. Por eso merece la pena sufrir de vez en cuando con sus errores que, por lo general, suelen ser bastante tontos y fáciles de subsanar.
–No sé, no sé. Yo no creo que exista tanta diferencia entre ambos sexos, aunque es verdad que recientemente se ha descubierto que genéticamente presentamos algunas diferencias que pueden derivar en el distinto comportamiento al que usted hace referencia.
–Yo no entiendo de genes ni cosas así, como le dije antes, sólo me dedico a observar lo que se encuentra a mi alrededor, y de ahí saco mis propias conclusiones. Tampoco los antiguos conocían la genética y sin embargo sabían la labor a la que se tenía que dedicar cada uno para que la convivencia fuese lo más armónica y estable posible; conocimiento que, por cierto, se ha perdido, a pesar de que en la actualidad hayamos sido capaces de completar el genoma humano, algo que demuestra que seguimos creciendo en habilidades y mermando en inteligencia, para nuestra desgracia.
–O sea, que, según usted, cualquier tiempo pasado fue mejor.
–No, por Dios –respondió el anciano tajantemente–. Ningún tiempo pasado conocido creo que fuese mejor que éste que vivimos, al menos para algunos. Cuando yo digo los antiguos, me refiero a aquellos primeros seres humanos que poblaron la tierra y que aún se necesitaban los unos a los otros para poder sobrevivir. Es de suponer que existió una época en la cual no se habrían creado aún las fronteras, ni se conocerían las necesidades que no viniesen impuestas por la propia naturaleza y para todos por igual; una época en la que los líderes serían los más fuertes e inteligentes y en la que cada cual tuviese que cumplir con su parte de responsabilidad para contribuir al mantenimiento de la comunidad. Es a esa época a la que yo hago referencia, mucho antes de que apareciese la riqueza y la pobreza que creó la agricultura y la ganadería. No sé si me explico con claridad o me estoy yendo mucho por las ramas.
–No, no, le comprendo perfectamente. Pero sigo sin tener muy claro la diferencia que usted ve entre hombres y mujeres –insistió el caminante, que aquel le parecía un punto de vista muy notable y en el que le interesaba profundizar–. Es evidente que ambos hemos tenido siempre roles diferentes, pero no hay evidencias que hagan suponer que la evolución intelectual fuese mayor en el sexo femenino. De hecho, usted parece bastante inteligente para ser hombre.
–Puede ser, pero resulta que yo sólo soy un pobre viejo al que nadie escucha. Precisamente ese es el problema de los hombres, que necesitamos muchos años para aprender lo que ellas llevan sabiendo desde siempre, y para cuando lo aprendemos, ya es tarde, nos habrán reemplazado otros más jóvenes, más hábiles y también más tontos. Pero no se esfuerce mucho por comprenderme, no es necesario; como le he dicho, sólo soy un pobre viejo desahogándose con el primero que le escucha. Además, tampoco pretendo en absoluto llevar la razón. Seguramente no estoy diciendo más que tonterías, pero, compréndame, a mi edad creo que tengo derecho a hacerlo.
–Por supuesto. Y yo no creo que sean tonterías; a mí me parece que tiene usted unas opiniones muy interesantes y dignas de ser escuchadas. Es una pena que las personas mayores queden muchas veces relegadas a un segundo plano, con la cantidad de conocimientos y experiencias que podrían transmitir a los más jóvenes.
–Bah, sinceramente, yo prefiero que me dejen tranquilo. Total, al final, digas lo que digas y hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de la población por lo menos en contra tuya; está demostrado. Así que hacen bien en dejar a los viejos disfrutar de un poco de paz y tranquilidad durante su última etapa en este mundo; nos lo hemos ganado por el simple hecho de haber resistido, ¿no cree? Ahora les toca a otros sufrir, equivocarse, perder y aprender.
–Vaya, lo pinta usted muy negro para no ser pesimista.
–¿De veras? Lo siento, no era mi intención. Lo que ocurre es que yo veo a la mayoría de las personas como a esos muñecos de los niños a los que se les da cuerda y empiezan a andar en línea recta hasta que tropiezan con algún obstáculo, y entonces se giran hacia cualquier lado y continúan hasta volver a tropezar, y así continuamente. Yo, personalmente, prefiero andar con los ojos bien abiertos para poder ver antes los obstáculos y así poder esquivarlos, o, al menos, poder poner las manos delante para que el golpe sea menos dañino. Al final esos muñecos ciegos siempre acaban rodando por unas escaleras o destrozados después de tantos porrazos.
–Cierto; un ejemplo muy ilustrativo. Eso se evitaría, como le dije antes, si se escuchara más a las personas experimentadas, como usted. Aunque no le guste, tendrá que reconocer que podría ayudar a muchas personas si éstas se dejasen aconsejar.
–Puede ser, pero se perderían el entusiasmo de la experiencia. Yo no soy de esos viejos que dicen que les gustaría volver a ser jóvenes pero sabiendo lo que ahora saben; eso sería muy aburrido, seguramente no haría nada emocionante. Lo bonito de la juventud es ese espíritu conquistador que poseen y que los mueve a descubrir cosas nuevas e interesantes. Sin ese empuje de curiosidad propio de la niñez, la vida les sería tan sosa y monótona como lo es la nuestra, con todo nuestro saber y todas nuestras vivencias. No hay nada más aburrido que un joven con sabiduría; por eso precisamente no quieren saber nada de nosotros, porque les parecemos aburridos. Y tienen razón.
–Eso que dice es muy interesante, pero debería de tener en cuenta que, en demasiadas ocasiones, ese comportamiento alocado y falto de sentido común de los jóvenes, les lleva a cometer barbaridades que no pueden remediarse con el tiempo, conduciendo sus vidas por caminos nada positivos ni deseados. Eso se podría evitar inculcándoles un poco de sabiduría antes de que cometan esos irreparables errores, ¿no cree?
–Quizás sí, quizás no. Es imposible que nadie pueda saber nunca cuándo un error nos conducirá por un desgraciado camino sin retorno, o cuándo, ese mismo error, nos terminará llevando hacia otro más feliz. Le puedo asegurar que he conocido a personas que han disfrutado de la más completa dicha, precisamente después de haber sufrido las peores atrocidades a las que se puede enfrentar un ser humano. Pero eso no quiere decir nada; también podría haberles ocurrido lo contrario. A eso es a lo que me refiero. El futuro es tan incierto, que nunca podremos lamentarnos ni agradecer nada hasta que no llegue el final de nuestros días; sólo entonces sabremos lo que de verdad ha merecido la pena o lo que hubiese sido mejor evitar. Aunque yo dudo que ni siquiera entonces podamos hacerlo, ya que tampoco podemos saber nunca hacia dónde nos hubiese conducido cualquier cambio.
–Ya veo –dijo el caminante pensativo–. Todo es mucho más complicado de lo que parece. De todos modos, sigo pensando que una buena educación a tiempo podría ahorrarnos muchas futuras complicaciones.
–Ah, pero eso es distinto; ahí sí que estoy de acuerdo con usted. La educación se centra más en la enseñanza de buenos hábitos y costumbres, a parte de algunos conocimientos más o menos útiles, cosa que nunca viene mal para poder llevar una vida tranquila, ordenada y saludable.
–Pensé que eso lo hacía también la sabiduría.
–No exactamente. La sabiduría no es más que la utilización del sentido común, algo bastante difícil para un niño o un joven, ya que éstos aún no han desarrollado en sus incompletos cerebros la zona que alberga dicha función. Es una cuestión morfológica, simplemente. Por supuesto que una buena educación puede ayudar a desarrollar posteriormente esta función, pero no tiene porqué ser así. También he conocido a gente con una sabiduría sorprendente y una pésima educación, y viceversa.
–¡Madre mía! –exclamó el caminante maravillado por las sagaces conclusiones de su acompañante–. Sería usted capaz de liar a cualquiera.
–Eso tiene fácil solución, no me haga caso. Nadie le puede asegurar que yo tenga razón en lo que estoy diciendo, igual sólo estoy desvariando.
–Eso es lo malo, que creo que tiene usted toda la razón, o al menos a mí me lo parece. Ha conseguido usted que dude sobre algunas de las ideas que tenía yo como ciertas.
–Pues me temo que eso es lo único que puedo yo ofrecerle: dudas. Es el inconveniente que tiene el haber vivido tanto, al final terminas no estando seguro de nada y llegas a la conclusión de que quizás lo mejor sería dejar hacer a la vida y a la naturaleza, y que ellas se encarguen de hacer y de deshacer a su antojo y conveniencia. Nosotros sólo somos meros espectadores de este gran espectáculo que se nos presenta a nuestro alrededor, o, en el mejor de los casos, peones totalmente despreciables y prescindibles en un tablero gobernado por fuerzas invisibles y misteriosas que se nos escapan completamente a nuestro limitado entendimiento. Ya ve, en cuanto me da lo oportunidad, de nuevo empiezo a desvariar con mis chifladuras.
–También yo he pensado en muchas ocasiones que quizás tengan razón los que opinan que la ignorancia produce felicidad, ya que cuanto más creemos saber, más conscientes somos de lo poco que sabemos, y eso es algo que siempre produce zozobra y angustia. Estas incertidumbres se las ahorran todos aquellos que se limitan a cumplir sus funciones diarias sin inquietarse lo más mínimo por descubrir otros aspectos de la existencia que no les sea necesario para su supervivencia diaria.
–Ajá, esa es la gran incógnita, ¿saber sólo lo necesario para sobrevivir o plantearse además los intrincables misterios de la creación? En eso dicen que consiste la sabiduría, ¿no es así? En saber hacer las preguntas correctas que, por regla general, nadie es capaz de responder.
–Hombre, pero piense usted que si el hombre no hubiese sentido nunca curiosidad por los misterios que dice, aún estaríamos viviendo en húmedas cuevas y al amparo de los designios de la naturaleza.
–Más o menos como ahora sólo que un poco más incómodos. Claro que cuando no se ha conocido cierta comodidad, no se la puede echar de menos. Además, tampoco es necesario ser tan extremista; como ya han dicho muchos grandes sabios en el pasado, la virtud siempre está en el justo medio, lo que quiere decir que siempre habrá que sacrificar algunas cosas para conseguir otras más provechosas. Desde hace miles de años el hombre sólo va en busca de su comodidad personal a costa de cualquier otra cosa, sin pararse a pensar en el mucho daño irreparable que se está ocasionando a sí mismo en dicha búsqueda.
–Y en su opinión ¿qué se podría hacer? –preguntó con curiosidad el caminante.
–Poca cosa, me temo. Aunque tampoco soy yo el más indicado para responder a eso; en verdad nadie lo es. Supongo que la respuesta sólo la podrá dar, como siempre, el implacable tiempo. Él, y sólo él, será capaz de poner a cada cual en su sitio, y, mientras tanto, los que quedamos por el camino tendremos que apañárnoslas como mejor sepamos.
–Entonces la conclusión sería que tenemos que resignarnos con lo que venga. Pues yo no termino de verlo muy claro, ¿sabe? Siendo así, sería todo un desperdicio la cantidad de escritos que existen y que han elaborado a lo largo de miles de años personas con una gran visión muy por encima del común de los mortales. ¿No le parece a usted eso una lástima?
–Sí, pero yo no pongo las normas, sólo las sufro. Es verdad que existen miles de documentos muy valiosos que nos podrían ayudar mucho, pero, al mismo tiempo, también existen otros tantos que los contradicen con argumentos igual de creíbles para muchos. Por lo tanto, es imposible que haya unanimidad de criterios, y sin ésta, la convivencia en paz resulta muy complicada.
–O sea, que según usted, podría ser incluso contraproducente que haya tanta variedad de opiniones sobre cualquier tema.
–Exacto. No me negará que no nos iría a todos mucho mejor si el mundo entero creyera en un mismo Dios o no creyera en ninguno. Y lo mismo se podría concluir sobre cualquier otra materia en la que no nos terminemos de poner de acuerdo. Siempre será mejor una mentira beneficiosa y consensuada que miles de verdades a medias, al menos en lo que a la supervivencia y al bienestar se refiere. De todas formas, mi larga experiencia me ha llevado a la conclusión de que nos iba mucho mejor cuando sólo aprendíamos de los animales y de la naturaleza, en vez de dejarnos guiar por otros humanos por muy sabios que fueran.
–Eso que dice es muy curioso –dijo el caminante, que por momentos se encontraba más emocionado con aquella conversación–. También yo creo que la naturaleza nos puede enseñar mucho, pero de ahí a pensar que deberíamos de desdeñar todas las enseñanzas recibidas a lo largo de la historia en materia de filosofía y ética a favor de éstas...
–No digo que sea la solución perfecta, pero cuando se dan tantas contradicciones no estaría mal empezar de cero, o al menos, tener un poco más en cuenta nuestros comienzos. ¿Acaso piensa usted que su vida es más plena, más feliz y con más sentido que la de ese pequeño gorrión que nos mira extrañado? –preguntó el anciano señalando a un pájaro que se encontraba posado en un arbusto a un lado del camino–. Si de verdad piensa usted eso es que está loco. Jamás un humano podrá ser tan libre como lo es ese animal en estos momentos. Le aseguro que ese pequeño pájaro podría enseñarnos lecciones más valiosas que Sócrates y Buda juntos. Pero claro, como no puede hablar ni escribir, ni falta que le hace, tenemos que hacer el esfuerzo de pararnos a observarlo, como hacían antiguamente nuestros antepasados, cosa que hoy resulta muy difícil porque no disponemos de tiempo para esas tonterías.
–Veo que está usted muy desencantado con la especie humana; tendría que intentar ver el lado bueno de la vida que, me supongo, alguno tendrá.
–Tiene razón, me estoy poniendo demasiado melancólico. Debe de ser la edad, que nos hace ver las cosas de un modo diferente. Yo antes también pensaba que podría cambiar las cosas que no me gustaban, y me esforzaba por aprender todo lo que pudiera con el fin de convertirme en una persona erudita con la esperanza de poder ayudar a todos los que me rodeaban y demás cosas así; pero lo cierto es que el tiempo me ha bajado de mi pedestal de una patada y me ha colocado aquí, al borde de este río esperando la aparición de peces que escupen agua.
–Quizás sea que no se ha esforzado lo suficiente en hacer llegar sus sabios consejos a los demás. Cómo ve, yo estoy dispuesto a escucharle.
–¿Esforzarse en qué? ¿Y quién puede asegurarme a mí o a usted que mis consejos podrían servir de ayuda a nadie? Como le comenté antes, uno sólo llega a estas conclusiones con el paso del tiempo, cuando ya no quedan ganas ni de hablar, mucho menos de escribir.
–Pues para que vea que nunca se puede perder la esperanza, puede que algún día sea yo el que escriba sobre todas estas cosas que me está usted contando. Es posible que al final sí que sea usted capaz de ayudar a alguien, le guste o no.
–Vaya, no me diga que es usted uno de esos escritores idealistas –preguntó el hombre mirándolo sorprendido.
–Bueno... no sé si idealista...
–Todos los escritores lo son –le interrumpió–. No sé de ninguno que no se crea capaz de transformar el mundo con sus escritos. Los escritores son las personas más vanidosas que conozco, siento mucho decirle esto, créame.
–¿Y conoce usted muchos?
–Algunos. Además he leído a muchos otros, y creo que eso me da derecho a opinar. ¿No será usted de esos que siempre están leyendo un libro que no conoce nadie, verdad, o que suele contestar cosas raras a preguntas sencillas y muy concretas? Es muy típico de los escritores.
–Me parece que nos conoce usted bastante bien –expuso el caminante esbozando una sonrisa de complicidad–. Admito que he pasado por esa fase que usted menciona, pero creo que a estas alturas de mi vida ya he podido comprender que el mundo va a seguir igual que siempre, a pesar de lo que yo escriba. En estos momentos me contento con intentar cambiar la realidad que me rodea más de cerca. Porque eso, no me negará usted, que no se pueda hacer.
–Claro, claro, si las circunstancias le ayudan, por qué no. Le deseo mucha suerte. Muchos otros lo han conseguido antes que usted; mire si no la relevancia que han tenido en el mundo los escritos de personas como Platón, Aristóteles, Buda, Lao Tse, San Pablo, Mahoma... por mencionar sólo algunos. No todas las transformaciones son para bien, pero eso es algo que sólo el tiempo y las circunstancias podrán confirmar.
–Bueno yo nunca he pretendido alcanzar el nivel de esas personas que usted ha mencionado, para qué voy a engañarle...
–Es usted el que se engaña a sí mismo. Todo el que comienza escribiendo lo hace con las más altas pretensiones, lo sé de buena tinta; se llama ilusión, y es lo que mueve el mundo, no hay nada malo en reconocerlo. Con el tiempo se va perdiendo, por desgracia, pero el hecho de que se mantenga usted activo indica que aún conserva algo, ¿me equivoco?
–Ya veo que es inútil intentar contradecirle; conoce usted bien la naturaleza de las personas. Señal de que ha tratado con muchas y variadas. Pero como le digo, en estos momentos yo me conformo tan sólo con llegar a unas pocas personas.
–Claro, qué remedio. Ese es el problema de la sociedad actual. En épocas anteriores eran pocos los que escribían, si los comparamos con el total de la población, por tanto era fácil que sus palabras llegaran al conjunto de los ciudadanos cercanos sin la sombra de la duda proyectada por otras palabras contradictorias. Hoy en día, y desde hace ya bastantes años, sin embargo, son muchos los que escriben, demasiados a mi juicio, y ocurre que, como en otros aspectos de la vida, la abundancia produce el efecto contrario al que se pretende llegar. Lo hablábamos antes, tal diversidad de opiniones, crean una confusión y una división en el común de los ciudadanos que resulta imposible que nadie pueda tener una relevancia realmente importante en el total de la población, como ocurría en el pasado con los grandes pensadores que se decidían a poner por escrito sus ideas.
–Ya le entiendo. Quizás tenga razón, pero no se le puede negar a nadie el derecho de que se exprese libremente. Precisamente ese es uno de los grandes logros de la democracia. Como todo en la vida, también la libertad de expresión tiene sus inconvenientes, además de sus muchas ventajas.
–Así es; qué le vamos a hacer. Y además, qué más da; ni tan siquiera los grandes y sabios pensadores de la antigüedad que hablábamos antes, con toda su relevancia, han conseguido, al menos de momento, que el mundo sea un poco más justo o más pacífico. O quizás sí, lo cierto es que nunca podremos saberlo. Pero me temo que aquí le voy a tener que dejar. Le agradezco mucho que haya tenido paciencia para escuchar las chifladuras de un pobre viejo.
–Ha sido un auténtico placer, créame. He disfrutado mucho con su conversación –le dijo con sinceridad el caminante.
–Si algún día decide escribir algo de lo que le he dicho, no diga que fui yo, por si acaso –se despidió el anciano con una sonrisa mientras tomaba el camino del pueblo.
El caminante se quedó un momento contemplando como se alejaba, con un andar parsimonioso, aquel enigmático personaje que el destino había hecho que se cruzase en su camino en esa soleada mañana. No pudo reprimir una disimulada risa de complacencia al ver como se detenía a mitad de camino para examinar con precisión de cirujano el vuelo de una pequeña mariposa que revoloteaba indiferente por entre los helechos que bordeaban el sendero.
Sintió un poco de lástima al pensar en lo mucho que se perdía el mundo al ignorar a personas como esas, con tanto saber a sus espaldas y que tanto bien podrían hacer si fuesen escuchadas. Él sabía de pueblos primitivos que aún sobrevivían en algunos países subdesarrollados y que mantenía los llamados consejos de ancianos, formados por las personas de más edad que componían la tribu, los cuales eran los que tomaban todas las decisiones importantes que concernían al resto del pueblo. Sin duda, ésta sería una práctica habitual en la antigüedad, lo que le llevaba a concluir que aquel viejo llevaba toda la razón cuando insinuaba que la sociedad moderna, en algunos aspectos, en vez de evolucionar, estaba involucionando, es decir, no sólo dejamos de adquirir mejores hábitos para la supervivencia, sino que además nos olvidamos de las mejores prácticas que nos ayudaron a llegar hasta donde hemos llegado.
17 Consejos, saludos, propuestas...:
paciencia, tolerancia quizá alli esta la clave
bonito texto
Un texto verdaderamente redondo amigo Pedro, sugestivo y esclarecedor, ya me gustaría tener tu amplitud pra decir lo que quieres. Mi afecto, ah, y me gustaría estar en la lista de tus blog amigos, si me consideras, obvio, chau.
Interesante, como todo lo que escribes.
Te dejo un abrazo
Precioso, Pedro, estoy muy de acuerdo con el personaje, sobre todo en la parte femenina. Lo único en lo que discrepo es en el pensar de la falta de sentido común de los niños: creo que el sentido común que los adultos enseñan no es realmente eso, sino la manera de afrontar y encajar en los perjuicios sociales que a lo largo de los siglos hemos adquirido, desgraciadamente. Creo que tambien deberíamos despegarnos un poco del "sentido común adquirido" y dejarnos llevar más por la INTUICIÓN, la cual es muuucho mas sabia, es la que no debemos perder y que conservamos genéticamente desde el homo sapiens.
Ra
PEDRO: Te leo desde un cíber, con un jaleo tremendo de fondo, lo cual me impide concentrarme en toda la riqueza de mensajes que incluyes en tu texto. Creo que lo volveré a leer con más paciencia a mi regreso, pero mi primera impresión es que tiene un alto valor sociológico, deberían leerlo en las aulas.
Un abrazo,
José María (genialsiempre)
Dos orejas y el rabo. ¡¡Que se escuche mi aplauso!!
Si creo que al viejo le faltó un poco mas de fe en si mismo, porque habría podido realizar "sabiduría práctica" antes, cuando joven y hubiese creado el los cambios, el anciano creció con la estructura mental de que no se podía influir sobre la naturaleza en consecuencia sobre muchas cosas. Al menos asi lo veo yo, que si, es posible.
Saludos.
Realmente me ahs sorprendido con tal relato!
un apieza única!
lo ahs presentado en algún certamen o bien punblicado?
deberáis hacerlo!
te dejo mi saludo y mi apz
einvitoa pasar por mis blogs a ver
besos, saborear tés especiales, a art d ensueño, a los mensajes del agua y a una carta a mi hija...
ir a
www.cuerposanoalmacalma.blogpot.com
mary carmmen
Pedro ... Nuestra capacidad de cambiar pueden ser obstaculizados, pero toda la fuerza de vida está esperando entre bastidores ... Muy Bueno ... ¡!!... Que disfrutes de tu descanso … Hasa la vuelta ... de dejo un Beso... Silvi.
Pd. Te dejo la direccion de mi nuevo hijo ... Jajaja ... y una aclaracion ... Danna y Silvia son una misma persona ... BESITOS ...
http://danna-tajmahal.blogspot.com/
Qué buen relato Pedro, precioso.
Y la música genial, me encantan los
Sultans of Swing .-
Besos
Un aplauso mas un beso
"Un viejo proverbio, por más que
se repita, nunca deja de ser sabio"
Eso era tu relato,
meditaciones sabias...
Un abrazo y hasta pronto!!:)
Mi querido Pedro , hoy he vuelto a este mundo lleno de gratos momentos, y de gente tan amorosa y maravillosa como tú y tal como les había contado, con un nuevo blog : http://www.susanaveracruz-arteydiseno.blogspot.com/
Te hago con todo mi cariño la invitación, y así me acompañes en este nuevo emprendimiento en el que he puesto todas mis ganas y del cual espero lo mejor hacia el futuro, difundiendo mi arte.
Te dejo un abrazo enorme , todo mi cariño de siempre ,y mis infinitas gracias por haberme acompañado, sobre todo en los malos momentos con tus sabias palabras amigo.
Susana ( Agualuna)
Pedro creí que te había comentado lo escrito pero nó ohhhh.
'El hombre es una especie a medio hacer'...me parece que sí...por hombre hablamos de mujer-hombre.
Tal vez deberíamos cultivar hacia adentro...algo que hemos ido perdiendo. Es excelente como todo lo que escribes mi amigo...disfruten muchísimo, no vemos en el regreso...chuicksss
En las sociedad actual no sabemos quien toma las decisiones.
Saludos.
Hola Pedro, buen texto el tuyo.
Eh, donde te metes...te echo de menos, ven pronto
Un abrazo grande
MJ
Estas que te sales Pedro, un excelente relato. Felicidades.
Un abrazo.
tienes que alegrarte por estar aqui, por lo menos yo estoy feliz de tener noticias tuyas.
claro que acepto tu invitacion a demás con mucha honra y gratitud.
te digo que me alegro verte de nuevo por que ponia en tu ultimo post que vas a estar fuera ...
voy a ver el blog que me has dicho ahora , un abrazo
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